Entre mis sombríos pensamientos, veía a mi madre en la mesa de la cocina, zurciendo calcetines. Eran las tres de la mañana; mi padre no había regresado de trabajar y el West Side era un infierno de pandillas y saqueos. Yo la había oído, o presentido su ansiedad, no sé cuál de las dos cosas, y me levanté de la cama. Ella me abrazó con fuerza durante unos instantes, luego me preparó una taza de té y me enseñó a remendar un talón.
– Nosotros no nos rendimos ante las preocupaciones, cara -me dijo-. Eso es para las grandes señoras, que pueden hacerse las enfermas cuando no les escribe su amante o porque su vestido nuevo es vulgar. Nosotros no somos así, no somos indulgentes con nosotros mismos. Si hay que hacer un trabajo, como éste, por ejemplo, lo hacemos bien, y mandamos las preocupaciones a paseo.
Mi padre apareció a eso de las cinco y nos encontró dormidas en la mesa de la cocina, encima de los calcetines. Cuando se es la hija de un policía o la amante de un periodista resulta difícil ser una señora o indulgente con una misma. No remiendo un calcetín desde los quince años, pero tenía mucho que hacer.
Empecé con una llamada a Luke Edwards, el lúgubre mecánico que se ocupaba de mi coche desde hacía años. Las cerraduras de los automóviles son complicadas; no quería enfrentarme a la del coche de Whitby con mis ganzúas, con las que no sólo estropearía la cerradura sino que además conseguiría que me arrestara cualquier policía que me viera utilizando una herramienta de dudosa legalidad.
Cada vez que hablo con Luke tengo que aguantar una reprimenda sobre todo lo que he hecho mal con el coche antes de llevárselo a él, pero es de esa clase de personas que puede pasarse horas hablando de motores, y los conoce bien. Cuando supo que lo que quería era abrir un Saturn, me soltó una conferencia de cinco minutos sobre los inadecuados mecanismos de seguridad de los coches americanos modernos, pero al final accedió a enviar a su propio cerrajero, con el que me encontraría en la calle Giles.
Lo siguiente en mi lista era Renee Bayard. Por supuesto, sólo conseguí hablar con su secretaria; por supuesto, la señora Bayard estaba en una importante reunión, pero le dejé un mensaje cuidadosamente ensayado: era la detective que la señora Bayard había conocido el miércoles por la noche, la que descubrió el cadáver de Marcus Whitby. Estaba claro que Whitby se había reunido con Olin Taverner poco antes de que el propio Taverner muriera, y yo suponía que habían hablado sobre Kylie Ballantine. La secretaria releyó el mensaje con voz indecisa, pero dijo que se lo pasaría.
Tras unos instantes de vacilación, llamé también a la oficina de Augustus Llewellyn. Una vez más sólo me pusieron con su secretaria, una refinada mujer con modales de ejecutivo, no con la brusca hostilidad de la recepcionista. Una vez más expliqué en qué consistía el trabajo que estaba realizando para la familia Whitby.
– El señor Marc Whitby intentó ver al señor Llewellyn la semana pasada. ¿Mencionó cuál era el motivo de la cita?
– Existe un procedimiento para todos los escritores empleados, para todos los empleados de hecho, que desean ver al señor Llewellyn. Le dije a Marc cuando vino a la octava planta que tenía que enviarme una carta en la que expusiera el motivo por el que quería reunirse con él. -La mujer me dejó a la espera mientras respondía a otra llamada.
– ¿Envió Marc esa carta? -pregunté cuando volvió.
– No quería hacerlo. -Su tono se volvió más duro-. Dijo que era un asunto delicado que no quería poner por escrito. Tampoco quería discutirlo con su editor. Le dije que no dependía sólo de él decidir si el asunto era tan importante como para molestar al señor Llewellyn. Era uno de nuestros mejores escritores, pero el hecho es que yo no puedo romper las reglas por una persona, sólo porque sea una estrella.
