Yosano continuó apretando botoncitos. Cada vez que ganaba se oía una serie de pitidos.
– Oh, sí. Y como muchos de los más ancianos, me consideraba un sirviente. Todos se creen que los abogados son sus sirvientes, pero como yo soy japonés-americano, él me consideraba un jardinero. Necesitan mear, y se supone que yo tengo que ayudarlos con las botellas y los orinales.
– Suena espantoso. Seguramente podría conseguir un trabajo menos humillante.
El se encogió de hombros.
– El dinero es increíble. Y hay algo interesante: trabajamos para gente tan poderosa que a veces terminas siendo parte de la historia. Como esos documentos que tenía Taverner, hace tanto tiempo que el señor Arnoff no se ocupa de los asuntos del día a día de sus clientes, que probablemente ni supiera de ellos, pero Taverner era un viejo solitario. Me señaló ese cajón cerrado y dijo que en Nueva York había gente dispuesta a pagar diez millones por hacerse con ellos.
No dejaba de pensar en Benjamín, pero no podía perder la oportunidad de preguntarle a Yosano por los papeles.
– No los he visto nunca. -El aparatito lanzó un sonido burlón para hacerle saber que había sido bombardeado-. Pero solía decir que harían que los Diez de Hollywood -encarcelados por negarse a testificar ante el Comité de Actividades Antiamericanas- parecieron Ricitos de Oro y los tres osos, y que era una lástima que él fuera un hombre de honor y no pudiera divulgarlos.
– ¿No le habría gustado que se los enseñase?
– Oh, naturalmente -dijo Yosano-. Pero somos sus albaceas, y creí que los vería tarde o temprano. Aunque siempre te preguntas si realmente serán para tanto como dicen. Es muy humano, cuando se llega a cierta edad, creer que has hecho algo tan importante que nadie te olvidará, pero por lo general son cosas por las que ya nadie se preocupa.
Estaba a punto de responderle que a alguien sí le habían importado, o Marcus Whitby no se habría ahogado a pocos metros de donde estábamos, cuando un disparo desgarró el silencio de la noche.
SI NECESITAS UN COCHE… ¡RÓBALO!
Cuando oyes una 45, nunca crees que se trate ni de balas de fogueo ni de petardos. Yosano y yo nos quedamos paralizados, y luego él echó a correr por la puerta batiente hacia la entrada de la casa.
En cuanto la puerta se cerró tras él, abrí el horno.
– Ven conmigo. No hagas preguntas, y no hables -le dije a Benjamin.
Desprendía el aroma dulzón y pegajoso del miedo, y no podía incorporarse, porque había estado mucho tiempo encogido. Me lo cargué a la espalda como hacen los bomberos, y me dirigí hacia el baño. Benjamín seguía aferrado a su libro, que se me clavaba en el hombro dolorido. Tenía quince o dieciséis años, pero estaba tan delgado que no me resultó muy difícil llevarlo, como había pensado.
En el cuarto de baño, lo senté en el suelo y le di un masaje en las piernas. Seguía evitando mi contacto, pero estaba entumecido por el miedo y el frío, y dejó de oponer resistencia. En cuanto pudo ponerse en pie, encendí mi linterna, abrí la ventana y me asomé. Se oían unos gritos exaltados delante de la casa, pero en la parte de atrás estaba todo despejado.
– Voy a darte un empujón por esta ventana. -Hablaba de manera concisa, como aprendes en prisión, para no cometer errores-. Te deslizas, caes al suelo. Te quedas boca abajo y me esperas. ¿Entendido?
Más que ver, noté cómo afirmaba con la cabeza. Lo subí hasta el alféizar y lo ayudé a que deslizara las piernas. Mientras se retorcía se le cayó el libro. Lanzó un grito.
Alargué la mano y le tapé la boca.
– Ya te lo daré. Ahora salta y baja.
Como no parecía dispuesto a irse sin él, le di un empujón. Se quedó unos instantes colgado del marco y luego cayó. No volvió a gritar, de modo que supuse que había aterrizado sin romperse nada. Subí al asiento del inodoro, lancé el libro por la abertura y me impulsé sobre el alféizar. La punzada de dolor entre los omóplatos fue tan intensa que tuve que reprimir mi propio grito.
