Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– Eso es todo, Lisa. -La señora Graham despidió a la sirvienta y me miró por encima de la taza-. Bueno, jovencita, así que no viene cuando la llamo, pero usted se presenta sin avisar cuando le da la gana.

– Darraugh me ha pedido que deje la investigación sobre su antigua casa. ¿No lo sabía?

– Me telefoneó esta mañana para decírmelo. -Mordía las palabras.

– ¿No le dijo por qué? -Me acerqué al borde de la mesa y me serví una taza de la cafetera Crown Derby.

– Nunca le gustó Larchmont y nunca quiso invertir demasiada energía en su cuidado. Creo que piensa que inventé lo de las luces en el ático para obligarle a prestar atención al lugar. O quizá para obligarle a venir a verme.

La amargura de su voz aflautada me indujo a preguntarle:

– ¿Por qué Darraugh no quiso conservar la casa? ¿No tuvo una infancia feliz aquí?

Me lanzó lo que empezaba a parecerme su mirada Reina Victoria: los súbditos deben recordar que al monarca nunca se le hacen preguntas. Tras unos segundos, dijo fríamente:

– A Darraugh nunca le gustó la vida en el campo.

Enarqué las cejas.

– ¿Acaso pasó su juventud cuidando cerdos y por eso ahora no puede ver ni oler el campo?

– Es usted una impertinente, jovencita.

– Eso me han dicho. -Acerqué un sillón y me senté a la mesa enfrente de ella-. Siempre he pensado que como la gente que vive en la opulencia y con una buena posición consigue siempre lo que quiere, cuando lo quiere y como lo quiere, termina por creer que merece ese privilegio. Y me imagino que encima piensa que los demás estamos para complacerlos. Eso significa que pueden despertarnos en mitad de la noche, o mentirnos, o hacer cualquier otra cosa que les parezca divertida, ya que para ellos nuestra vida no tiene existencia real fuera de su órbita.

Oí un jadeo de fondo y supuse que la sirvienta estaba escuchando. La misma Geraldine Graham lanzó una mirada de las que echan chispas con sus nublados ojos.

– ¿De verdad cree, jovencita, que siempre tuve lo que quise, cuando y como lo quise? Si es así, entonces sorprendentemente entiende usted muy poco lo que es la vida familiar.

Me quedé perpleja: me había enzarzado en una discusión que iba a terminar con esta mujer prohibiendo a Darraugh que volviera a darme trabajo. Entonces me acordé de las caras largas que se veían en las fotos del periódico el día de su boda.

– Sus padres la obligaron a casarse con MacKenzie Graham -dije con calma-. Y usted no se sintió capaz de desobedecerlos.

Sus labios temblaban con algo más que la indecisión de la edad.

– Mi madre no era de esa clase de personas a las que uno puede enfrentarse fácilmente.

Miré los gélidos ojos azules del retrato que tenía a sus espaldas. Podrían haber marchitado los helechos del Amazonas.

– ¿Su marido y usted no quisieron empezar una nueva vida juntos, lejos de su madre? ¿Acaso Larchmont era tan importante para usted?

Geraldine Graham se quedó callada. Cuando volvió a hablar, lo hizo más para sí misma que para mí.

– Mi marido y yo teníamos tan poco en común que resultó más sencillo quedarnos con mi madre que intentar vivir solos en algún otro lugar.

– ¿Y tiene ahí su retrato para que le recuerde todos los días cómo la humilló? -pregunté.

– Es usted una insolente, jovencita -repitió la señora Graham, pero esta vez con un punto de sarcasmo en la voz-. Puede servirme más café antes de marcharse. Primero enjuague la taza con agua caliente -agregó cuando cogí la cafetera.

La miré de soslayo: lo que ella quería cuando ella quería. Antes de tentar a la suerte pronunciando en voz alta ese pensamiento, Lisa apareció en un rincón del cuarto y me quitó la taza de las manos. Sirvió agua caliente de una teterita, movió la taza y la vació en un bol antes de volver a llenarla.

Ignorando la orden implícita de que me retirase, me llené la taza yo también -sin pasar por la fase del agua caliente- y me incliné sobre la mesa.

