Puse en la mesa huevos, tortas de maíz y té -más leche caliente azucarada que té- para Benjamin y para mí. Ambos necesitábamos elevar el nivel de azúcar en la sangre. Saqué un par de aspirinas del frasco que llevaba en el bolso y me las tomé con el té. Con un poco de suerte me aliviarían el hombro dolorido.
Benjamin terminó sus plegarias, mirándome un poco a la defensiva. Las oraciones diarias le habrían servido de consuelo durante los largos días que había pasado solo, proporcionándole algo en lo que apoyarse. El Corán de su padre funcionaba como los ejercicios vocales de mi madre: la rutina de los seres queridos te hace sentir que están contigo.
– ¿Ahora las noticias? -dijo-. Por favor, entérate de qué le ha pasado de Catterine.
– A Catherine -lo corregí sin pensar.
– A Catherine -repitió.
Volví a encender la radio. Finalmente, a la media, empezaron las noticias locales.
Respondiendo a la denuncia de algunos vecinos, la policía del condado de DuPage ha llevado a cabo una redada en una finca deshabitada de New Solway a primera hora del día. De acuerdo con el comisario Rick Salvi, un árabe al que se busca para ser interrogado en relación con el 11 de septiembre ha estado escondiéndose en la casa. El hombre logró escapar por una ventana del tercer piso mientras los oficiales registraban el interior. Mientras rastreaban minuciosamente el área, una muchacha de la zona fue herida por un disparo. El comisario se niega a confirmar el rumor de que fue uno de sus agentes quien realizó el disparo. La muchacha herida es Catherine Bayard, que daba un paseo nocturno por los jardines traseros de la casa de su abuelo, el editor de Chicago Calvin Bayard. El comisario Salvi dice que es posible que el hombre fugado hiriera a la señorita Bayard, y que entregará un informe completo una vez que haya examinado las armas de sus oficiales. La señorita Bayard se encuentra ingresada en un hospital de la zona en estado grave pero estable.
El fugitivo se encontraba en la misma casa en la que la detective privada de Chicago V.I. Warshawski encontró el cadáver de un hombre el domingo por la noche. De hecho, Warshawski se encontraba en la casa cuando los oficiales llegaron al lugar de los hechos, pero se marchó cuando aún se estaba realizando el registro. Si tiene o no alguna conexión con el fugitivo es algo que se desconoce por el momento, pero el comisario Salvi está ansioso por hablar con ella.
– Y yo con usted, comisario. -Apagué la radio y me volví hacia Benjamin-. ¿Qué has entendido de lo que han dicho?
Sacudió la cabeza.
– Demasiado deprisa. Catterine, hablaron de ella, sobre ella, hablaron del 11 de septiembre, de los árabes, pero ¿qué dicen?
– Catherine recibió un disparo, pero se va a recuperar; se va a poner bien. No dijeron dónde le dieron, aunque dijeron «grave pero estable», lo cual significa una herida grave pero que no va a matarla.
– ¿Eso es verdad? -Sus ojos se agrandaron dolorosamente en su delgado rostro-. Tú… -Movió los labios como si repasara mentalmente una lista de palabras-. ¿Tú juras que es verdad?
Le juré que decía la verdad sobre Catherine. Y añadí que averiguaría en qué hospital se encontraba y cómo la habían herido exactamente, pero que antes necesitaba dormir. No le conté el resto de la historia, que estaban buscándolo. Probablemente la había adivinado, pero ponerla en palabras sería demasiado duro; ambos necesitábamos dormir y tranquilizarnos.
No podía pensar ni hablar de lo cansada que estaba. Cuando me levanté para llevar los platos al fregadero, se me saltaron las lágrimas sin querer, como una protesta del cuerpo ante tanto esfuerzo. Ni las frases alentadoras en la cancha de baloncesto ni los recordados consejos de mi madre podrían hacer que dejara de llorar. Y llorando llevé a Benjamin al segundo piso, donde había una serie de estrechos dormitorios que se conservaban de cuando la Iglesia católica tenía muchos sacerdotes, y una parroquia como San Remigio contaba con cinco o seis. Había mantas militares dobladas a los pies de las camas, y en las cabeceras, unas finas almohadas, tan viejas como el edificio. El mobiliario más elaborado era un crucifijo de madera sobre las camas, tallado de manera tan realista que Benjamin miró el suyo con espanto. Lo descolgué con cuidado y lo guardé en el armario.
