– Ella me buscó. ¡Me estaba persiguiendo! -exclamó Catherine.
Renee guardó silencio el tiempo que le llevó poner sus ideas en orden. Cuando habló de nuevo, se le notaba cansancio en la voz.
– Querida, si era ella la que te buscaba, ¿por qué le seguiste la corriente ayer por la tarde? Si te está extorsionando, debes decírmelo. Si pensaras que necesitas un detective por cualquier motivo, supongo que me lo dirías.
– No puedo. Si pudiera, lo haría, pero no puedo. No me hagas hablar más porque sólo serán mentiras y tú te pondrás aún más furiosa.
– ¿Estuviste aquí el domingo por la noche? -preguntó Renee-. ¿Sucedió algo que te asustara?
– ¿Quieres decir que si estaba aquí cuando mataron al periodista? No, abuela, ni estuve aquí, ni sabía que un asesino estuviera rondando.
Renee tomó aire, como si estuviera a punto de discutir a Catherine su insistente afirmación de que no había estado allí; luego hizo una pausa, como dándose cuenta de que su intento sería inútil. Apreté las mandíbulas para evitar que me castañetearan los dientes.
– Pero ahora ya sabes, Trina, que no debes volver aquí. No sabemos quién mató al periodista. Alguien se está aprovechando de que Larchmont se encuentra deshabitado para utilizar la casa: por eso vino aquí tu detective. Geraldine Graham veía luces en el ático, y aunque Darraugh considera que lo inventó para obligarlo a pasar más tiempo con ella, yo no estoy de acuerdo: es una mujer lúcida, no es propio de ella utilizar trucos tan mezquinos. Podría haber un perturbado en esa casa. Si vienes aquí a encontrarte con un amigo o con un amante o a drogarte o a cualquier otra cosa que no quieres que sepa, por favor… -Se quebró, incapaz de completar la frase.
– Nadie puede entrar en esa casa, porque tiene un sistema de seguridad -dijo Catherine-. Suena una alarma en la oficina de Julius Arnoff.
– ¿Lo sabes porque tú la has hecho saltar alguna vez?
– No es ningún secreto. Quiero decir, todos tenemos alarmasen nuestras casas, y todos sabemos qué hacer cuando saltan, y todos sabemos que suenan en la oficina del abogado y en la policía.
Catherine hablaba con la misma rapidez que había usado conmigo el día anterior, cuando trataba de pasar por alto los temas más delicados. ¿Qué era lo que no quería que su abuela supiese? Era evidente que Renee Bayard se preguntaba lo mismo, porque hubo otra larga pausa antes de que volviera a hablar.
– ¿Tienes una llave para desconectar el sistema de seguridad, Catherine?
– No, abuela. ¿De dónde iba a sacar la llave de la casa de otra persona?
– Cogiéndola de algún lugar donde pudieras haberla encontrado. -Renee Bayard hablaba como si aquel asunto no fuera con ella, como si el tema no le interesara-. Supongo que esta casa es como todas las demás. Somos tan especiales en New Solway, tan excepcionalmente honestos en virtud de nuestra fortuna y posición, que los recién llegados no tienen que molestarse en instalar nuevos sistemas de alarma: saben que a los antiguos propietarios no les va a dar por entrar en sus casas. Puede que… ¿cómo se llamaba la familia que compró Larchmont? Puede que dejaran puesta la alarma de los Graham y las llaves de ese sistema hayan estado dando vueltas por ahí durante años. No estoy insinuando que tú hayas robado nada, sólo que quizá no pudieras resistir la tentación de utilizar una llave que encontraste por casualidad.
– Oh, por favor, abuela. No aguantaba a aquellos niñatos de los Jablon ni para quitarles una llave, eran tan nou-nous con sus…
– ¿Tan qué…? -preguntó su abuela.
– Perdón -murmuró Catherine-. Lo decimos en el colegio. Nouveaux-nouveaux riches, ya sabes…
– Sí, sé -dijo Renee secamente-. El desprecio hacia aquellos que han nacido en distintas circunstancias a las tuyas es la manera más fácil de enfocar la situación.
