Rivas me alcanzó en la salida.
– Creo que alguien visitó al señor Taverner el lunes por la noche. No el domingo, cuando murió ese hombre negro, sino la noche siguiente. El lunes dejé al señor Taverner como siempre a las nueve y media, listo para ir a la cama, pero no en la cama, él tenía esa costumbre. Se sentaba en su sillón con un whisky, a leer o a veces a escribir, y luego se iba a la cama. Para hacer sus necesidades durante la noche tenía un recipiente junto al sillón y otro junto a la cama. Pero el martes por la mañana, cuando lo encontré, inmóvil en el sillón, supe que no había llegado a irse a la cama, y además tenía el vaso limpio. No lavó un vaso en toda su vida, creo, y no iba a empezar a hacerlo cuando estaba tan mayor y apenas podía caminar. Como todo lo que ocurrió después fue tan dramático, no volví a pensar en el vaso, hasta esta noche, hasta que usted me ha preguntado si ese hombre negro estuvo allí el domingo. Sin duda alguien visitó al señor Taverner el lunes.
Se me aceleró el corazón.
– ¿Qué hizo con el vaso?
– Lo puse en la alacena, con los demás. Cuando alguien vaya a por sus cosas encontrarán todos los vasos en su sitio.
– ¿Todavía tiene la llave del apartamento del señor Taverner? Sé que tiene una cita con unas personas, pero ¿podría tomarse cinco minutos y mostrarme el vaso? Es posible que todavía podamos encontrar algo en él, una huella o algo parecido.
Y luego yo podría quedarme y lanzarme al cajón donde Taverner había guardado los documentos que le había enseñado a Marc Whitby. El cansancio que me envolvía una hora antes se había disipado. Sentía un hormigueo de excitación en los dedos.
Rivas me guió con gesto adusto desde las instalaciones de la clínica hasta un edificio de apartamentos cercano. Habló sólo para decir que iba a conocer a la familia del «nuevo caballero» en ese mismo edificio, de modo que teníamos tiempo suficiente.
Desde fuera, el edificio parecía como el de Geraldine Graham, pero por dentro había sido diseñado para gente con silla de ruedas y andadores, con barandillas a lo largo de anchos pasillos. Taverner vivía en la planta baja. Rivas sacó un llavero de su bolsillo y abrió la puerta.
Cuando encendimos las luces, vi que nos encontrábamos en un apartamento similar al de Geraldine, pero nuevamente con puertas y pasillos más amplios para las sillas de ruedas. Como consecuencia, los dormitorios eran más pequeños. Rivas me condujo por un salón hacia la cocina, que estaba, tal y como había dicho, impecable, y abrió una alacena donde se alineaba una fila de vasos. Fue sólo cuando señaló el vaso en cuestión cuando habló.
– ¿Cree que hay algún problema con el señor Taverner? ¿Que hay alguna relación entre su muerte y este vaso?
– Creo, como usted, que el vaso lavado es sospechoso. ¿Puede mostrarme dónde encontró al señor Taverner?
Rivas me condujo al dormitorio, una habitación amplia con pesadas cortinas que cubrían unas puertas correderas. La cama seguía igual que como la había dejado el lunes por la noche, con las sábanas ya desplegadas para que el anciano pudiera acostarse con facilidad. Una banqueta de cuero descansaba a cinco pasos de la cama. Cerca de ella había una mesa con dos bastones; sobre su pulida superficie se encontraba el teléfono, los periódicos del lunes y una botella de bourbon Berghoff de catorce años.
– Ha visto morir a mucha gente, ¿verdad? -pregunté-. ¿No encontró nada fuera de lo común en el cuerpo del señor Taverner?
Negó con la cabeza.
– Se fue mientras dormía, creo, como nos gustaría a todos, sin hospitales, ni equipos médicos, ni ninguna de esas cosas.
– Pero había algo que no era normal… -sugerí al verle la cara de preocupación.
Miró alrededor del cuarto, volviendo a sacudir la cabeza.
