Una mujer esperaba para usar el teléfono, mirando con impaciencia el reloj por encima de las secadoras. Le mostré mi pulgar apretado contra el índice para indicarle que tenía que hablar un poco más.
– Mientras estaba en Larchmont encontré la puerta de la cocina abierta, entré para ver si había alguien dentro y el celo profesional del comisario me mantuvo allí más de lo que esperaba. Creo saber a quién visitó su hermano en New Solway, pero eso no me aclara ni por asomo por qué terminó en ese estanque.
– Esta mañana llamó el doctor Vishnikov -dijo Harriet-. Los de la funeraria le llevaron el cadáver de Marc. Pero antes de comenzar quiso advertirme de lo que costaría, y que podría descubrir cosas que a lo mejor no me gustaría saber. Me entró miedo, pero luego pensé que no podía haber nada más terrible que la muerte de Marc. -Tenía la voz cansada, como quien ha tenido que explicar muchas cosas horribles últimamente.
– El doctor Vishnikov sólo quiso ser prudente. Lo llamaré y le diré que si se siente responsable ante el cliente que me lo diga a mí y a usted. Hemos perdido una semana con este asunto. Me imagino que son muchas las cosas que uno no quiere saber sobre un ser querido, pero, francamente, no me figuro a su hermano haciendo ninguna de ellas; ya sabe, regentar un negocio de prostitución, traficar con drogas, todas esas actividades no encajan con el hombre cuya casa visité ayer por la mañana.
Harriet lanzó una temblorosa carcajada.
– Gracias, necesitaba oír eso. Llevo todo el día pensando: «¡Dios mío!, ¿y si descubro que Marc era un drogadicto?».
La mujer que esperaba el teléfono hizo una observación en voz alta sobre lo desconsiderada que era la gente. Sonreí y asentí.
– ¿Puede llamar a Amy de mi parte? -le dije a Harriet-. Quisiera comparar notas con ella y tengo que dejar este teléfono. Pregúntele si puede acercarse a mi oficina mañana por la mañana.
– Esta noche nos veremos aquí en el hotel -dijo Harriet-. ¿Por qué no viene?
– Si la policía no me atrapa antes. -Le di el número del señor Contreras en caso de que no me encontrara en el móvil-. Y por si la ley cree que soy una conversadora tan brillante que no quieren dejar de escucharme ni un momento, procure que sus comentarios telefónicos sean todo lo concisos y sencillos que pueda.
La mujer que esperaba me arrebató el auricular en cuanto colgué.
– ¿Es eso lo que usted entiende por conciso y sencillo? -me ladró.
Ella alargó la llamada todo lo que pudo, pero yo esperé porque aún tenía que hablar con Vishnikov y con mi vecino, y no pensaba andar por la calle buscando otro teléfono público. Cuando terminó, la mujer me dijo con gesto triunfal que así sabría lo que era tener que esperar.
Le envié un beso y marqué el número de la casa de Vishnikov.
– Dios, Bryant, menos mal que sólo tienes trato con los muertos: tus modales espantarían a cualquier ser vivo. ¿De verdad crees que Whitby parece un drogadicto?
– No me gustaría que la familia se negara a pagar si se enteran de algo que no quieren saber.
– Bien, dímelo a mí la próxima vez. Te garantizaré tus honorarios.
– En ese caso, usaremos el nuevo espectrómetro, Warshawski. Son quinientos pavos la hora, pero te alegrarán los resultados.
Colgó, complacido consigo mismo. Deseé que estuviera bromeando. O que los Whitby pudieran pagar la factura.
Luego telefoneé a Lotty, pero saltó el contestador. ¿Dónde estaba todo el mundo un sábado por la tarde? Necesitaba ahora mismo oír una voz humana. Dejé un mensaje diciendo que me encontraba bien, sólo un poco magullada física y moralmente, y que volvería a llamar a lo largo del fin de semana.