– Comprendo -dije enseguida-, a mí también me sorprende. No parece que fuera propio de Marc intentar oponerse a la política de la empresa. Creo que estaba preocupado por algo que le dijo Olin Taverner, y que habría querido consultar con el señor Llewellyn.
– ¿Y qué era?
– No lo sé -admití-. Si pudiera averiguarlo, tal vez eso explicaría quién lo mató. El señor Whitby se enteró de algo extraordinario la semana pasada, algo relacionado con las investigaciones del Comité de Actividades Antiamericanas. No logro dar con nadie con quien Whitby hablara de ello, de modo que, si fue por eso por lo que quiso ver al señor Llewellyn, me encantaría saberlo. ¿Podría confirmar con el señor Llewellyn que realmente Marc no logró hablar con él? Pudo haber esperado a que usted se fuera a almorzar, o tal vez llamó al señor Llewellyn a su casa.
Respondió fríamente que cuando ella se ausentaba de su mesa su asistente ocupaba su lugar y respondía a cualquier llamada. Aun así, tomó mis datos antes de colgar para contestar otra llamada.
Miré fijamente la fotografía que tenía en mi escritorio, como si pudiera ver a Marc Whitby realmente. ¿Qué había sucedido que le hizo arriesgar su trabajo en T-Square por empeñarse en ver personalmente al dueño de la revista? Desde luego, pudo haber sido cualquier cosa; pero no había notas ni papeles ni en su mesa ni en su casa. De modo que todo me hacía pensar que se relacionaba con la misma historia que le llevó a ver a Olin Taverner la semana anterior. Si no encontraba ningún papel en su coche, entonces sólo me quedaba un último recurso, y era comprobar si se le había caído algo en el estanque donde se había ahogado. Llamé a algunos establecimientos en donde se alquilaban equipos de buceo por si al final tenía que meterme en el agua.
Encontré una tienda en Diversey en donde podrían ayudarme. Me detuve allí de camino al South Side. Alquilé un traje de neopreno. Compré una linterna de las que se ponen en la cabeza, unas gafas y un cuchillo de submarinismo. En una ferretería cerca de la casa de Marc compré un rollo de hilo de bramante. Me zambulliría en el estanque con todo aquello si no quedaba otro remedio.
Llegué a casa de Marc después de que la hora punta de entrada a los trabajos y a los colegios hubiera pasado. Una madre que paseaba con su bebé de ojitos saltones me miró con curiosidad, pero no había nadie más en la calle. Cuando llegó Amy, empezamos con una búsqueda más exhaustiva que la anterior, registrando el sótano, mirando debajo de las alfombras y golpeando las paredes de las habitaciones que estaban sin terminar; en suma, un registro en toda regla.
Cerca del mediodía llegó el cerrajero de Luke. Traía una caja de llaves y códigos de alarma. Una vez que abrió el Saturn, me dejó la llave codificada que ponía en funcionamiento la alarma y el motor… por cien dólares.
Mientras Amy continuaba registrando la casa palmo a palmo, yo hacía una búsqueda igual de exhaustiva e inútil en el interior del coche. Estaba tumbada bajo el chasis con una linterna, mientras dos borrachos del barrio me daban útiles consejos, cuando Renee Bayard me devolvió la llamada.
Salí deslizándome de debajo del coche y me senté en el asiento del conductor para poder hablar en privado con ella. El obús atravesó el cielo a toda velocidad.
– Señorita Warshawski, usted habló con mi nieta el miércoles sin mi permiso. Estuvo ayer en New Solway interrogando a mi servicio sin hablar conmigo primero. Y ahora, por fin, se le ocurre dirigirse a mí directamente. Debería haber empezado por ahí.
Se me humedeció la mano con la que sostenía el teléfono.
– Creí que Catherine le había contado la razón de que estuviésemos hablando.
– No me tome por idiota, señorita Warshawski, que hace ya mucho tiempo que caminamos erguidos. He hablado con Darraugh Graham. Además de asegurarme de que Catherine no le ha pedido el nombre de ningún detective, dice que le ha ordenado a usted que deje la investigación que la llevó a New Solway.
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