Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– Éste es el hombre que se ahogó en nuestro estanque, Lisa. -Le tendió la foto a la mujer-. La detective me pregunta si le vimos por aquí el domingo.

Lisa se llevó la foto a la ventana y la miró con atención.

– No, el domingo no, señora. Pero sí hace una semana, quizá. No estoy segura, se ven pocos hombres de color por aquí, pero se parece al que vi cuando la dejé a usted después del almuerzo.

– ¿Cuándo fue eso? -pregunté.

Apretó los labios, intentando recordar.

– Tiene que haber sido el día que le lavé el pelo a la señora, porque me di cuenta de que me llevaba el champú. Estaba parada junto a mi coche, preguntándome si debía volver o si lo dejaba para el día siguiente, cuando se detuvo al otro lado de donde yo me encontraba. Me sentía como una tonta, allí, mirando el champú, así que me metí en el coche.

– ¿Que día era, entonces?

– Siempre le lavo el pelo a la señora los lunes, jueves y sábados. -Parecía sorprendida de que yo no lo supiera.

– ¿Y qué día de ésos fue? -pregunté.

Volvió a hacer una pausa.

– Tuvo que haber sido el jueves.

– ¡Hace una semana! Pero ¿para qué iba a venir hasta aquí si no era para verla a usted, señora Graham?

Geraldine Graham volvió a sorprenderme.

– Si estaba tan interesado en esa bailarina, y si ella estuvo en la lista negra, quizá iba a ver a Olin. A Olin Taverner, quiero decir. Después de todo él vivía aquí.

Taverner, naturalmente. Después de todo, él había sido uno de los verdugos del Comité de Actividades Antiamericanas. Y resulta que también estaba muerto, así que no podía preguntarle nada sobre Marcus Whitby. Ni sobre Kylie Ballantine.

– ¿Conocía bien al señor Taverner? -pregunté.

– Bastante, sí. Crecimos juntos. Era primo mío.

Entonces recordé vagamente un periódico de 1903 que había leído: la madre de Geraldine se llamaba no sé qué Taverner antes de casarse con un Drummond.

– Entonces debe de haber sentido la muerte del señor Taverner. ¿Se veían a menudo?

– Muy poco. -Su voz volvió a enfriarse-. La consanguinidad no significa intimidad, necesariamente. Me entristeció enterarme de su muerte sólo porque con ella termina un capítulo de mi vida.

Traté de ordenar mis ideas. Si Whitby había venido hasta aquí para ver a Taverner, en lugar de a Calvin Bayard, eso lo dejaba más cerca de Larchmont Hall. Pero no entendía por qué Taverner se habría citado con él aquí. Le pregunté a la señora Graham si Taverner vivía solo.

– No estaba en contacto con él, pero supongo que alguien lo cuidaría. Lisa debe de saberlo.

Lisa, a la que llamó de nuevo, sabía el nombre de la persona que cuidaba de Taverner, cuántas horas trabajaba al día, e incluso lo que dijo e hizo cuando encontró el cadáver del viejo abogado.

– ¿El señor Taverner tenía familia? ¿Hijos, parientes?

Geraldine Graham lanzó otra mirada involuntaria por encima del hombro al retrato de su madre.

– No se casó. Sus… gustos… no iban dirigidos hacia las mujeres. Fue una de las cosas que más enfureció a Calvin en los años cincuenta, la hipocresía de Olin.

Hice un esfuerzo para encajar todo aquello en el asombroso torrente de información que estaba recibiendo. Taverner era gay, pero no declarado. Tal vez Whitby había descubierto el secreto de Taverner y… ¿y qué? ¿Temiendo que lo descubriera, Taverner asesinó a Whitby, luego lo tiró al estanque de Larchmont, después volvió y murió de un infarto provocado por el esfuerzo? La idea me hizo sonreír, lo cual llamó la aguda atención de Geraldine y quiso saber qué era lo que me «hacía tanta gracia».

– Lo siento, señora. No me reía de usted, sólo de una de mis ideas absurdas. Antes de venir aquí pasé por la residencia de los Bayard porque lo primero que se me ocurrió fue que Marc Whitby quería hablar con el señor Bayard. El servicio dice que allí no estuvo. ¿Debería creerles?

