Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Antes de caer en la cama, había intentado abrir la agenda, pero la mugre y las algas mojadas la mantenían bien cerrada. No quise forzarla; si era de Marc Whitby, no debía destruir ninguna nota ni ningún documento que pudiera haber dentro. La llevaría al laboratorio forense al que suelo acudir para esta clase de problemas.

El anillo lo aclaré bajo el grifo del baño. Un joyero tendría que limpiarlo bien, pero, como había imaginado, se trataba de una costosa pieza de joyería. Era una especie de colmena de piedrecillas sobre una banda de oro: diamantes y esmeraldas que se agrupaban alrededor de cuatro piedras de gran tamaño. Faltaban un par de pequeños diamantes, pero con lo que quedaba, el señor Contreras y yo podríamos pagar nuestros impuestos durante unos años.

¿Sería de Geraldine Graham? ¿De su madre? Me imaginé a un adolescente Darraugh arrojando el anillo de su madre al estanque tras discutir a causa de su padre; ese padre cuyo nombre, a modo de desafío, puso a su propio hijo. O quizá lo había arrojado la misma Geraldine, disgustada con su boda. O puede que yo estuviera siendo muy melodramática; tal vez ella o su madre, o incluso alguna invitada, lo perdieron durante una de esas veladas al aire libre mencionadas por Renee; a su dueña le sorprendería verlo de nuevo.

Mis dedos estaban deformados debido al agua helada, pero en su estado normal habría podido ponérmelo hasta el nudillo. Alargué la mano para observarlo frente al espejo del baño. Encajado entre mis huesos, con los dedos llenos de rasguños, la pieza se veía aún más grotesca. Definitivamente pertenecía a alguien con más dinero que gusto, aunque supongo que presumir de tener mejor gusto es el consuelo de los pobres. Me guardé el anillo en los vaqueros y salí a comprar ropa más cómoda.

En el centro comercial de enfrente compré aspirinas, zumo de naranja, calcetines, pilas nuevas para la linterna, guantes de trabajo con las palmas de goma y una sudadera azul con capucha; todo por veintitrés dólares. Tuve la desagradable sensación de que eran esclavos chinos o birmanos los que habían hecho aquellos artículos. Eso nunca lo pone en la etiqueta: hecho para las megatiendas Megatherium por mano de obra esclava para que usted lo compre más barato; aunque una sudadera, unos guantes y todo lo demás por veintitrés dólares debería ser suficiente aclaración. Debería ser suficiente aclaración para mí. Podría haber ido a casa a por los guantes, la sudadera y las demás cosas, por no hablar del revólver, pero soy americana. Rápido, barato y fácil: ése es mi lema.

De vuelta en el motel, me tomé medio zumo con dos aspirinas: eso me sentaría tan bien como otras seis horas en la cama. El resto lo metí en el bolso junto con el pequeño cuchillo y la linterna. Dejé el cartel de «no molestar» en la puerta por si quería volver a utilizar la habitación, pero me llevé todas las cosas al coche: si me acompañaba la suerte, además de las fuerzas, quería irme a casa en cuanto terminara.

Mi capacidad de atención se encontraba en uno de esos momentos que sólo se alcanzan cuando se está exhausto. Dejé el Mustang detrás de unos arbustos a la entrada de Coverdale Lane. Quería acercarme a Larchmont a pie; no quería que el ruido del coche alertara a quien pudiera andar merodeando por allí.

Cinco noches antes el recorrido me habría asustado; el camino parecía no terminar nunca, y los animales nocturnos, terribles amenazas. Ahora que conocía la zona podía atreverme a ir a pie. Llevaba mi linterna submarina, pero la luna delineaba el camino con una luz fantasmal que hacía innecesario encenderla.

El movimiento me relajó los músculos, ayudando a que las aspirinas surtieran efecto. Estiré los brazos. Sentí tal punzada de dolor en algún músculo entre los omóplatos que solté un quejido. Esperaba no necesitar ese músculo precisamente esa noche.

