Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– Seguro que lo harás sin problemas; pero quizá puedas averiguar algo en Internet, en la Comisión del Mercado de Valores o» a través de Aretha Cummings: Calvin Bayard ayudó a Llewellyn en sus comienzos a obtener financiación. Algo pasó ahí, algo que hizo que Renee Bayard creyera que Llewellyn no respondería a una llamada suya. A lo mejor puedes averiguar algo al respecto. Si yo consigo ver a Calvin Bayard, también se lo preguntaré. Hablamos esta noche, ¿vale?

Mientras me terminaba el batido, llamé a Mary Louise. Tuvimos una breve charla sobre su nuevo trabajo, que, según me confesó, era más trabajo y menos diversión de lo que esperaba. Como había imaginado, sabía de una funeraria cuyo director, además de tener unos honorarios razonables, conocía bien los entresijos de las morgues del condado. Primero llamé a la oficial Protheroe, y le dije que estaban a punto de reclamarle la documentación del cadáver de Marc Whitby. Luego llamé al director de la funeraria de la que me había hablado Mary Louise, que organizó el traslado para el día siguiente por la mañana. Finalmente, dejé un mensaje en el contestador a Vishnikov para decirle que iba a llegarle el cuerpo de Marc Whitby. Acto seguido me incorporé al tráfico.

Con ambas manos al volante era el ejemplo del buen conductor, y me sentía superior a la gente que iba con libros abiertos sobre el volante, móviles al oído y hamburguesas en la boca. Como si se tratara de una recompensa, el trayecto desde Kedzie hasta la autopista no pudo ser más tranquilo, y llegué a la salida de la calle Warrenville antes del embotellamiento de la tarde.

Cuando llegué al desvío hacia Coverdale Lane, aparqué para mirar el mapa. Los bosques que había detrás de Larchmont Hall pertenecían a una suerte de zona común en medio de New Solway. Las propiedades de Bayard y Larchmont se encontraban a unos siete kilómetros de distancia si se seguía la carretera, pero sólo a un kilómetro y medio si se iba por el bosque. Supuse que lo que Catherine hizo la noche del domingo fue ir por la maleza. Aunque no me hubiera topado con Marc Whitby, probablemente no habría podido ir a su paso en la oscuridad de un bosque que ella conocía tan bien.

Durante todo el camino a New Solway traté de pensar en un argumento convincente que me facilitara la entrada en la casa de los Bayard. No se me ocurría nada. Tal vez fuera mejor aparcar en Larchmont y continuar a pie atajando por el bosque. Pero cuando encontré el 17 de Coverdale Lane, las puertas de la propiedad de los Bayard estaban abiertas. Doblé por los postes de piedra que sostenían el portón de entrada y avancé por la calzada. Tras un camino de casi un kilómetro que serpenteaba entre enormes árboles, llegué a una mansión de cuatro pisos, cuya fachada de piedra era de un color gris dorado. Como en Larchmont, la propiedad de los Bayard tenía una serie de edificios anejos: una cochera, un establo, varios invernaderos y un granero. Los jardines y el terreno circundante se perdían en el bosque.

Delante de la casa, el camino se dividía en tres: uno conducía a la cochera, otro a las demás dependencias externas, y el tercero a lo largo del lado izquierdo de la casa, donde un discreto cartel señalaba la entrada de servicio. El acceso principal, que fue donde me detuve, daba al sur; unos peldaños estrechos conducían a una puerta con pórtico.

Oía voces procedentes del lado norte de la mansión, de modo que bajé del Mustang y seguí la señal hacia la entrada de servicio. Una camioneta y una furgoneta pequeña estaban estacionadas allí. Tres hombres descargaban productos mientras una mujer con vaqueros, jersey negro de cuello alto y chaqueta los supervisaba.

A poca distancia alguien bajaba fardos de heno de una carreta. Qué bucólico. Casi justificaba que a esta parte se la llamara la «Illinois rural», como había dicho Calvin Bayard en el programa de la noche anterior. En el campo, vestidos de faena a las cuatro de la mañana como cualquier granjero de Illinois que tuviera un palacio de cuarenta habitaciones en el que protegerse de las comadrejas.

