Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Sonreí.

– Yo también lo pensé. Dejemos que se arreglen y miremos a ver si encontramos las notas de Marcus, o su diario, o cualquier cosa que explique por qué fue a New Solway.

Amy asintió.

– La casa tampoco es muy grande. Tiene tres pisos pero sólo nueve habitaciones y prácticamente no utilizaba la tercera planta. Su estudio estaba en el segundo piso, junto al cuarto de baño. ¿Quiere empezar por ahí? Podemos subir por las escaleras de la cocina.

– ¿Pasaba mucho tiempo aquí? -pregunte.

– No éramos amantes, si es eso lo que desea saber -dijo Amy con aspereza-. Éramos amigos; Harriet y yo nos hicimos íntimas en la Universidad de Spelman, y solía pasar las Navidades con la familia. Marc tenía seis años más que nosotras, pero lo conocí a través de la familia. Cuando se vino a Chicago hace tres años y consiguió el trabajo en T-Square, le presenté a algunas personas. Era callado, de naturaleza poco extravertida, a diferencia de Harriet. A menos que estuviera trabajando en alguna historia, entonces sí se sentía cómodo llamando a la gente y hablando con ella. Luego adquirió interés por el caso Ballantine, que comenzó a absorber todo su tiempo libre.

La seguí por un comedor hasta la cocina y las escaleras de atrás, donde resonaban nuestras pisadas sobre los suelos sin enmoquetar. Whitby tenía máscaras de una de las producciones de Ballantine en la pared de la sala de estar y fotografías del Swing Mikado a lo largo del hueco de la escalera. Incluso tenía un par de zapatillas de ballet de Ballantine bajo una campana de cristal encima del tocador.

También estaba reformando la casa poco a poco. Las paredes de la cocina estaban lijadas y pintadas. La cocina y el frigorífico eran nuevos, pero las cazuelas y los platos se apilaban en un carrito, porque no tenía armarios.

En el frigorífico había media pechuga de fiambre de pollo, leche desnatada, zumo de naranja y un cartón de huevos. No había cerveza ni vino a la vista; sólo una botella de whisky Maker's Mark, de la que se había consumido un cuarto de su contenido, sobre un estante con especias y pastas.

– Su bebida favorita -dijo Amy cuando vio la botella-. Bourbon y derivados.

Había empezado a trabajar en un baño, terminado dos de las habitaciones de arriba, su dormitorio y el estudio, pero el resto de la casa todavía estaba o bien a medio hacer o bien sin tocar. Los libros aparecían pulcramente apilados en estantes hechos de madera y ladrillos. La mayoría trataba de historia y teatro afroamericano, o de arte y danza africanos. No parecía leer mucha ficción. Junto a su cama, sin embargo, tenía un ejemplar de la biblioteca de Historia de dos países , de Armand Pelletier, la primera novela que Calvin Bayard publicó cuando se hizo cargo de la editorial; la primera novela no religiosa de Ediciones Bayard.

Amy tenía razón en lo que había dicho sobre la búsqueda. No nos llevaría mucho tiempo en aquel lugar vacío. Saqué unos guantes de látex del bolso y le alargué un par.

– Vamos a dividirnos el cuarto -dije-. Todo lo que toques, debes dejarlo exactamente como estaba.

– Crees que ha habido un crimen.

– Se marchó a pie el domingo por la noche. ¿Cómo llegó a New Solway? Si hubiera ido allí a morir, seguramente habría ido en coche, en lugar de coger un tren hasta un lugar tan apartado, seguido de una caminata de casi ocho kilómetros hasta el estanque. Nadie se toma tanto trabajo para suicidarse.

– Entonces… ¿la policía?

– Puede que convenza a un conocido que tengo allí. Pero primero echemos un vistazo por nuestra cuenta.

Como buena académica, Amy era una investigadora tenaz. Se mostró muy dispuesta a reunir información antes de animarme a seguir adelante con el asunto. Era meticulosa, no tan rápida como yo en la primera inspección, pero sí cuidadosa y ordenada. Registramos los cajones, los estantes, miramos entre los libros, detrás de los cuadros, bajo la ordenada pila de jerséis del armario. Nada. Nada sobre Kylie ni sobre el Teatro Federal Negro ni sobre New Solway. Ningún cuaderno de notas. Ni agenda de direcciones. Nos conectamos desde su ordenador portátil. Los archivos de texto habían sido borrados por completo. Nada por ningún lado.