Por último eché otras dos monedas en el teléfono y llamé a mi vecino. El señor Contreras estaba previsiblemente molesto y locuaz. Él también había visto las noticias, y no sólo salía yo en ellas como alguien con quien el comisario Rick Salvi estaba deseando hablar, sino que además la policía había ido dos veces al apartamento en lo que llevábamos de día, y que dónde andaba y qué estaba haciendo.
Metí todas las monedas que me quedaban para contarle mi excursión nocturna en detalle, salvo, naturalmente, mi escapada con Benjamin. El señor Contreras aprobó con entusiasmo que hubiera salido del baño por la ventana para escapar del comisario, pero quería saber por qué entonces no había vuelto a casa.
– Estaba tan agotada que me quedé en un motel de la zona -dije-. Me desperté hace apenas un rato.
– Entonces no viste al árabe, ¿eh, muñeca? ¿Qué hacía allí esa chica, Catherine Bayard, en mitad de la noche? ¿Anda mezclada con un terrorista?
– Lo dudo. Quizá se veía con algún chico por allí y no quería que su familia se enterase. Acabo de utilizar la última moneda. ¿Podemos vernos en tu puerta de atrás dentro de diez minutos? Mi ropa es un desastre y quisiera cambiarme antes de hacer nada más. Por si acaso tienen el lugar rodeado, y sólo en el caso de que no hayan puesto a nadie por detrás.
Sonó la señal. La comunicación se cortó antes de que Contreras terminara su frase. Despidiéndome afectuosamente de la mujer que me había disputado el teléfono, me encaminé hacia la oscura tarde.
Encendí el móvil -Tierra llamando a V.I., una vez más- y me subí al Jaguar. Cuando arranqué, se me ocurrió que Luke podía borrar el número de serie y pintar el coche de azul en lugar de rojo. Sabía que debía devolverlo, pero conducir el coche más estupendo que había me proporcionaba más felicidad aún que el ungüento para caballos del padre Lou.
Subí por Western, pasé por un nuevo megasupermercado que había dado al traste con dos pequeños comercios, un pequeño local de reparación de electrodomésticos y la tienda de tartas y pasteles caseros de Zoe. Ah, el progreso. Crucé Racine, la calle donde vivía, y aparqué a cierta distancia.
Di la vuelta a la manzana, a fin de detectar cualquier presencia inusual en Racine. La tarde gris comenzaba a deshacerse en una neblina que disimulaba mi rostro de cualquier observador.
Si yo fuera un superhéroe de Clancy o Ludlum, habría memorizado todas las matrículas de coche de dos manzanas a la redonda, y estaría en condiciones de decir si estaban allí cuando me fui el día anterior por la mañana. Como a duras penas recuerdo el número de la matrícula de mi propio coche, me concentré en las furgonetas donde suelen esconderse aparatos de escucha, y coches con el motor encendido y donde hubiera alguien dentro. Uno de éstos era un coche de la policía de Chicago frente a mi propio edificio. Qué sutil.
Tras caminar otra manzana hacia el norte, doblé al este de nuevo y atajé por el callejón trasero de mi edificio. No había coches de la poli que calentaran el aire nocturno detrás de mi casa. Una mujer que reconocí estaba tirando la basura, pero no había nadie más en el callejón.
El señor Contreras me esperaba al otro lado de la verja, junto con los perros. Los tres me recibieron con visible regocijo. Mientras estábamos fuera le expliqué que cabía la posibilidad de que hubiera vigilancia electrónica en el edificio.
– Probablemente no. -No creía que el hecho de que yo hubiera estado en una casa de la que había huido un árabe justificara tanta atención-. Pero tampoco estoy segura. Así que no me diga nada a mí que no quisiera que oyese Clara.
En la oscuridad, más que ver, noté lo violento que se sentía mi vecino. Clara era su querida esposa, muerta hacía muchos años. Rápidamente cambié de conversación, y le dije que había cogido prestado un coche y que tenía que dejarlo en algún lugar cercano a su dueño.
– Voy arriba a cambiarme de ropa, y luego me gustaría ir a New Solway y recoger mi Mustang. ¿Quiere acompañarme?
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