Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– ¿Hay algún lugar en el sótano donde pueda esconderse alguien? -le preguntó Schorr a Yosano.

El abogado se encogió de hombros.

– Nunca he visto la casa entera pero, por lo que yo sé, allí no hay nada fuera de lo normal: las calderas, el lavadero, ningún armario secreto ni nada por el estilo.

– Por si acaso, vamos a registrarlo -dijo Schorr, felicitando a continuación a los dos hombres-: Buen trabajo. Empiecen a peinar la zona, a ver si el tipo está escondido; por aquí fuera podría haber un montón de gente. Árabe, seguramente un terrorista que trata de huir; podría tener un arma, así que si lo ven, no duden. Sólo disparen.

Los dos jóvenes hicieron un saludo y se marcharon. La primera cacería de unos cachorros, tan ávidos de obtener su zorro que probablemente matarían a un unicornio si se les cruzara en el camino.

Schorr apuntó con su linterna a la cara de Protheroe. Ella hizo una mueca y apartó el rostro.

– Tú ve al sótano, por si acaso, Steph. Esos tipos de Al Qaeda son lo bastante listos como para hacernos creer que saltaron por una ventana, cuando todo el tiempo estuvieron escondidos en el sótano. Yosano, usted conecte la luz. Necesitamos ver qué demonios estamos haciendo.

Cuando Yosano dijo que eso tendría que esperar hasta primera hora de la mañana -la compañía de electricidad no lo consideraría una emergencia-, el teniente dio un manotazo en la puerta de acero inoxidable de uno de los armarios, y acto seguido soltó un juramento acompañado de un gesto de dolor.

– ¡Esto es una puta emergencia, hay un terrorista árabe en New Solway! ¡Muévase!

Yosano tuvo que esforzarse para mantener el tono de voz.

– Tendrá que esperar hasta mañana, teniente Schorr.

Schorr iba a lanzar otro exabrupto, pero se mordió la lengua y llamó a sus jóvenes ayudantes. Como no le respondían, se volvió hacia la oficial Protheroe, que ya había encontrado la escalera que llevaba al sótano.

– Antes de bajar, llame a la oficina y mire a ver si pueden enviarnos un generador, cualquier cosa, para que sepamos por dónde pisamos. No me gustaría que nos disparásemos entre nosotros por andar a oscuras.

De modo que no era tonto, sólo lo parecía. Me alejé de la mesa y me dirigí hacia la puerta del sótano, tratando de continuar desviando la atención del horno en el que se encontraba Benjamín.

– ¿No deberíamos llamar primero a la señora Bayard? -preguntó Stephanie Protheroe con la mano aún en el picaporte-. Algún equipo de noticias interceptará nuestra llamada, ya sabe, y se presentarán aquí enseguida. Puede que nos convenga hacerle saber que creíamos que había un terrorista escondido, antes de que la gente de la tele aparezca y empiecen a hacerle preguntas.

De modo que estaban allí porque Renee Bayard había decidido dar un golpe sorpresa. Me preguntaba cómo afectaría eso a las relaciones de Catherine con su abuela.

Las luces arrojaban sombras amenazadoras alrededor de la cocina, convirtiendo la ceñuda expresión de Schorr en la mueca de una gárgola.

– Sí, será mejor. ¿Hay algún lugar donde sentarse para mantener una conversación privada en este mausoleo? -agregó, dirigiéndose a Yosano.

– Se llevaron todo el mobiliario cuando los últimos propietarios tuvieron que irse -respondió el abogado.

– Hay sillas y un escritorio en el ático -intervine-. La señora Graham probablemente olvidó que tenía cosas allí arriba cuando vendió la casa.

– Usted siempre tiene una respuesta para todo, ¿verdad? -dijo Schorr-, ¿Cómo sabe que son sus cosas?

– En realidad no lo sé. Supongo que los terroristas árabes pudieron haberlas robado de las otras casas para traerlas luego a este ático. Hay que tener mucho cuidado en los tiempos que corren. -Abrí la puerta del sótano.

– ¿Adónde demonios cree que va?