En la cocina, Harriet se las había ingeniado para convencer a su madre y a Rita Murchison de que hubiera un cese de hostilidades. La señora Murchison preparaba café, con los labios apretados en una fina línea de disgusto. La señora Whitby estaba en la sala de estar, mirando perpleja la fotografía de su hijo delante del viejo teatro Ingleside.

Yo sólo había visto a Marc Whitby muerto, a la luz de una linterna. En la fotografía estaba sonriente, señalando las puertas del teatro, pero su seriedad seguía haciéndose evidente. A pesar de tener la altura de su padre, se parecía mucho a su madre en los delgados huesos y la piel dorada.

– Ésa la hice yo -dijo Amy -. Habíamos salido a recorrer los lugares que frecuentaba Ballantine, y ésta en particular le gustó.

La señora Whitby apretó la fotografía contra su pecho, deshecha por el dolor.

– Mi niño, mi niño -gimió.

Harriet y Amy la condujeron a una silla y se arrodillaron a ambos lados. Yo volví a la cocina para enfrentarme a la furiosa ama de llaves.

– ¿Hay algo de la casa que le haya parecido distinto cuando vino esta mañana?

– No empiece usted también con lo del polvo, que ya he tenido bastante. Si no fuera porque el señor Whitby ha muerto y porque lo conocía desde hace tiempo, no me quedaría aquí para que me insultasen.

– El polvo no me importa -dije-. Es la casa. He estado buscando los papeles del señor Whitby: han desaparecido.

– Si lo que pretende es acusarme de robo… -Dejó la cafetera en la mesa con tanta fuerza que se hizo añicos-. ¡Y mire lo que ha pasado por su culpa!

– Escúcheme un minuto -le pedí, con un punto de exasperación en la voz-. Sé que usted y la señora Whitby acaban de tirarse de los pelos, pero yo no tengo nada que ver con esa disputa. Lo único que quiero saber es dónde guardaba él los papeles. Y que me diga si notó algo cuando llegó a la casa esta mañana. Es posible que haya entrado alguien a robarlos, o puede que los guardara en otro lugar.

Comenzó a recoger los trozos de cristal.

– La puerta. No estaba bien cerrada. Pensé que tal vez se marchó con prisa y se olvidó de echar el cerrojo; el caso es que él era un hombre cuidadoso, cuidadoso y ahorrador, ya sabe, porque no ganaba mucho dinero en esa revista, y lo poco que recibía lo gastaba en la casa, en la casa y en esa bailarina por la que estaba loco. Sin embargo, ni una sola vez, en todos estos años en que he trabajado para él, me había encontrado la puerta sin cerrar como es debido.

Todo apuntaba a que alguien había estado allí.

– ¿Alguna vez lo encontró con alguien en casa? ¿Alguna señal de que tuviera una amante?

– Era un hombre. Tenía los instintos normales de un hombre.

La miré con prevención. Ella no era muy mayor, y a pesar de su ceño arrugado y sus ostentosas maneras no dejaba de ser atractiva; pero cuando tímidamente me atreví a preguntarle algo a ese respecto, se enfureció. Puede que a ella le gustara Whitby. Eso explicaría la agresividad de su comportamiento posesivo al llegar los Whitby. Habría que preguntar a los vecinos si habían visto entrar o salir a alguien en horas inusitadas. Es posible que alguna amante despechada tuviera llaves. Ella… o él, podría haber conducido a Marcus Whitby a un lugar alejado para matarlo.

Mientras tanto, siguiendo el formalismo habitual en estos casos, pedí a Rita Murchison que me acompañara al segundo piso para comprobar si todo estaba en orden. Abrió cajones y alacenas que Amy Blount y yo acabábamos de inspeccionar, pero lo único que pudo decirme fue que la pila de libretas que había en su escritorio ya no estaba.

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