Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Era esa hora de la tarde en la que la gente sale con sus perros, o va a tomar algo a la zona comercial. Pensé en seguir a una arisca pareja hasta el bar, pero había tenido suficiente compañía en las últimas horas, así que seguí caminando.

Estaba demasiado cansada para entender todo lo que había oído aquella tarde, pero la imagen de Geraldine y su madre seguía rondándome en la mente, las tentativas de rebelión de Geraldine que culminaron en un matrimonio infeliz. Que culminaron, en realidad, en la fría personalidad de Darraugh. Imaginé escenas a la hora del desayuno: Laura Drummond sirviendo a su yerno el café con algún incisivo comentario sobre su carácter; Geraldine saliendo de la casa dando un portazo para hacer… ¿qué? No podía imaginarla perdiendo el tiempo jugando al bridge o yendo de compras. Ignoraba a qué se había dedicado desde 1937 hasta la muerte de su madre.

Más allá del bar, el sendero entraba en una suave pendiente. Al poco rato me encontré bajando por Powell Road y subiendo de nuevo hasta el campo de golf de Anodyne Park. El recinto estaba a oscuras, pero los esporádicos postes de luz me permitían ver el sendero. Un rezagado grupo de cuatro pasó en dirección contraria, montados en un cochecito. Tras la cima de un montículo me encontré con la sede del club, un edificio bien iluminado, con una zona para los cochecitos de los golfistas en un extremo y un servicio de aparcamiento en el otro. Me entraron ganas de echarme a reír, pero logré contenerlas.

Subí hasta la cima de una pequeña colina y me tumbé en el suelo a mirar las estrellas. El césped era un suave terciopelo, aunque frío; al poco, empecé a temblar y a estornudar. Me senté y saqué el móvil. A lo mejor conseguía localizar a Domingo Rivas, el hombre que se ocupaba de Olin Taverner. No figuraba en la guía telefónica, pero cuando llamé a la oficina administrativa de Anodyne Park y les dije que era detective me dieron el número tranquilamente: vivía con una hija casada en las cercanías de Lyle.

– Espero que no haya ningún problema, detective. Domingo cuidó al señor Taverner como a un padre, y lo hemos recomendado para que cuide a otro anciano de la urbanización.

Tranquilicé a mi interlocutora diciéndole que sólo quería hablar con el señor Rivas sobre la visita de Marc Whitby a Olin Taverner. Me pidió que esperase un momento, y luego me dijo que Rivas llegaría en una hora para conocer a la familia del «caballero» que a lo mejor lo contrataba.

– Podemos preguntarle si puede pasarse un rato antes por la oficina para hablar con usted.

Me dio la dirección de la oficina. Encontré el camino del campo de golf para regresar a Anodyne Park, pero una vez dentro del complejo, la oscuridad y los sinuosos senderos confundieron mi sentido de la orientación. Saqué una linternita de la cartera, pero no pude encontrar ningún edificio reconocible. Supuse que todos los senderos terminarían o bien en la salida o bien en el bar, y seguí andando. Estaba equivocada; ese sendero en particular terminaba repentinamente en un enorme seto en el que me enganché los pantalones.

Al agacharme para soltarme se me cayó la linterna. El haz de luz iluminó unas marcas de ruedas que rodeaban el arbusto. Las seguí con curiosidad y me encontré en la amplia entrada de un desagüe. El suelo estaba húmedo; podía ver las huellas sin dificultad. Parecía como si alguien hubiera conducido un cochecito de golf por ese lugar.

Estuve tentada de seguir la huella para ver si el desagüe terminaba en el extremo más alejado de New Solway, pero no quería ensuciarme los zapatos buenos en la tierra empapada. Y no quería que se me escapara Domingo Rivas.

Di la vuelta. Por suerte, más que por destreza, encontré el camino que llevaba a la zona principal del complejo. Una mujer que paseaba a un caniche enano me indicó cómo llegar al edificio de administración.