– Sigo tratando de descubrir por qué vino Marcus Whitby a New Solway. Pensé que habría ido a ver a Calvin Bayard, porque no sabía lo enfermo que estaba el señor Bayard.

La mano que sostenía la taza se detuvo a medio camino de sus labios.

– ¿Está muy enfermo? Renee no permite visitas.

– Parece que tiene Alzheimer. Sabe quien es, pero no a quién le habla.

– Alzheimer… -repitió lentamente Geraldine-. Por una vez son ciertos los rumores que circulan por ahí.

– ¿Por qué es tan importante que se mantenga en secreto el estado del señor Bayard? -pregunté.

– Con Renee Bayard nunca se sabe por qué hace lo que hace, pero seguro que lo hace porque disfruta del poder que tiene sobre nuestras vidas; sobre la de Calvin, al mantenerlo encerrado; sobre sus amigos, impidiendo que lo visitemos, y probablemente sobre todos los empleados de la editorial. -Apretó los labios con rencor-. Calvin y yo éramos amigos de la infancia, pero ella ha conseguido mantenerme alejada de él durante todos estos años. Así que si su escritor negro esperaba ver a Calvin, Renee se aseguraría de que no fuera así. ¿Por qué cree que ese hombre quería hablar con Calvin?

Recité mi fragmento sobre el interés de Whitby por Kylie Ballantine y su contrato con Bayard. Para mi sorpresa, Geraldine conocía a Ballantine.

– Calvin estaba interesado en su obra. Cuando se entusiasmaba con algo quería que todos los demás compartieran sus gustos, así que fuimos a la ciudad a verla bailar. Le compró objetos de arte y nosotros tuvimos que hacer otro tanto y comprar una máscara africana. Cada vez que ella daba una función, íbamos todos a la ciudad a verla bailar. Creo que fue en 1957, o en el 58 quizá. Me acuerdo de que por aquellas fechas empezó a salir con Renee. Yo sentía lástima por ella, tal vez con cierta actitud paternalista: una novia de veinte años para un hombre tan dominante. ¡Qué equivocada estaba! -La expresión de su rostro era de amargura-. Ballantine tenía cincuenta años la noche que la vi, pero seguía moviéndose como una mujer joven. La danza no me interesaba demasiado. Era africana, y nunca me importó demasiado ni el arte ni la música de África; a mí todo me suena a tambores. Pero el cielo le concedió una gracia especial y eso era lo que yo admiraba en ella.

– Es una pena que el señor Whitby no haya tenido la oportunidad de hablar con usted. -Volví a mi asiento-. Sus recuerdos le hubieran resultado muy útiles. ¿Ballantine estuvo en la lista negra durante los interrogatorios de McCarthy? ¿Fue eso lo que atrajo la atención de Bayard?

Geraldine Graham movió lentamente la cabeza.

– No lo sé, jovencita. Fue por entonces cuando mi marido murió, Darraugh y mi madre estaban… Recuerdo la noche del ballet porque fue memorable, pero el resto de lo que sucedió aquel año no es más que una nebulosa.

Hubiera pagado por saber qué habían hecho exactamente Darraugh y «mi madre». Mi intuición era que estarían discutiendo de manera áspera y poco delicada sobre la muerte de MacKenzie Graham. Tras unos momentos de silencio para mostrar respeto por aquellos tristes recuerdos, saqué de mi cartera la foto de Whitby y de su hermana.

– Usted observa mucho lo que sucede a su alrededor. ¿Le vio el domingo?

Geraldine Graham cogió la fotografía y a continuación su lupa para examinarla. Tenía las manos deformadas por los años y la artritis, y le temblaban. Se colocó la fotografía en el regazo y sostuvo la lupa con ambas manos.

– No le he visto nunca, pero Lisa tal vez sí. Viene todas las tardes a ayudarme con la comida y con los preparativos para irme a la cama.

Cogió una campanilla de la mesa que tenía a un lado, pero Lisa se había quedado cerca y llegó antes de que Geraldine pudiera tocarla.

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