Las habitaciones estaban frías, ya que se ahorraba combustible, pero disponían de pequeñas estufas eléctricas para invitados que se presentan de improviso, como nosotros. Encendí una, le mostré a Benjamin dónde estaba el baño, puse sábanas en las camas de dos cuartos contiguos y me dormí, sollozando todavía.
EJERCICIOS DE CALENTAMIENTO
Desperté de mi pesadilla más recurrente. Mi madre había desaparecido. Yo la estaba buscando, muerta de miedo, pues ella sólo se marcharía si hubiera dejado de quererme. La búsqueda cambia de un sueño a otro; esta vez me encontraba en una oscura alcantarilla que conectaba New Solway con Anodyne Park. A mi espalda oía un chirrido y sabía, con la certeza que se tiene en los sueños, que era el silbido de unas ruedas en el barro. Yo corría atropelladamente hasta que me tropezaba con un arbusto. Las ruedas se acercaban y veía un enorme cochecito de golf a punto de arrollarme. Desperté con el corazón agitado y los brazos y los hombros tan agarrotados que me resultaba dolorosísimo moverlos.
Cuando me incorporé en el estrecho camastro, me temblaban los músculos del estómago. Sentada en la cama, aturdida, lo único que quería era tumbarme y seguir durmiendo durante cien años. Hasta que me sintiera bien. Hasta que Morrell volviera a casa. Hasta que aquellos tiempos de temor y barbarie quedaran atrás.
Me estiré hasta el cabecero de la cama y busqué el reloj. La una… de la tarde, dado que la grisácea luz de marzo todavía se colaba a través de la ventana sucia. El sencillo radiador apenas calentaba la habitación. Volví a acostarme, tapándome con la manta hasta la nariz.
Mi madre había muerto cuando yo era una adolescente. Como mucha gente que pierde a sus padres de joven, creía que había sido por mi culpa, por algo que yo había hecho mal, algo que hizo que se marchara. Todas las veces que la había hecho renegar, por meterme en líos con mi primo Boom-Boom… Si hubiera vuelto a casa a mi hora y practicado los ejercicios de música como tan a menudo me rogaba que hiciera… Y las mañanas, o las tardes, como la de ese día, en las que despertaba dolorida después de alguna de mis arriesgadas aventuras… Se me volvió a encoger el corazón. Mi mente me decía otra cosa, me hablaba de un cáncer que no se detectó a tiempo, que estuvo sin tratar durante demasiados años. Como muchas mujeres inmigrantes, ella no permitía que un médico, y menos un hombre, le examinara sus partes íntimas; la imparable hemorragia que siguió a un aborto natural no logró que superara su rechazo a que la vieran.
Cerré los ojos para no mirar el crucifijo. Estaba a poco más de medio metro de altura, con espinas y sangre no menos realistas por estar cubiertas de polvo. Debería haberlo puesto en el armario junto con el de Benjamín.
Sabía que me sentiría mejor si me daba una ducha y comenzaba a estirar los músculos, pero la rutina diaria se me antojaba aburrida y agotadora; articulaciones doloridas, estiramientos, recuperación, todo para volver a cansar mi cuerpo de nuevo. Empezó cuando de adolescente jugué un partido de baloncesto sin haber calentado previamente; al día siguiente estaba fatal, y la entrenadora McFarlane me aconsejó estiramientos y calentamientos. Desde entonces he tenido muchas lesiones relacionadas con el trabajo, demasiados días en los que me despertaba tan dolorida como si realmente acabara de atropellarme un enorme cochecito de golf. No me apetecía nada empezar otra vez con ejercicios y calentamientos. ¿Para qué me exigía tanto a mí misma? ¿Para mantenerme en forma y así poder perseguir a ladrones y asesinos que nadie me pedía que buscara?
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