La oficina ocupaba un ala de las instalaciones de la clínica, una construcción bien alejada de las zonas más alegres de Anodyne Park, para que a nadie se le ocurriera pensar en cosas tan desagradables como la demencia o la muerte. La encargada del turno de noche dijo: «Ah, sí, la estábamos esperando». Domingo Rivas llegó poco después que yo, antes de que a la mujer se le ocurriera pedirme una identificación.

Rivas era un hombre menudo, tal vez de mi edad, vestido como un camarero, con pantalones negros y camisa blanca. Me miraba con prevención mientras la administradora le explicaba que yo era detective y que quería hacerle algunas preguntas acerca del «hombre negro» que había muerto el fin de semana anterior allí cerca.

Después de insistir, logré que nos llevaran a una sala de reuniones donde poder hablar en privado; sin lugar a dudas, ella quería formar parte de la conversación. Con un poco de paciencia, convencí a Rivas de que se sentara, y me confesó que su mayor preocupación era que alguien se quejara de que no había cuidado bien a Olin Taverner.

– Él es… era muy exigente, pero también yo. Cuando me iba, dejaba la casa impecable, igual que su ropa. Yo mismo le preparaba las comidas, se me da bien cocinar para la gente mayor que no puede tomar comidas fuertes.

– Nadie se ha quejado de sus cuidados -le aseguré a Rivas-. Yo quería hablarle de otra cosa.

Saqué la fotografía de Marc con Harriet Whitby.

– Este hombre vino a ver al señor Taverner la semana pasada, ¿verdad?

Una vez que asintió y aclaró que el hombre había estado allí el jueves, continué.

– Sabrá que lo asesinaron el domingo. Me preguntaba si volvió a ver al señor Taverner el domingo por la noche.

Rivas movió la cabeza de lado a lado lentamente .

– Yo no trabajo los domingos, los paso con mi familia. Puede que ese hombre volviera cuando yo no estaba, pero el señor Taverner no dijo nada el lunes. No mencionó ninguna visita.

Eso me desalentó.

– ¿Sabe de qué hablaron ese jueves, cuando el señor Whitby vio al señor Taverner?

– De documentos. Viejos papeles que el señor Taverner quería mostrarle a ese hombre. Los guardaba bajo llave en un cajón de su escritorio. Yo no los he visto nunca. Sólo ayudaba al señor Taverner a caminar hasta el escritorio; cuando había visitas prefería moverse en silla de ruedas porque no le gustaba que lo vieran indefenso. Muchos de los ancianos que cuido son así de orgullosos. Y el señor Taverner era el más orgulloso de todos. Lo ayudé a caminar hasta su escritorio, a abrir el cajón con llave, a volver con el hombre y esperé en la cocina mientras hablaban, por si le apetecía un té, o agua, o whisky, o por si de repente requería de mi ayuda, ya me entiende, para hacer sus necesidades, que a veces le venían… de golpe.

La delicadeza de Rivas debía de ser un alivio para aquellos que iban perdiendo fuerzas pero que tenían su dignidad en alta estima.

– ¿Los papeles estaban escritos a mano o a máquina?

– Estaban escritos a mano. Eso es todo lo que sé. Qué se decía en ellos, no tengo ni idea.

– ¿Y se los dio a Marc Whitby?

– No, el señor Taverner sólo se los mostró. El otro hombre escribía cosas en una libretita que llevaba en el bolsillo, pero cuando se fue, el señor Taverner volvió a guardar los documentos en el escritorio.

– ¿Y el señor Taverner le dijo a usted algo sobre los papeles?

– Dijo lo que dicen a menudo los ancianos: «Voy a morir pronto, ya no tengo por qué guardar secretos».

Le di las gracias, pero, cuando me ofrecí a pagarle por el tiempo que había perdido conmigo, se levantó muy digno y dijo con voz queda que él no aceptaba dinero por esa clase de cosas. Me sentí incómoda, como quien comete una falta de educación. Salí de la sala antes que él y me detuve en administración para pedir la dirección de Taverner.

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