– Con esto tendrás suficiente para el fin de semana, Ruth. -Uno de los hombres se rió con ganas y le alargó un recibo.

La mujer de negro firmó, molesta por las confianzas que se tomaba el hombre, pero éste se echó a reír otra vez mientras le daba golpecitos en el hombro y le decía que volvería el lunes por la mañana. Cerró con energía las puertas traseras de la furgoneta y saltó al asiento del conductor, silbando Danny Boy con tono alegre y desafinado. En la parte de atrás del vehículo podía leerse: «Todo para el hogar», en letras verdes.

Los otros dos hombres descargaban verduras y otros alimentos. Ruth comprobaba los artículos antes de que los metieran en la casa.

– A la señorita Catherine no le gusta esta marca de yogur. ¿Por que no han traído el búlgaro? Y dijimos claramente que era tofu teriyaki; el hawaiano ni lo va a tocar. -Era la mujer que había respondido al teléfono cuando llamé haciéndome pasar por una antigua becaria de Calvin Bayard. Esperaba no estar tan afónica como el día anterior, para que no me reconociera la voz.

El hombre le dijo que el yogur búlgaro estaba caducado. Ruth le replicó ásperamente que ya podía traer unos cuantos cuando volviera el viernes, aunque tuviera que ir a Chicago a por ellos.

Si lo pensaba bien, debería haber adivinado que Catherine Bayard era vegetariana. Era rica, y podía darse el lujo de ser una vegetariana melindrosa.

Ruth me miró con el gesto torcido y dijo que me atendería en un minuto.

– ¿No será usted periodista, verdad? Si lo es, más vale que se vaya ahora mismo: no tenemos nada que decir.

Periodistas. La gente siempre lo pronuncia como si se tratara de alguna repugnante enfermedad: ¿no tendrá cólera, verdad? Y sin embargo rendimos culto a la televisión y creemos todo lo que oímos en ella. Sumisamente negué tener cualquier conexión con semejante inmundicia.

Ruth terminó su trabajo con los hombres, diciéndoles que podían servirse café en la cocina, antes de dirigirse a mí.

– ¿Sí?

Haciendo todo lo posible por aclararme la garganta y disimular el graznido de voz del día anterior, le dije que era detective y que investigaba la muerte de Marcus Whitby.

– Sabrá que el señor Whitby murió en el estanque de Larchmont el domingo por la noche.

– Sí, veo las noticias, y parece ser que el hombre vino hasta aquí para quitarse la vida, pero no entiendo qué tiene eso que ver con venir a molestarnos.

– Ah, ésa es una historia que se ha inventado el comisario Salvi para tranquilizar a la comunidad -dije con despreocupación-. Pero hay algo más. Puedo mostrarle la prueba de que el señor Whitby no fue hasta ese estanque por su cuenta, aunque es probable que le interese más saber qué relación tenía él con la familia Bayard. -Arrugó la frente aún más pero no dijo ni una palabra-. Sabemos que el señor Whitby vino aquí para ver al señor Bayard, porque…

– Eso es mentira. El señor Bayard no ha visto a nadie esta semana.

– … porque el señor Whitby estaba escribiendo sobre uno de los autores del señor Bayard -continué como si ella no hubiera dicho nada-. Kylie Ballantine, que pasó una época muy difícil durante los años cincuenta y sesenta. Quizá el señor Whitby no habló con el señor Bayard, pero sí vino hasta aquí, ¿verdad?

Ella se tomó su tiempo, como decidiendo qué podía revelar, y luego dijo:

– Ese hombre telefoneó, pero no permitimos que los periodistas hablen con el señor Bayard.

– Así que le dijeron que fuera a ver a Renee Bayard a Chicago, pero ella no le fue de gran ayuda y entonces vino aquí esperando tener más suerte. -Levanté la mano anticipándome a otra objeción-. Sabemos que Catherine estuvo en Larchmont tanto la noche del domingo como la del lunes. Me dijo que su abuelo…

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