Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– Alguien estuvo en el apartamento de Taverner la noche en que murió. Esa persona, él o quizá ella, se tomó el trabajo de encubrir su presencia, aunque dejó huellas reveladoras. Sé de primera mano que ayer entró alguien por la fuerza en el lugar; yo lo interrumpí. Por desgracia, me derribó y escapó. Sé que Marcus Whitby visitó a Taverner el jueves pasado… ayer hizo una semana. Y sé que Taverner le dejó ver algunos documentos que guardaba bajo llave en un cajón. Esos documentos han sido robados del apartamento. Esperaba que usted supiera lo que contenían.

Arnoff movió despacio la cabeza a un lado y a otro.

– Nuestros clientes no siempre nos lo confían todo. Naturalmente, somos los albaceas de la propiedad de Taverner.

– ¿Quiénes son los herederos dado que no dejó familia? -pregunté.

– Diversas fundaciones cuyo trabajo él valoraba.

– ¿Incluyendo la Fundación Spadona? Me pregunto cómo se sentirá Renee Bayard al ver que su hijo utiliza dinero del viejo enemigo de su padre para establecer una política a la que tanto ella como Calvin se oponen.

Arnoff sonrió forzadamente.

– Si Calvin Bayard hubiera sido más cuidadoso con sus propios documentos, Edwards Bayard hoy no se opondría tanto a él.

– ¿Eso quiere decir…?

– Que todas estas grandes familias siempre tienen algo que no quieren que los demás sepan. Lamento no poder ayudarla con los papeles de Olin. Es más: creo que no los he visto nunca.

Le pregunté a Arnoff qué sabía sobre la relación entre Kylie Ballantine y Taverner.

Volvió a regalarme su fina y desdeñosa sonrisa.

– ¿La bailarina africana? No creo que fuera Olin quien tuviera una relación con ella.

– Entonces, ¿con Calvin Bayard? -pregunté.

Calvin apoyaba a numerosos artistas. Supongo que Ballantine fue su protegida durante algún tiempo. Antes de casarse con Renee, desde luego.

La breve pausa que hizo después de pronunciar la palabra «protegida» me dio a entender que habían sido amantes. Todo en esta oficina -y en New Solway -se hacía mediante insinuaciones. Me preguntaba cuánto tiempo tardaría Yosano en adquirir el mismo hábito.

– Esta mañana Renee Bayard me decía que Taverner estaba obsesionado con el Comité para el Pensamiento y la Justicia Social. Se rumorea que Calvin Bayard les dio dinero. -Un rumor que yo misma había lanzado, pero él bien podía haber sido el mecenas mencionado en el archivo Ballantine.

– Oh, Calvin fue generoso con muchos grupos de izquierda en los años treinta y cuarenta. Nunca hubo dudas acerca de su postura política. Pero sólo porque publicara a conocidos comunistas como Armand Pelletier, no creo que nadie haya pensado seriamente que Calvin era comunista. Ni siquiera Olin cuando lo persiguió en los cincuenta. Creo que ellos eran sencillamente dos hombres que no se caían bien. Calvin era el éxito exuberante, Olin tuvo que fraguarse el camino poco a poco. Y además Olin tuvo dificultades por su homosexualidad, que usted acaba de mencionar. Y ya que estamos, sé que Darraugh Graham la contrató para que descubriera qué era lo que veía su madre en el ático de Larchmont. ¿Averiguó de qué se trataba?

Sacudí lentamente la cabeza. En cierto modo, había olvidado la pesquisa inicial que me había llevado a New Solway.

– Catherine Bayard me dijo que era su abuelo, que él tenía una llave de la antigua casa de los Graham.

Arnoff emitió un sonido similar al de un coche arrancando en pleno invierno; tras un momento de perplejidad comprendí que se estaba riendo.

– De modo que la joven Catherine tiene la sangre de los Bayard. Uno nunca sabe cómo se comportará la próxima generación, con tanto dinero como tienen.

– Pero cuando le pregunté por el tema a Darraugh, él se enfureció.

– Me temo que no tengo la confianza de Graham, jovencita; él se llevó sus asuntos legales a otra parte -dijo Arnoff-. Estaba muy apegado a su padre, y la actitud de la señora Drummond cuando MacKenzie Graham murió hizo que Darraugh huyera aquel verano. Tendría catorce o quince años. Al final regresó a Exeter para completar su educación, pero no creo que haya vuelto a pisar Larchmont.