– Como tiene a sus agentes ocupados registrando la zona y buscando un generador, pensé que podía empezar con el sótano yo misma.

– Usted no se mueva de aquí. No se vaya de la cocina hasta que vuelva de hacer una llamada. Yosano, usted cierre la puerta de atrás para que la princesa Pies Ligeros no se desvanezca en la oscuridad antes de que pueda demostrar que entró de manera ¡legal.

Para eso estaba el abogado: para abrir y cerrar puertas.

– Sigo sin entender cómo el terrorista entró aquí sin llave. La alarma no fue desconectada. A pesar de lo que dice la señorita Warshawski, hemos venido a echar un vistazo siempre que la señora Graham ha llamado para quejarse -dijo Yosano, aunque obedientemente cerró la puerta que tanto me había costado abrir.

La observación de Yosano hizo que Schorr se decidiera a registrarme para ver si tenía una llave de Larchmont o, Dios no lo quiera, si había usado ganzúas para entrar. A pesar de que Protheroe estaba allí, me registró el mismo Schorr, un poco más bruscamente de lo necesario. Pensé en la exclamación de Benjamín de que yo era una mujer y él un hombre, y me dieron ganas de decirle «quíteme las manos de encima», pero permanecí quietecita.

Schorr encontró las llaves de casa y del coche en uno de mis bolsillos y se puso a compararlas con la llave de la alarma de la casa haciendo aspavientos. Hizo ademán de guardárselas, pero se las quité de las manos.

Una vez más, antes de que hubiera una escalada de hostilidades, intervino la oficial Protheroe.

– Voy al coche a pedir el generador de emergencia, señor. ¿Quiere venir conmigo para llamar a la señora Bayard? Seguramente sea más cómodo llamar desde el coche que desde el ático; al menos allí tenemos calefacción.

– Sí, está bien. Quédese aquí con ella, Yosano. No me quedan oficiales para vigilar a esta chica, y no me fío de ella.

Yosano se revolvió incómodo.

– En realidad, teniente, no creo que la señorita Warshawski tenga antecedentes penales. Está trabajando para la familia Graham.

– Eso dice -lo interrumpió Schorr-. Cada vez que ha habido algo raro esta semana, aparecía esta detective en primer plano. Me gustaría saber por qué.

– ¿Puedo ir al baño? -pregunté con docilidad-. Hay uno al lado de la despensa, es que ya no puedo más. No tendrá un tampón, por casualidad, ¿verdad? He dejado los míos en el coche.

Como a muchos superhombres, a Schorr le disgustaba hablar de asuntos de mujeres reales, y salió de la cocina antes de que terminara de hablar. Fui al baño, encendí la linterna y me subí al inodoro para abrir la ventanita. Había una cerradura de seguridad, pero sólo para mantener alejados a los intrusos: la llave se encontraba colgada de un gancho en el marco.

La pieza posterior de la ventana de guillotina estaba trabada de tanto tiempo como llevaba sin utilizarse; apretando el botón del inodoro varias veces, disimulé el ruido que tuve que hacer para abrirla. Esta vez la alarma sonaría sin lugar a dudas, pero como lo haría en la oficina de Lebold & Arnoff, y su sabueso estaba aquí, me figuré que pensarían que la habrían hecho saltar los oficiales mientras registraban los pisos superiores. Eché un rápido vistazo fuera: la ventana daba al sur, hacia la carretera. Los oficiales estaban registrando el norte.

De regreso en la cocina, Yosano manipulaba una agenda electrónica, enfrascado en alguna clase de juego. No sabía cuánto tiempo Benjamin podría permanecer tranquilo en ese horno; necesitaba alguna estrategia para sacar al abogado de la cocina.

– ¿Han interrumpido su vida privada para hacerlo venir hasta aquí esta noche? -pregunté.

El asintió.

– Pero sólo estoy de guardia una semana al mes. No suele ocurrir nada extraordinario: algún cliente que quiere cambiar el testamento o que esa noche se siente solo.

– ¿El señor Taverner no llamó nunca porque se sentía solo?

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