– Ya sé, ya sé, pero si tú… ¡Mira, abuela, alguien ha estado aquí…! Mira todas esas cosas, parece que han estado de picnic o algo así, si no fuera porque toda esa porcelana está rota.
Renee apuntó con su linterna hacia donde señalaba Catherine. Eran los resultados de mi primera pesca, en el extremo más cercano del estanque. Observé cómo se alejaban sus pies. Catherine la siguió.
– ¿Crees que el comisario ha estado aquí dragando el estanque en busca de pistas?
– No lo sé -dijo Renee-. Se diría que Rick Salvi no estaba muy interesado en este asunto. A lo mejor ha sido tu detective, que ha vuelto a la escena del crimen. Eso parecen trozos de la vajilla de Coalport de la madre de Geraldine Graham. Tenía platos para cien personas, todos en azul y dorado. Debieron de caerse en el estanque durante alguna fiesta.
– ¿Los invitados se emborrachaban y tiraban tazas al agua?
– No éramos tan salvajes, querida. Debería llamar a Rick y preguntarle si ha enviado a algún equipo. Debe de ser reciente, además, todavía hay huellas mojadas. ¿No has visto a nadie? Yo creí oír algo… pero no llegué a ver… -La luz de la linterna volvió a recorrer la oscuridad.
– Aquí hay algo más. -Catherine fue hasta el otro extremo del estanque, con su propia linterna recortando un haz de luz alrededor del borde. Si había dejado huellas húmedas en el camino, ella las estaba borrando-. Oh, no son más que pedazos de algo. Pero no es la porcelana que utilizaba la señora Graham en sus fiestas, porque es más oscuro y blando. Oh… si te fijas bien parece una máscara, como una que tenía el abuelo en su despacho. ¿No se la había dado alguno de sus protegidos artísticos o algo así? Parece que a los Graham no les gustó mucho la que les dieron a ellos.
Los pies de Renee crujieron sobre el ladrillo roto al acercarse a su nieta.
– Creo que tienes razón. Tendríamos que limpiarla: está casi entera, salvo por el hueco del ojo izquierdo, que está resquebrajado. Creo que esto explica bastante.
– ¿De qué, abuela?
– De la vida, Trina, aun cuando no deje de ser un misterio inexplicable. Vámonos ya a casa. -Mientras sus pisadas se alejaban del jardín, añadió-: ¿Qué viste aquí el domingo por la noche?
Pero Catherine no se dejaba engañar. Sus voces se desvanecían, aunque le oí responder:
– Como no estuve aquí, es imposible que viera algo.
ESCALANDO LA CARA NORTE
Dormí tres horas en el motel más cercano. Cuando sonó el despertador a medianoche, me quedé parpadeando sin saber dónde estaba. ¿Por qué había puesto el despertador cuando lo que realmente necesitaba eran ocho -no, mejor diez- horas en una cama calentita? Hacía demasiado frío y yo ya no tenía edad para juergas nocturnas. Pero cuando me di la vuelta y me envolví de nuevo entre las sábanas, ya no pude quedarme dormida otra vez.
Catherine tenía una llave de Larchmont Hall. Estaba ocultando a alguien en la casa. Y Renee Bayard era demasiado lista como para no darse cuenta de ambas cosas. Renee mandaría al comisario de DuPage a primera hora de la mañana y mis posibilidades de encontrar, llamémoslo así, al asesino de Marcus Whitby, o a un posible testigo del asesinato, se evaporaría.
– Como si fuera de tu incumbencia -imaginaba que diría Catherine Bayard, con expresión de desprecio en la cara. Pero de todos modos salté de la cama.
Volví a ponerme los vaqueros, pero los calcetines y la sudadera estaban mojados y apestaban a vegetación podrida. La blusa de seda que me había puesto para ver a Julius Arnoff estaba en el maletero del coche. No quería usarla para según qué trabajos, pero si hay algo que abunda en los barrios residenciales son centros comerciales que abren las veinticuatro horas. El propio motel se encontraba frente a uno enorme que estaba abierto. Me puse la blusa y la chaqueta del traje y guardé la agenda en un bolsillo del bolso antes de cruzar la carretera; no tenía intención de desprenderme de mi preciado tesoro ni por un segundo.
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