– ¿Hubo algo particularmente complicado en lo que respecta a la muerte de MacKenzie Graham? -pregunté.

– Todas las muertes son complicadas. Según tengo entendido, MacKenzie se ahorcó.

– Pero ¿por qué? -exclamó Larry Yosano delatando su sorpresa.

– Estaba en esa edad -dijo Arnoff-. Según mi experiencia, las almas atribuladas o bien han aprendido a vivir con sus problemas para cuando cumplen los cuarenta y cinco años, o bien piensan que ya no merece la pena el esfuerzo. Realmente fue una desgracia que Darraugh encontrara el cuerpo de su padre. Creo que éste no sabía que en Exeter habían enviado a su hijo de vuelta a casa. MacKenzie estaba muy unido a su hijo. Dudo mucho que se hubiese suicidado, al menos en ese momento, de saber que Darraugh estaba allí.

Intenté digerir semejante noticia.

– Pero según el relato de la señora Graham, era un hogar infeliz. En primer lugar, ¿por qué ella se casó con el señor Graham? ¿Y por qué nunca se mudaron a una casa propia?

– Si usted hubiera conocido a la señora de Matthew Drummond, sabría la respuesta a ambas preguntas. De jóvenes, tanto el señor como la señora de MacKenzie Graham causaron grandes disgustos a sus padres, como me explicó el señor Lebold. La señora Drummond y el señor Blair Graham, es decir, el padre del señor MacKenzie, pensaron que el matrimonio los asentaría un poco. Cuando yo entré en la firma, la señora Drummond tenía sesenta y cinco años, pero seguía siendo una mujer de armas tomar. De entrada, se negó a trabajar con… -El señor Arnoff se interrumpió.

– ¿No quería trabajar con un abogado judío? -sugerí.

– Ella tenía prejuicios anticuados -dijo sin más-. Cuando Theodore Lebold me ofreció ser su socio, algunos clientes cambiaron de abogado, tal como hicieron otros cuando trajimos a Yosano, pero casi todos en New Solway vieron entonces, como ven ahora, que Lebold & Arnoff tiene siempre muy presentes los intereses de sus clientes.

24

LA MUJER RANA

El crepúsculo suavizaba la superficie del estanque, nublando el intrincado nido de algas, de manera que sólo se veían los nenúfares. Hasta la carpa muerta parecía limitarse a flotar cerca de la superficie a la espera de que aterrizara una mosca.

Cuando salí de la oficina de Arnoff, pensé en regresar a Chicago y dejar lo del estanque para el día siguiente, pero eso habría significado otro paseo a los barrios residenciales del oeste. Después de todo, estaría igualmente oscuro allí abajo, con todas aquellas algas, tanto si iba a las seis de la mañana como si lo hacía a las seis de la tarde.

Todo lo que quedaba en mi escaso arsenal era el obstinado deseo de descubrir qué le había dicho Taverner a Marc Whitby. Arnoff soltó unas cuantas indirectas que yo tendría que ser capaz de descifrar. Se sentía visiblemente orgulloso de conocer los secretos de New Solway. Como, por ejemplo, las indiscreciones que Calvin Bayard nunca debería haber puesto por escrito. O al menos debería haberse asegurado de mantener los papeles lejos de los avispados ojos de su hijo.

Tomé la salida hacia la autopista de East-West y me uní a la cola de kilómetro y medio que esperaba en el peaje. Arnoff dijo que nadie, ni siquiera Taverner, creía seriamente que Calvin Bayard fuese comunista. Entonces, ¿qué hizo para que su hijo acabara convirtiéndose en un ultraconservador? ¿Y qué era lo que dejó por escrito?

Avanzaba muy despacio en la investigación. Eso era lo que resultaba más frustrante de aquel desfile de prima donnas. Que todas sus vidas se encontraban entrelazadas por la historia, los matrimonios, las mentiras compartidas. Eran como un grupo de gente haciendo de trileros, que se reía mientras yo trataba de averiguar dónde estaba la pieza manipulada. Empezaba a dudar de que un matón del South Side pudiera estar a la altura de semejante pandilla de elegantes estafadores.

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