En la entrevista de Kylie Ballantine que había leído en la biblioteca -¿hacía tan sólo dos días?- ella decía que cuando tenía veinte años podía tomarse tres semanas de vacaciones y ponerse de nuevo en forma con un día de entrenamiento duro, pero que había llegado a una edad en la que perderse un solo día de entrenamiento le costaba tres semanas de recuperación. De modo que hacía ejercicio todos los días. Mi heroína.
Volví a incorporarme y fui al baño dando traspiés. Empecé a hacer lo que sabía que tenía que hacer para recuperarme, sin que resultara fácil, ya que el baño de los huéspedes (por llamar de alguna manera a aquellos accesorios sucios y rotos y a aquellas paredes agrietadas) no tenía calefacción. Al menos me obligó a moverme con rapidez. Volví corriendo al estrecho dormitorio, que, en comparación, era de lo más acogedor. Extendí dos mantas en el suelo y pasé media hora haciendo estiramientos de piernas y brazos. Debía de haberme desgarrado algún músculo del trapecio izquierdo, a juzgar por los pinchazos que sentía al extender los brazos, pero cuando terminé pensé que las piernas me responderían.
No soportaba la idea de tener que ponerme la misma ropa mugrienta de la noche anterior, pero el traje lo tenía en el maletero del coche, y éste seguía en New Solway. Me puse la sucia y apestosa sudadera y traté de no pensar más en ello.
De camino al piso de abajo miré en el cuarto de Benjamin. Seguía durmiendo.
Encontré al padre Lou en su estudio, trabajando en la homilía del domingo. Al oírme entrar, gruñó, pero siguió escribiendo hasta terminar un pasaje. Usaba una vieja Royal eléctrica, que tecleaba con tíos dedos. Mientras esperaba, hice levantamientos de piernas para mantener activa la circulación.
– ¿El chico aún duerme? -preguntó el padre Lou cuando por fin levantó la vista-. He oído las noticias de la mañana. Supongo que es el árabe que buscaban en DuPage. ¿Crees que es un terrorista?
Hice una mueca.
– No lo creo, pero tampoco sé cómo distinguirlos.
El sacerdote emitió un ronco resuello, lo que él entendía por reírse.
– Tampoco el FBI. No creas que un comisario de condado es mucho más listo que los federales. ¿Qué dice el muchacho?
– No sé cómo ni por qué, pero el caso es que Catherine Bayard, la joven que hirieron anoche, lo recogió y lo llevó a esa mansión deshabitada que está cerca de la propiedad de sus abuelos.
Le expliqué quiénes eran los Bayard y cómo había acabado metida en aquella situación.
– Romeo y Julieta. -El padre Lou se hacía eco de mis propios pensamientos-. ¿Están enamorados? ¿Tienen relaciones?
Me encogí de hombros.
– Benjamín le tiene mucho cariño, pero ella… Creo que en su caso fue quijotismo, quiso seguir los pasos de su abuelo. Catherine vive en un entorno bastante más favorable que el de Benjamin, con colegio y caballos y una familia importante. Sin embargo, durante tres semanas, o el tiempo que haya sido, él no ha tenido a nadie más en quien pensar aparte de ella. Pero… Catherine no le ha contado a su abuela lo que estaba haciendo; las he visto juntas, y están muy unidas. De modo que no sé lo que siente realmente por él. Tal vez le resulte exótico, un egipcio, un joven obrero. A algunos jóvenes adolescentes traspasar los límites de raza y de clase les parece audaz, e incluso excitante.
– Adolescentes: quieren emoción constante. Probablemente ella le dio su palabra de no contárselo a nadie y le pareció que eso incluía a todo el mundo. La chica está en el hospital Northwestern. Conozco al capellán de allí. Dice que una bala le rompió el húmero, nada de vida o muerte. ¿Vas a ir a verla?
– Es probable. Pero no creo que deba decirle que Benjamin está aquí. Cuando ella lo protegía, aún no tenía a todas las comisarías del país pisándole los talones. Le diré que Benjamin está a salvo, pero no creo que deba preocuparse por tener que enfrentarse a un interrogatorio a causa del muchacho. No sé con qué interés van a tomarse los agentes del FBI y todos los demás la búsqueda de Benjamin. Puede que hablen conmigo y me dejen ir, o que me vigilen constantemente. Para no correr riesgos, debo dar por hecho que van a intervenir todos mis teléfonos, el de casa, el de la oficina, el móvil… y hasta puede que mi correo electrónico.
