Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Estaba encantado de formar parte de mi aventura. Lo dejé en su cocina y subí a mí apartamento.

La sala de estar de mi casa da a la calle Racine, de modo que me moví en la oscuridad, intentando recordar dónde había dejado las cosas, como la banqueta del piano. Sólo me golpeé en la espinilla una vez. Como nadie parecía vigilar la parte trasera, encendí las luces de la cocina y del dormitorio, asegurándome primero de que las cortinas estuvieran echadas y la puerta trasera cerrada. Después de la noche que había pasado en Larchmont Hall, el apartamento se me antojó diminuto, pero me alegraba encontrarme en una casa pequeña. Era como un manto que me protegía.

Estaba hambrienta, y realmente me hacía falta una buena comida. En las últimas veinticuatro horas había comido una porción de tarta, unos huevos revueltos, tostadas y té. Puse agua para hervir pasta. En el congelador encontré parte de un pollo asado. Lo metí en el microondas mientras iba a cambiarme.

A los músculos de mis hombros no les gustó que intentara ponerme un sujetador, pero apreté los dientes y lo hice: era importante no dejar entrever nada, ni siquiera bajo la sudadera, si finalmente tenía que enfrentarme con la ley. Puse parte del ungüento del padre Lou sobre un cepillo de baño para poder pasármelo por la zona dolorida. Tenía un olor fuerte, no desagradable, que me recordaba a establos o a vestuarios. Acordándome del consejo del padre Lou de vendar la zona afectada, me puse una gasa que saqué del botiquín del baño. Me las ingenié para ajustaría lo bastante como para mantener el músculo inmóvil. Con los vaqueros limpios y unos zapatos cómodos, me sentí con fuerzas para seguir adelante. Mis deportivas habían pasado por una dura prueba tras la escalada en Larchmont. Tendría que estirar el presupuesto para comprarme un par nuevo.

Aún tenía una lechuga con buen aspecto, una bolsa de zanahorias y unas judías verdes en el frigorífico. Me preparé una buena ensalada, que acompañé con el pollo y la pasta, y comí sentada a la mesa de la cocina. En muchas ocasiones comía en el coche, o de pie por la casa, a punto de salir corriendo. Pero en aquel momento quería hacer las cosas despacio, sin precipitarme ante lo que se avecinaba. Cuando terminé de comer, lavé los platos, incluyendo los que había dejado en el fregadero en los últimos días. Cogí un bote de detergente y una esponja, bajé despacio las escaleras y pasé a recoger al señor Contreras y los perros. Salimos por detrás, y bajamos por el callejón hasta donde estaba aparcado el Jaguar.

32

EL COCHECITO DE GOLF

Las carreteras del oeste estaban despejadas; hicimos los sesenta y cinco kilómetros del viaje en cuarenta y cinco minutos. Fue un alivio y una sorpresa que el Mustang siguiera detrás de los arbustos donde lo había dejado. Quizá los oficiales de Schorr no lo habían visto; quizá el coche de la policía era para interceptar a Benji en vez de para buscar mi coche. Pasamos el Mustang y aparcamos el Jaguar en la entrada de Larchmont.

Mientras los perros husmeaban entre los arbustos, el señor Contreras y yo limpiamos el Jaguar. A mí me preocupaba no dejar ninguna huella de Benji, pero a él le hacía feliz pensar que estaba eliminando pelos de perro y huellas digitales mías. Lo dejamos a la entrada, con las llaves de contacto puestas, para que lo encontrara algún policía de New Solway.

Regresamos por la cuneta hacia el Mustang. El camino que nos había parecido tan largo y temible en la oscuridad resultó ser un agradable paseo con el señor Contreras y los perros.

– Busco el desagüe que pasa por debajo de la carretera -dije a mi vecino-. Tiene el suelo embarrado; me gustaría que Mitch y Peppy lo recorriesen para que borren mis huellas.

