Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Reed negó con la cabeza.

– La verdad es que no lo veía muy a menudo. Seguro que hizo otras investigaciones de las que yo no sabía nada; y además él trabajaba a jornada completa, pues tenía muchas otras historias que cubrir.

– He leído la entrevista a la señorita Ballantine del Defender. ¿Sabe qué le ocurrió en los años cincuenta? El periodista preguntaba si sentía rencor… ¿Fue porque la Universidad de Chicago la despidió?

El bibliotecario se volvió con actitud reflexiva hacia el artículo, pero sin mirarlo.

– El señor Whitby estaba intentando averiguar si la incluyeron en la lista negra, pero no creo que encontrara pruebas que lo confirmaran. Ella nunca fue llamada a declarar ante el Congreso, y, salvo en esa única carta, imagino que habrá visto la que ella escribió cuando estaba tan enfadada porque el Congreso había cancelado el Proyecto de Teatro Negro, ella nunca habló de comunismo.

– ¿Qué hay de algo llamado «el Comité»? ¿Sabe a qué me refiero? ¿Es posible que lo consideraran un grupo subversivo?

Reed echó un vistazo a las fundas de plástico hasta encontrar las referencias, pero no pudo aclararme nada sobre el asunto.

– Sé que el señor Whitby escribió para el expediente de ella bajo la Ley de Libertad de Información, pero ocurre como en tantas otras fichas: casi todo lo que quieres saber está tachado y no se puede leer. Desde el 11 de septiembre, resulta difícil conocer la información que archivan de los ciudadanos. Es frustrante saber que nuestro propio Gobierno nos espía, y que luego no nos dejen ver lo que dicen que hemos hecho.

Cuando pregunté si había más documentación sobre Ballantine en algún otro lugar -un diario, o registros financieros-, Reed volvió a mover la cabeza a un lado y a otro.

– Si la hay no está en ningún archivo público. Su patrimonio era escaso, y aunque era muy respetada en la comunidad negra, nadie disponía del dinero necesario para preservar y restaurar su casa, y tuvo que ser vendida para pagar sus deudas. Si existían otros documentos, seguro que fueron a parar a la basura del Comité de Defensa.

Reed hizo una pausa para responder a la pregunta de una mujer que esperaba desde hacía varios minutos, y luego siguió conmigo.

– El señor Whitby fue a la antigua casa de Ballantine. Cuando ella murió, el banco o quien fuera el que la compró la dividió en varios apartamentos, pero el señor Whitby confiaba en que hubieran dejado algo en el sótano o en el hueco de la escalera.

– ¿Y encontró algo?

Reed movió la cabeza lentamente.

– Debía de ser por eso por lo que me llamó hace una semana o diez días. Yo no estaba pero me dejó un mensaje. No pude localizarlo cuando le devolví la llamada, pero pudo muy bien haber sido por eso. Él sabía que a mí también me interesaba Kylie. Si hubiera encontrado algo, habría querido enseñármelo.

Otro lector intentó captar la atención del bibliotecario. Me despedí, frustrada por la poca información que había podido con seguir.

Mientras me alejaba de su escritorio, Reed me llamó.

– Hágame saber lo que averigüe sobre el señor Whitby. Si des cubre la verdad, puede que no salga en las noticias de la noche, ya sabe.

Un triste comentario. La vida de Kylie Ballantine debería haberse visto en un escenario, bajo los focos, pero murió entre bastidores, y ahora Gideon Reed temía que su solitario defensor se desvaneciera en las mismas sombras.

Imaginé las melodramáticas frases que yo podría pronunciar, representándome a mí misma como Annie Oakley galopando al rescate tanto de Ballantine como de Marcus Whitby. Tal vez no era más que la perra Lassie, ladrando frenéticamente aquí y allá pidiendo ayuda.

– Timmy está en el pozo -dije en voz alta acordándome de Los Simpsons mientras abría la puerta del coche. Una mujer con dos niños pequeños pasó justo en ese momento, pero apenas me dedicó una mirada: después de todo, la gente que habla sola y dice cosas extrañas es algo muy corriente en una biblioteca pública.