– Ruth Lantner -dijo Geraldine Graham -. En ella pensaba cuando dije que no quería a nadie organizándome las cosas. Su marido y ella se ocupan de la casa de Calvin y Renee Bayard; oh, y lo hacen muy bien, llevan con Calvin desde que nació el niño. Edwards. Uno de esos antiguos nombres de familia que a la gente le gusta poner a sus hijos. Igual de extraño, me atrevería a decir, que el nombre, MacKenzie, que Darraugh le puso a su propio hijo, aunque mi madre trató de hacerle cambiar de opinión en su momento. Recuerdo a la señora de Edwards Bayard; ella y mi madre tuvieron famosas peleas. A mi madre le parecía una hipócrita, con sus insólitos modales y costumbres; no permitía ni alcohol ni tabaco en su casa, aunque la conducta de su marido era un secreto a voces en nuestro ambiente. La señora de Edwards pensaba que mi madre era una odalisca. Aunque mi madre era algo bastante más peligroso.

Estuve tentada de continuar por ese rodeo histórico: ¿cuál había sido el comportamiento de la señora de Edwards Bayard? Aunque preferí ceñirme a la historia principal.

– ¿Es posible que Ruth Lantner mienta acerca de Whitby?

– Oh, no me pregunte por la personalidad de los sirvientes. No la conozco bien. Me atrevería a decir que podría mentir para proteger a Calvin, probablemente igual que Renee.

Entonces ella esperaba que Lisa la protegiera. Lo que significaba que si Geraldine Graham ocultaba algo sobre Whitby, o sobre Bayard, Lisa refrendaría sus palabras. ¡Qué bonito y qué feudal!

– El otro día me topé con la nieta de los Bayard -dije.

– ¿Catherine? Es una triste historia, la madre murió cuando ella no tenía ni un año. El chico, Edwards, durante un tiempo estuvo muy afectado. Puedo decir en favor de Renee que asumió la crianza de su nieta sin rechistar. ¿Qué tal lo ha hecho?

Sonreí.

– Catherine es una joven alegre y apasionada, que hasta ahora no ha hecho más que engañarme. Y está muy unida su abuela. Catherine dice que Calvin sale de noche a pasear por Larchmont.

– ¿De veras? Qué sorprendente. -Lanzó una carcajada seca-. Tal vez en lo más recóndito de su mente intenta escapar de Renee.

– Catherine asegura que su abuelo tiene una llave de Larchmont Hall, que la usa para entrar allí por la noche. ¿Es posible? Cuando se lo pregunté a Darraugh, se enfadó y me colgó. ¿Por qué?

La señora Graham dejó la taza en la mesa y alzó la mandíbula.

– ¿Usted tiene hijos, jovencita? ¿No? Pues son un misterio. Una los lleva en el cuerpo, los cuida, pero crecen y se vuelven unos extraños. La ira de Darraugh es para mí uno de esos misterios.

Una vez más evitaba hablar de Darraugh y Larchmont. Volví al tema de la llave. ¿Era posible que Calvin Bayard tuviera una copia?

– Me sorprendería mucho. Pero vivimos en un mundo muy extraño. ¿Están cuidando bien de él? ¿Qué aspecto tiene?

– La enfermera parece competente. A él se le ve físicamente en forma. Pensó que yo era su mujer. Me rodeó con los brazos, llamándome «Deenie». Siempre lo he admirado, y fue duro verlo en esas circunstancias.

A la señora Graham le temblaban las manos cuando cogió la taza. Se le derramó el café en su falda de seda clara.

– Qué torpe -murmuró-. La idea de que Calvin haya perdido la cordura es realmente inquietante. Cuando salga, dígale a Lisa que venga, jovencita.

La señal para que me fuera. No hacía falta que llamara a Lisa: ella estaba pendiente de Geraldine Graham, como una madre con su hijo. El olor de la ropa del señor Bayard, a talco y a orina, volvió a mí en una estremecedora oleada. Todos terminamos así, no importa a qué velocidad vayamos… ni lo lejos que vayamos, todos terminamos así, no hay escapatoria posible.

20

LA GUARIDA DE UN DIPUTADO ESTRELLA

Las emociones de esa tarde me dejaron atontada. No fui al coche, sino que eché a andar sin rumbo fijo por los senderos que atravesaban Anodyne Park. Había anochecido mientras estaba en casa de Geraldine, pero con los caminos bien iluminados con falsas lámparas de gas conseguí orientarme con facilidad. No es que supiera adónde me dirigía exactamente.

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