Había empezado a atardecer. El señor Contreras cogió mi linterna mientras yo encendía la que había utilizado el día anterior. Fue Mitch el que encontró la entrada. Me agaché a mirar. Tanto las huellas de Benji como las mías eran claramente visibles; se sobreponían a las marcas de ruedas que había visto en el otro extremo el jueves por la tarde.

– Parece como si hubiera pasado algún vehículo pequeño, una carretilla o algo así -dijo el señor Contreras -. ¿Te perseguía alguien?

Pasé de mirarlo a él a mirar las huellas de las ruedas, comprendiendo de repente lo que veía. Ese cochecito de golf me había estado persiguiendo en sueños. Así fue como llevaron a Marc Whitby al estanque de Larchmont. Alguien lo había conducido hasta allí. Era tan fácil… Podías coger un vehículo de ésos en el campo de golf de Anodyne, ir hasta Anodyne Park por el sendero destinado a los socios, y luego, si conocías ese desagüe, llegar a Larchmont Hall.

De manera inconexa, le expliqué lo que pensaba que había ocurrido. Mi vecino me escuchaba atentamente.

– Si estás en lo cierto, muñeca, será mejor que encuentres ese cochecito de golf. ¿O crees que tu asesino no lo habrá hecho desaparecer ya?

– No lo sé -dije con tristeza-. Quienquiera que sea, no es muy listo, sino que a la ley no le interesa ir tras él. De modo que el vehículo aún podría estar por los alrededores.

Miré la hora. Las seis y media. Cuanto más tardara en hacer frente a la ley, más difícil me lo pondrían cuando finalmente diera la cara. No obstante, ya que estábamos allí, no podía irme sin hablar con alguien del campo de golf.

Con el Mustang de nuevo en carretera, bajé por Dirksen hasta el campo. Naturalmente, había una verja, con una recargada imagen de algo, puede que un logotipo, fundida entre los barrotes. Un foco sobre el diseño resaltaba un estanque con anzuelos que surgían alrededor. La leyenda «Campo de golf de Anodyne Park» aparecía escrita en dorado y verde encima del escudo. Le dije al guardia de la cabina que estaba trabajando para Geraldine Graham y que me gustaría hacerle algunas preguntas sobre el cochecito de golf que había desaparecido. Aceptó mi explicación sin pestañear, pero no dejaría pasar con el coche y los perros dentro.

– Nunca se sabe, la gente dice que no va a soltar a los animales, pero luego los dejan pisar la hierba.

No perdí el tiempo discutiendo, sólo le pregunté si podía dejar el vehículo en la entrada. Saqué mi cartera del maletero, pues seguía teniendo allí la fotografía de Marc Whitby, y me apresuré por el camino hasta el club acompañada de mi vecino.

Los sábados son días de tanto movimiento golfístico que el gerente del club estaba de guardia en el establecimiento. Un portero me indicó quién era: un atildado cincuentón que reía junto con un grupo de hombres con la cara colorada delante de la chimenea. Cuando dije que era detective, se oyó un murmullo. El gerente nos llevó rápidamente a su oficina, por si se me ocurría decir algo desagradable delante de los socios del club. Pero cuando le conté que trabajaba para la señora Graham, que su hijo casi había chocado con un coche de golf en la carretera hacía unos días y que ella quería saber si lo habían robado o qué, enseguida me derivó al responsable de los equipos.

Cuando Eli Janicek, el encargado, llegó corriendo, el gerente del club le dijo que nos llevara a mí y al señor Contreras al hangar de material: claramente restábamos categoría al lugar. Seguimos a Janicek por la entrada de servicio mientras el gerente se reunía con los bebedores junto a la chimenea.

Si bien la atención de Janicek se dividía entre nosotros y su gente, que entraban para dar parte de los coches o los palos abandonados en los senderos, respondió a mis preguntas con bastante precisión. No le faltaba ningún cochecito. Sí, habían recogido algunos de Anodyne Park el lunes anterior por la mañana, pero no había nada raro en ello; los miembros usualmente los conducían por cualquier parte de Anodyne y luego los dejaban para que los encargados de los equipos los devolvieran a su sitio.

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