Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Me hundí de nuevo en la cuneta, a punto de gritar de cansan ció y frustración. Estábamos atrapados. Traté de dominar el pánico. Benji susurró:

– ¿Qué vamos a hacer?

La única posibilidad era cruzar Coverdale y abrirnos paso a través del seto hasta Anodyne Park, con la esperanza de que no nos vieran en la carretera. Si tuviera las alas de una paloma o el hocico de un topo… Un topo. Si el desagüe con el que había dado el día anterior llegaba hasta aquí…

En medio del sonido de las sirenas y del helicóptero que había llegado a la zona, le expliqué a Benji lo mejor que pude qué era lo que buscaba. Yo exploraría el este, hacia mi coche, y él se arrastraría a lo largo de la cuneta hacia el oeste.

– Que se abra aquí, a este lado de la carretera -rogué al caprichoso gobernador del universo-. Haz que lo encuentre, antes de que ellos nos encuentren a nosotros.

Me arrastré lentamente, dando golpecitos en el terraplén, rogando que cediera. A unos quince metros del coche patrulla, Benji me golpeó el hombro con una mano suave y tímida. Había encontrado la entrada.

Le seguí, deslizándome por el suelo. La abertura era un agujero negro en el lado de la cuneta que daba a la carretera, no lo bastante alto como para que yo pudiera ponerme de pie, pero sí lo suficientemente ancho como para poder avanzar juntos. Olía a moho y a excrementos, y estaba tan oscuro como la boca de un lobo. No podíamos permitirnos encender la linterna. Agarré la mano izquierda de Benji con mi derecha. No intentó zafarse; de hecho, se pegó a mí, temblando, mientras caminábamos por el barro.

Debía de haber unos cuatrocientos metros hasta llegar al seto, pasar por debajo de Powell Road y aparecer en Anodyne Park, pero el túnel parecía interminable ante nosotros. ¿Y si en lugar de estar en Powell Road nos internábamos en un túnel desconocido? Podíamos vagar durante horas hasta sufrir un colapso y morir de hambre o de sed. Nadie descubriría nuestros cuerpos durante años, si es que llegaban a encontrarlos. Morrell, Lotty, todos aquellos a quienes amaba y por los que me preocupaba me olvidarían. Ya estaban tan lejos que era como si no existieran.

El aire seco me raspaba la garganta. Me dolía la espalda de tener que andar encorvada, y me cruzaban unas chispas rojas por los ojos. Y, de repente, nos encontramos respirando aire puro, oliendo a frutos de enebro, subiendo una pendiente, erguidos sobre el asfalto.

Me estremecí de alivio. Estuvimos temblando durante unos minutos, estirando nuestros doloridos músculos, atentos a nuestros perseguidores. Todo estaba maravillosamente tranquilo. Anodyne, el remedio para el dolor. Ahora sólo necesitábamos un coche para llegar a casa.

Conduje a Benji por el tortuoso sendero hacia las casas residenciales, donde había coches aparcados en la parte de atrás. En aquel lugar opulento no esperaba encontrar un coche viejo, de ésos a los que fácilmente se les puede quitar el freno de mano y ponerlos en marcha. Pero cuando llegamos a la quinta casa, la suerte nos sonrió: alguien se había dejado las llaves en un Jaguar XK-12. Siempre había querido conducir uno de esos coches. Le abrí la puerta a Benji.

– ¿Estás robando este coche?

– Lo tomo prestado -sonreí-. Se lo devolveré a su dueño mañana.

29

DE VUELTA EN LAS ZARZAS

– Así que eres tú, mi querida muchacha… Hace mucho tiempo que no te dejabas ver por aquí. ¿Vienes a ayudarme con la misa?

El padre Lou estaba apoyado en la puerta de la rectoría en camiseta y vaqueros, con la cara aún enrojecida por el afeitado.

Mientras conducía por Ogden Avenue camino de la ciudad, pensé que si no llegaba a la rectoría antes de que el padre Lou comenzara a vestirse, podría colarme en la iglesia entre el puñado de vecinos que asistían al servicio de las seis de la mañana. Al final, aun habiendo tomado la ruta más larga, conseguí dejar el coche detrás del edificio a eso de las cinco y media.