18

COCODRILOS EN EL FOSO

– Me voy a New Solway -dije a Amy Blount cuando la llamé al móvil-. No he encontrado nada definitivo entre los documentos de Ballantine, pero existe una posibilidad de que Marc haya intentado ver a Calvin Bayard, que le publicó uno de sus libros. Me gustaría hablar con el señor Bayard, si es que me dejan; su esposa ha llenado de cocodrilos el foso que lo rodea. ¿Tú has descubierto algo?

– Al igual que tú, nada definitivo. La mujer que vive al lado de la casa de Marc cree haber visto luces a las tres de la madrugada de ayer. Tiene un bebé recién nacido que la despertó a esa hora, y se puso a acunarlo junto a la ventana, pero no prestó demasiada atención. Tampoco estaba del todo segura de que fuera el domingo; se pasa casi todas las noches despierta y la pobre se cae de sueño. Y, de todos modos, no miró hacia la entrada, así que no pudo ver si era Marc o un intruso. El viejo de la calle de enfrente ha visto a Marc llegar con una mujer una o dos veces, pero nadie se ha quedado a pasar la noche desde hace varios meses, al menos eso era lo que se rumoreaba.

Me encontraba en la calle 95, iba hacia el oeste en dirección a la autopista de peaje, y conducía de la peor manera posible: sujetando el volante con las rodillas, el teléfono móvil en una mano y un batido de frambuesa que me había comprado para almorzar en la otra. No me quedó más remedio que soltar el batido cuando una camioneta que cambió repentinamente de carril me hizo frenar.

Lancé un exabrupto y me eché hacia la cuneta, donde traté de limpiarme el líquido rosado que embadurnaba mis pantalones a rayas verdes. Para cuando terminé con la ropa, ya había perdido la llamada. Cuando volví a marcar pregunté a Amy con cuántas personas tenía aún que hablar. Todavía le faltaba el vecino del lado norte y los niños, que no saldrían del colegio hasta dentro de una hora.

– Si tienes tiempo quédate allí hasta que consigas hablar con alguno de los niños. ¿Qué hay de la autopsia? ¿Los Whitby han tomado ya una decisión al respecto? ¿Sí? Entonces iré a una funeraria para que lleven el cuerpo de Marc a Bryant Vishnikov desde DuPage.

Ésas eran las cosas que Mary Louise Neely sabía de sus años de trabajo en la policía; le haría una llamada a su flamante oficina.

– Una última cosa -le dije a Amy-, ¿crees que Harriet aceptaría hacer una visita a T-Square? Me pregunto si Simón Hendricks, el editor de Marc, sabe más de lo que dice sobre el último proyecto de Marc. Tal vez sea más comunicativo contigo y con Harriet.

– ¿Y qué le digo? -preguntó Amy.

– La ayudante de Marc, Aretha Cummings, cree que Hendricks estaba celoso del talento de Marc. Empieza con Aretha, a ver si consigues algo que te ayude. Por lo general, son dos las emociones que hacen hablar a la gente: el rencor y la compasión. Así que trata de que Hendricks sienta lástima por Harriet y los Whitby. Háblale de cuánto necesitan terminar con este asunto. Pero si eso no funciona, puede que algo de lo que te diga Aretha te sirva para incitarle a hablar. Augustus Llewellyn es el dueño de T-Square y de todas esas otras revistas, y su política es que nadie hable con Bayard. Quiero saber si ésa es realmente la política que siguen con todas las editoriales de la competencia o si hay algún asunto específico entre la empresa de Llewellyn y la de Bayard. El tipo que se sienta en el cubículo que está al lado del de Marc, Jason Tompkin, parece dispuesto a hablar.

– Lo intentaré -dijo, con tono dubitativo-, pero los politiqueos de oficina no se me dan muy bien.

Iba a darle ánimos, pero sus palabras me trajeron a la memoria el encuentro con Renee Bayard.

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