Pasaron varios coches y tuve que esconderme tras los arbustos. Pensé en atajar por el campo, pero hacía menos ruido por donde iba. Suponía que Renee Bayard esperaría hasta la mañana siguiente para llamar al comisario, pero no podía asegurarlo; el obús se movía deprisa, y si pensaba que su nieta estaba encubriendo a un asesino, actuaría enseguida. También suponía que Catherine intentaría volver a escurrirse de las garras de su abuela esa noche, aunque tampoco tenía la certeza.

Al doblar hacia la entrada de Larchmont aminoré la marcha, deteniéndome periódicamente a escuchar los sonidos nocturnos. La caminata me había acalorado; sentía la brisa de finales de invierno en la espalda. Se había levantado un viento que hacía crujir las hojas secas, y me obligaba a detenerme a menudo; en mi estado de nervios, cada ruido me parecía el de alguien que se movía entre los arbustos.

Cuando llegué a la casa, recorrí primero los cobertizos para asegurarme de que estaba sola. A veces tenía la inquietante sensación de que Renee Bayard o el comisario de DuPage se abalanzaban sobre mí, pero no vi a nadie. Un fuerte golpe cerca del estanque me obligó a tirarme al suelo con el corazón desbocado, pero era sólo una pareja de ciervos de cola blanca, que, asustados por mi presencia, salieron corriendo.

Por fin crucé el jardín hacia la casa principal, por la entrada del lado oeste, donde las columnas blancas soportaban la galería de techo abovedado. Sin pensármelo dos veces, corrí los últimos seis metros, salté y me agarré de la viga que atravesaba ambas columnas. El músculo dolorido de mi espalda se resintió, pero me moví con rapidez, doblando los brazos, estirándome hacia arriba, enganchándome con las piernas a una de las columnas de manera que mis muslos soportaran el peso. Pasé un brazo por el borde del techo, encontré un saliente de piedra del que pude agarrarme, me incorporé y aterricé como un pez moribundo sobre la superficie curva.

Una vez recuperado el aliento, retrocedí hasta quedar contra la pared. Desde donde me encontraba podía ver mejor la finca. El único movimiento perceptible, además del viento sacudiendo las hojas secas, fue el de los ciervos, que regresaban al estanque. A través de las ramas desnudas de los árboles miré el cielo nocturno. Apenas se veía la luna entre los jirones de nubes, pero las estrellas brillaban con intensidad y parecían muy cercanas, como nunca se ven en la ciudad. Mi capacidad de atención disminuía: estaba a punto de quedarme dormida.

Levántate y concéntrate en el juego, Warshawski. Oía el vozarrón de mi entrenadora de baloncesto como si estuviera a mi lado. Me obligué a ponerme de pie y miré por la ventana que tenía detrás. Daba a un pasillo, pero se veían los detectores de señales del sistema de seguridad. Lo que significaba que tendría que trepar hasta el siguiente piso. No había ningún acceso fácil, ni columnas de las que colgarse, aparte de grietas y algún que otro hueco en la fachada donde apoyar la punta de los pies. Comencé a subir.

Siempre me ha parecido que trepar por las paredes es un deporte de lo más tonto. Tantear buscando dónde agarrarme, comprobar dónde metía los dedos, impulsarme para conseguir avanzar quince centímetros mientras me temblaban las piernas y todos los músculos, con la cara pegada al áspero ladrillo, de manera que cuando me deslizaba me arañaba desde la barbilla hasta la frente… Nada de eso me hizo cambiar de opinión.

Era consciente de lo visible que me hacía la ropa oscura contra el ladrillo encalado. Y que si no me agarraba bien y me caía, rebotaría en el techo abovedado que tenía debajo y me rompería… bueno, muchos huesos. Y que cualquiera que se escondiera dentro tendría tiempo suficiente para advertir mi presencia y esperarme con un poco de plomo. Una bala o una tubería, o algo fundido en un caldero, como hacían en la Edad Media. No paraba de sudar, y no sólo por el cansancio: para los detectives la imaginación no es precisamente un don.

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