Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– ¡No soy una chica! -Hizo un movimiento brusco con la cabeza y me lanzó una mirada fulminante.

– ¿Quién ha dicho…? Ah, por lo de la hermana Anne. Es el personaje de un cuento para niños que debe vigilar desde una torre. Ya sé que no eres una chica. Pero sé que me has visto esta tarde. Y el domingo estarías mirando a ver si llegaba Catherine. El domingo por la noche alguien mató a un hombre fuera de esta casa. Y metieron su cuerpo en el estanque. ¿Lo viste? -Como no contestó, me acerqué hasta quedar justo por encima de él-. Mirabas a ver si venía Catherine; tú sabías que iba a venir esa noche. Tienes que haber visto al asesino tirando el cuerpo en el agua. ¿Quién lo hizo?

– Nadie, no vi nada.

– ¿Le ayudaste a matarlo? ¿Por eso te escondes?

– No, no y no, y ahora… Oh, ¿dónde está Catterine? Sólo ella… -Se le quebró la voz y volvió a mirarse las rodillas-. Sí que soy una chica, escondiéndome detrás de otra chica, soy un bebé, una niña…

Avergonzado, guardó silencio. Fruncí el ceño, pugnando por que se me ocurriera algo que preguntarle para que me dijese quién era y qué había visto el domingo. Finalmente, me acerqué al escritorio y eché un vistazo a los libros: alguno debía de ser suyo, y tendría su nombre. Necesitaba un poco más de luz, además de la de la luna. Confiaba en que en aquel momento Geraldine Graham no estuviera vigilando; encendí la linterna y abrí uno de los libros

Nunca había visto nada tan hermoso como el Arrecife de Coral. Se extiende a lo largo de varios kilómetros y es suave al tacto, como terciopelo. Como un idiota, me había olvidado de los peligros que me rodeaban mientras observaba los peces de múltiples colores que nadaban entre los corales. De pronto sentí una punzada en la pierna izquierda, tan dolorosa que quise gritar, sin darme cuenta de que me encontraba debajo del agua. Aspiré una bocanada de agua a través del tubo. Miré a mi alrededor, aterrado. ¡Una almeja gigante me había agarrado la pierna!

Volví las hojas hasta dar con la página del título. Eric Nielsen en el Gran Arrecife de Coral, publicado en 1920. La frase «Propiedad de Calvin Bayard» aparecía debajo del título escrita con la letra temblorosa de los niños. Había dos libros de aventuras más de Eric Nielsen, La isla del tesoro y uno viejo de Tom Swift. Catherine Bayard debía de haber saqueado la biblioteca de su abuelo en busca de libros que pudieran gustar, según ella, a un chico que intentaba aprender inglés.

Los otros libros estaban en árabe, junto con un diccionario de árabe-inglés. Volví a mirar al muchacho.

– Tú eres Benjamin Sadawi, ¿verdad? Catherine te está escondiendo del FBI.

Asustado, dio un respingo y se abalanzó escaleras abajo, luego volvió para coger uno de los libros en árabe que había en el escritorio. Lo agarré del brazo, pero él se zafó y bajó atolondradamente las escaleras. Lo seguí de cerca pero sin tratar de cogerlo; no quería que acabáramos haciéndonos daño.

Aterrizamos en el gran vestíbulo principal. A nuestras espaldas se abrían dos puertas. Benjamin se lanzó hacia una de ellas, pero se topó con un armario. Al darse la vuelta, lo agarré por la cintura. El corazón le latía con fuerza. Lo arrastré de vuelta a las escaleras y lo obligué a sentarse. Seguía aferrado al libro que se había llevado del escritorio.

– Escúchame, tonto. No voy a entregarte al FBI ni a la policía. Pero voy a llevarte lejos de esta casa. Aquí ya no estás seguro, y tampoco es saludable: hace frío y no tienes ni calefacción ni compañía.

Forcejeó entre mis brazos.

– No debes agarrarme, mujer.

– Es verdad, soy una mujer. Con cero interés en tu cuerpo: tengo edad para ser tu madre.