– Tiene razón. Había algo más… no era sólo el vaso. ¿Quizá la almohada? Creo que sí, tiene el… -No encontraba la palabra, y mostró con el puño la forma en que la cabeza hunde una almohada tras el sueño-. Sí, el hueco; la almohada estaba como si él hubiera dormido en la cama, pero él estaba en el sillón. Ahora -se acercó a la cama-, ahora está normal, pero no exactamente en el sitio en que yo la dejé. Y también creo que alguien movió esta silla.
Señaló una silla de mimbre alejada de la cama y próxima a las cortinas que cubrían las puertas correderas. Sobre la alfombra podían verse las cuatro marcas de las patas; quien hubiera cambiado la silla no la había colocado en su sitio.
Quería inspeccionar el resto del apartamento, pero Rivas estaba ansioso por llegar puntual a su cita. Intenté que me dejara su llave, diciéndole que la policía querría enviar a un equipo forense, pero Rivas no quería tener nada que ver con una investigación policial. Si alguien había estado allí con el señor Taverner la noche que murió y había corrido muebles y movido almohadas, parecería que Rivas no había cuidado lo suficiente a ese caballero, a pesar de que el señor Taverner siempre quería que lo dejaran solo. Además, la nueva familia podría tomarse mal el que Rivas estuviera involucrado en una investigación. En administración me prestarían unas llaves para entrar en la casa, dijo, en caso de que la policía tuviera que examinarla con mayor detalle.
Asentí. Lo seguí por el pasillo hasta la puerta y aproveché su ansiedad en el momento de cerrar para presionar el pestillo de la cerradura de modo que la puerta no se cerrara del todo al salir nosotros. Rivas se dirigió al ascensor y yo me lancé por el pasillo, empujé la puerta de Taverner y volví a encender las luces.
Había un hermoso escritorio con la parte superior de cuero en el otro extremo de la sala de estar. Más cerca de donde yo estaba, observé los sillones donde se supone que Taverner y Whitby mantuvieron su conversación. Me acerqué al escritorio, y luego me dije que la prudencia era la parte más importante del valor. Regresé a la cocina, busqué unos guantes de látex bajo el fregadero y me los puse.
Cuando volví a la sala de estar, advertí que hacía considerablemente más frío que en la cocina y en el dormitorio. Me detuve a mitad de camino del escritorio: por debajo de las cortinas entraba una corriente de aire que las movía ligeramente.
Crucé la habitación a toda prisa y descorrí las cortinas. Alguien había roto un cristal de la puerta que daba al patio y forzado la cerradura desde dentro. Retiré la pesada tela. En el rincón había un hombre pegado a la pared. Soltó una maldición y me embistió como un toro, con la cabeza agachada. No solté las cortinas con la suficiente rapidez. El hombre me golpeó en el estómago, saltó hacia la puerta del patio y desapareció.
Me doblé por la mitad jadeando y boqueando, y me tropecé con las cortinas. Me liberé de la pesada tela y tambaleándome fui tras el intruso hasta el patio, a través de un pequeño jardín. Oía cómo se alejaban sus pasos, pero yo me había quedado sin aliento. Se escapó por los zigzagueantes caminos.
Maldición, y otra vez maldición. No llegué a verlo con claridad, sólo me quedé con la confusa impresión de que era un joven blanco de pelo oscuro, en vaqueros y zapatillas. ¿Un ladrón que sabía que el lugar estaba vacío o alguien que buscaba los papeles secretos de Taverner?
Hallé el camino de vuelta hasta la clínica y regresé al apartamento de Taverner. No fue muy difícil encontrar el cajón con llave. Salvo que la cerradura estaba rota y el cajón vacío.
Al igual que Domingo Rivas, no quería pasar demasiado tiempo con la policía, y menos con los agentes de las zonas residenciales. Pensé en volver a Chicago y dejar que todo aquel lío lo solucionara la administración de Anodyne Park cuando fueran a preparar el apartamento para su venta. Pensé en el hueco de la almohada, en el vaso limpio. ¿Y si el visitante de Taverner le había puesto algo en el whisky para adormilarlo y luego había cogido la almohada de la cama para ponérsela en la cara y…?
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