Benjamin se había quedado dormido antes de llegar a Warrenville Road. Dejé la ventanilla abierta, pues necesitaba aire fresco en la cara para ahuyentar el sueño que me dominaba, pero al mismo tiempo encendí la calefacción con las salidas dirigidas al muchacho. El libro fue a parar al suelo cuando le venció el sueño; en un semáforo me agaché y se lo puse en el regazo para que no se inquietara al despertar. Se le había caído cuando íbamos por la cuneta, y me confesó -con un jadeo desafiante, como si esperase que fuera a golpearlo o a abandonarlo allí mismo- que era el Corán, el ejemplar de su padre, y que no podía perderlo.

– En ese caso, será mejor que lo cuidemos -fue todo lo que dije.

Cuando estábamos ya en el Jaguar, ambos con el cinturón puesto, me invadió una fatiga que me obligó a echar una cabezada. Me desperté a los pocos minutos sólo porque un helicóptero tronó justo por encima de nosotros, en dirección este. Parpadeé, con la esperanza de que viniera a llevarse al chico al hospital y no al depósito de cadáveres.

Metí una marcha y pasé despacio por el puesto de guardia. El hombre de la cabina hizo un gesto afirmativo: él estaba allí para vigilar a los que entraban. No importaba quiénes salieran.

Evité la autopista, y preferí ir por Ogden Avenue. Si Schorr emitía una orden de busca y captura, lo primero que harían sería interceptar las salidas. No sabían qué coche llevaba, pero sospecharían que había cogido el de otra persona al ver que no había ido a buscar el Mustang.

Aun a cincuenta kilómetros en las afueras, Ogden no era una calle bonita. Todas las poblaciones por las que pasaba parecían haberse puesto de acuerdo en que ése era el lugar ideal para los concesionarios de coches, los restaurantes de comida rápida, las gasolineras y los vertederos. Una vez que la calle cruza los límites de la ciudad, pasa de ser vulgar a ser sombría, y muere cerca de los bloques de viviendas protegidas de Cabrini Green. Cuando la Gold Coast empezó a extenderse hacia el oeste, derribaron algunos de esos bloques, pero los que quedaron, con sus ventanas rotas y sus plazas acribilladas de hoyos, siguen ofreciendo una imagen inquietante de la ciudad.

Había ya bastante tráfico en la carretera: los que entraban temprano a trabajar aparcaban los coches en los numerosos centros comerciales para tomar el primer café del día; los que terminaban el turno de noche se detenían a comer una hamburguesa. Hubo un momento en que volví a quedarme dormida durante la parada de un semáforo. El claxon del camión que tenía detrás me despertó de un susto; creí que había oído otro disparo, creí que estábamos rodeados. La adrenalina me mantuvo alerta el resto del viaje.

El motor del Jaguar era tan silencioso como una pluma que cae sobre una hoja, y su potencia hacía que cambiara de carril cada dos por tres o que fuera a cien en carreteras por las que había que circular a sesenta. Llevada por un impulso, mientras esperaba en un semáforo en Austin, justo antes de entrar en Chicago, llamé a Murray Ryerson desde el móvil. No le hizo mucha gracia que lo despertara, pero se espabiló enseguida, incluso se puso un poco agresivo, cuando le dije que me había encontrado con los agentes del comisario en Larchmont.

– Se pusieron como locos porque creían que había un terrorista árabe escondido por allí. Dispararon a alguien. No me apetecía mucho quedarme; no estaban tratándome muy bien, pero me quedé un poco intranquila con lo del disparo.

– ¿Y por qué iba a preocuparte que mataran a un terrorista? -preguntó.

– No creo que hayan disparado a uno, precisamente. Más bien creo que pudieron darle a un miembro de la familia Bayard. Puede que a la nieta de Calvin Bayard. Y si ha sido así, tratarán de mantenerlo muy, muy en secreto.

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