Pensamiento que no por cierto dejaba de ser deprimente, pero le quité los brazos de encima de los hombros. Se alejó de mí hasta el otro extremo del peldaño, pero esta vez no trató de huir.

Con la luz que entraba a través de los cristales de la gran puerta de roble ya no necesitaba la linterna para ver al muchacho, aunque no podía distinguir sus facciones. Tampoco distinguía los diferentes bloques de mármol teselado del suelo, aquel que los obreros italianos habían tardado ocho meses en colocar, pero sabía que el mármol estaba ahí: su frío se filtraba a través de las suelas de mis zapatillas.

– Vamos -dije, poniéndome de pie-. Tenemos un trecho hasta mi coche, y luego encontraremos algún lugar donde puedas dormir y estar caliente sin preocuparte de si alguien entra en la casa.

– ¿Tienes llave de la puerta? -preguntó-. La alarma suena en la policía si abres sin llave.

Encendí la linterna y me arrodillé para examinar el cerrojo. Otra verdad deprimente: los sensores de la alarma estaban colocados a ambos lados de la puerta. No podía limitarme a abrirla; necesitaba la llave, desde luego, y no tenía conmigo las ganzúas. Podíamos subir al tercer piso y hacer el camino inverso por el que había entrado, pero no quería repetir la experiencia a menos que fuera absolutamente necesario; el cuerpo de una mujer lo bastante mayor como para tener un hijo adolescente no se sentía muy contento después de haberse sumergido en un estanque, haber trepado paredes y perseguido gente por las escaleras.

La casa tenía al menos otras dos entradas más; la de la terraza trasera que utilizaba Catherine y otra en la cocina. Probablemente también había una salida en el sótano por la que sería más fácil escapar.

– Voy a comprobar las otras puertas. Espérame aquí, ¿de acuerdo? -Como no respondió, le puse las manos en los hombros, a pesar de ser mujer-. ¿De acuerdo?

Se puso rígido pero masculló un «de acuerdo» que sonó como el de cualquier adolescente harto de las órdenes de los adultos.

Volví a encender la linterna para recorrer el pasillo. Sin mobiliario ni alfombras que suavizaran su aspecto, el lugar no sólo se veía vacío sino amenazador. Temblando de algo más que de frío, abrí puertas de habitaciones vacías, en busca de ventanas y cerrojos, hasta que llegué a la parte trasera de la casa, a un salón que se abría a la terraza. Era la zona que conducía a los jardines y el estanque, con las contraventanas que había utilizado Catherine Bayard la primera vez.

Apagué la linterna y escruté la noche, preguntándome si después de todo no aparecería la chica. Era la una y media de la madrugada; Catherine podría intentar escaparse si pensaba que todos en la casa dormían. Sería útil que llegara con la llave.

De no encontrar una forma de salir, tendría que romper uno de los cristales de la contraventana, pero doblé a la derecha, buscando la cocina, pasando por el despacho del padre de Geraldine, con su biblioteca del suelo al techo vacía, salvo por un CD de NSYNC, que presumiblemente habían dejado allí los nou-nous. Llegué á la puerta batiente que esperaba encontrar y de nuevo me hallé en la zona del servicio: un pasillo más estrecho, madera más barata en los suelos, techos más bajos.

En la cocina había algunos electrodomésticos, todavía brillantes y poco usados: un fogón de seis quemadores, un calentador, tres hornos -además de uno independiente para hacer pan-, un congelador y dos frigoríficos. La vanidad habitual entre propietarios opulentos, estos juguetes monstruosos… aunque puede que la señora nou-nou fuera una cocinera consumada. Tal vez había preparado miles de tartas para mantener a la familia cuando el negocio de las puntocom de su marido se fue al garete.

Miré en la despensa, que no tenía ventanas. El ordenador para la casa también estaba allí. Aparentemente, Catherine había desconectado los sensores de movimiento, pero se necesitaba un código para desactivar las alarmas de la puerta y de las ventanas.

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