Me senté durante unos segundos tratando de hacer acopio de oxígeno, luego comenzó la difícil tarea de pasar por la ventana: las caderas de una mujer madura son más anchas que las de un esquelético adolescente. Cuando volvió a sonar un segundo disparo, me asusté tanto que casi aterricé encima de Benjamín. La caída me dejó sin aliento y me esforcé por respirar, aunque trataba de no hacer ningún ruido.
Nos encontrábamos en la esquina sureste de la mansión. Podíamos oír gritos mientras Schorr y sus cachorros intentaban vislumbrar dónde había caído su presa. Le habían dado a… un mapache o un ciervo. No habrían disparado -¡oh, no!- a una apasionada jovencita que corría por el jardín para proteger a su amigo.
Me habría gustado volver y preguntarles a aquellos machotes idiotas qué hacían disparando a niños en la oscuridad. En cambio, me agarré a la hierba, obligándome a quedarme donde estaba. Si me unía a la cacería, dejaría al muchacho indefenso, entonces lo encontrarían y lo arrestarían, si es que antes no le disparaban. Y Schorr era lo bastante impulsivo como para arrestarme o dispararme también a mí si me cruzaba en su camino.
– ¿Qué hacen? -preguntó Benjamín en voz baja.
– Han disparado a algo. Tal vez a un mapache, un animal. En cuanto lo descubran me buscarán a mí, así que vámonos.
– ¿Un animal? No crees… -Pensó que era mejor no terminar la frase.
– Vamos -dije ásperamente-. Nos marchamos. Vamos a ir justo al otro lado del césped. La casa impedirá que nos vean. Cuando lleguemos a los matorrales, seguiremos andando. Tú te quedarás detrás de mí, ¿entendido?
Se levantó dando traspiés. No podíamos ir deprisa. Él apenas podía caminar, y desde luego no podía correr. El frío, el hambre, la confusión, lejos de casa en un país que quería arrestarlo por ser… ¿qué? Si era un terrorista, me ocuparía de eso cuando estuviésemos en la carretera, pero si no se trataba más que de un chaval en el lugar equivocado en un momento en que el miedo llevaba las riendas de América, también tendría que ocuparme de ello.
Estábamos a medio camino del jardín cuando otros dos coches de la policía hicieron rechinar los frenos en el camino de entrada de la casa, con las luces encendidas. Me volví hacia Benjamin y lo empujé con delicadeza al suelo, donde permanecimos hasta que los coches llegaron a la casa. Al levantar la cabeza, pude distinguir de qué lado de la casa estábamos en aquel momento. No habían encontrado la ventana abierta del baño: toda la acción se desarrollaba en el jardín y en la parte trasera.
– Vamos. A cuatro patas. Tú delante, yo vigilaré la retaguardia.
Los guantes de trabajo me protegían las manos de las malas hierbas que abundaban en el terreno, pero Benjamin no tenía ninguna protección. Al ver que avanzaba con dificultad, me quité los guantes y le obligué a ponérselos.
– Muévete. Es nuestra única oportunidad, mientras ellos estén haciendo lo que estén haciendo.
Gateamos por la hierba sin cortar hasta el campo que había un poco más adelante. Yo me sentía desfallecer de fatiga y de hambre, me dolían los hombros y estaba llena de arañazos. Sólo los movimientos del muchacho delante de mí, conteniendo virilmente las lágrimas, respirando con agitación, me daban fuerzas para seguir.
Los agentes habían encendido las luces de búsqueda mientras nosotros dábamos traspiés entre los arbustos. El repentino haz de luz que atravesaba el aire nocturno me sorprendió. Tropecé con una rama caída y aterricé sobre un colchón de hojas podridas. Al menos si usaban perros para buscarnos no nos reconocerían por el olor.
Al llegar a la cuneta del lado de Coverdale Lane, asomé cautelosamente la cabeza por encima de los arbustos para inspeccionar la carretera. Un coche patrulla había bloqueado la intersección de Coverdale con Dirksen, donde había dejado mi Mustang. No podía ver con claridad a tanta distancia, pero probablemente habían encontrado el coche y estarían esperándome.
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