– ¿Crees que podrían acusarte según esa ley patriótica… como se llame?
Hice una mueca.
– Espero que no; en los últimos años he probado la cárcel demasiadas veces. De cualquier forma, si se mete en esto el FBI, y si de veras quieren a Benjamin, me perseguirá tanta gente que es posible que no pueda quitármela de encima. Así que cuando aparezca por casa, ya no podré volver a ponerme en contacto con usted. Ni usted conmigo. Si no puede acoger a Benjamin, dígamelo ahora para que pueda encontrarle otro lugar seguro.
– Últimamente parece que los federales no son capaces ni de seguir la pista de sus propias armas. Dudo que tengan gente para seguir el rastro de una chica por la ciudad. Con todo, más vale prevenir que curar. Los Irregulares de Baker Street: puedo enviarte a algunos de los más duros en bicicleta si necesitas ayuda; tu oficina sigue estando cerca de Milwaukee, ¿verdad? Un paseo para esos muchachos. Si me necesitas… -Sonrió, mostrando sus dientes amarillos-. Reza, Dios me lo hará saber.
O sea, que debería ir a la iglesia.
– Por lo que respecta al joven Ben, veré qué puedo hacer -continuó el padre Lou-. Creo que tienes razón, que no es más que un chico asustado que huye, en cuyo caso lo esconderé hasta que sepamos adónde llevarlo. Y si estuviera haciendo algo que no debe, se lo entregaremos al Tío Sam. En cualquiera de los dos casos, te lo haré saber.
– Hay otra cosa sobre él que debo decirte. Creo que vio lo que le sucedió a Marcus Whitby el domingo por la noche. Solía asomarse a la ventana del ático para ver cuándo llegaba Catherine, y desde allí se tiene una buena vista de casi todo el estanque. Si él vio a la persona que tiró a Whitby al agua… quiero saberlo.
El padre Lou se quedó pensativo, decidió que lo que yo le pedía era bastante razonable y asintió con la cabeza.
– Intentaré hacerle hablar. ¿Qué hay de Morrell?
Se me puso un nudo en el estómago.
– Anda detrás de algo importante pero no quiso contármelo por correo electrónico.
– Y tú estás enfadada.
– Estoy enfadada. Se supone que debo dedicarme a tejer como Penélope mientras él hace Dios sabe qué, en compañía de Dios sabe quién.
El sacerdote lanzó otra vez su risa ronca.
– ¿Tejiendo tú, querida muchacha? No eres de las que esperan pacientemente, así que no te quedes ahí sentada lamentando tu suerte. Muévete y ponte a trabajar. Yo tengo que terminar mi sermón.
Colorada de vergüenza, me levanté. El padre Lou me vio en la cara el reflejo del dolor que tenía en el hombro. Traté de no darle importancia, pero él me condujo por la iglesia hasta la escuela, que estaba en el extremo del edificio. Aunque era sábado por la tarde, el gimnasio estaba lleno de muchachos, algunos daban golpes a los sacos, pero la mayoría simulaba combates de boxeo. San Remigio ganaba premios estatales de boxeo, y todos los chicos del colegio soñaban con formar parte del equipo.
El padre Lou se detuvo para corregir la posición del brazo de un chico, a otro lo colocó más cerca del saco, y advirtió a otros dos que dejaran las peleas personales para cuando salieran del gimnasio. Todos asentían con seriedad. El padre Lou tenía el don de la verdadera autoridad. Podía regañar a sus chicos, pero nunca los decepcionaba.
Me llevó a una pequeña enfermería construida fuera del gimnasio. Después me entregó una toalla para que me la pusiera a modo de bata improvisada y me dijo que me quitara la sudadera. Me senté en un taburete de espaldas a él, cubierta con la toalla, mientras él me pasaba las manos por los hombros y el cuello. Cuando encontró el punto que más me dolía, me aplicó un ungüento.
Читать дальше