– Entonces crees que el FBI o quienquiera que sea tiene derecho a registrar el colegio para buscarlo.
– Yo no he dicho eso. Pero sí que en la situación actual de terrorismo, hay chicos más jóvenes que él que fabrican y tiran bombas. En cuanto a si los federales tienen derecho o no, ignoro qué derechos les concede la Ley Patriótica. Si es un inmigrante indocumentado, el chico no tiene ningún derecho con la nueva ley; pero si eso se aplica también al lugar donde ha trabajado, bueno, supongo que ésa es la razón por la que los del Primer Foro han puesto el grito en el cielo. Piden que se aclaren los límites de esa ley.
Max y Lotty se miraron. Se habían conocido en Londres cuando eran niños refugiados de la Europa nazi, donde vieron cómo arrestaban y asesinaban a sus familias y amigos sin cargos ni juicio. Ninguno de los dos habló, hasta que Lotty dijo tranquilamente que me prepararía algo caliente para ayudarme a combatir el resfriado. En el momento en que me disponía a seguirla, Max movió la cabeza para disuadirme. Cuando volvió, con una taza de algo balsámico y cítrico, el interminable informe del tiempo y la infinita serie de anuncios ya habían acabado.
Lotty regresó cuando Dennis Logan hizo su provocativa presentación para la entrevista con Renee.
– No sabía que éste fuera un programa de cotilleo, Dennis -replicó Renee-. Desde hace muchos años mi marido y Olin Taverner únicamente se saludaban. Ambos crecieron en el mismo medio y conocen a las mismas personas; y uno no se va de una reunión con un senador o un gobernador sólo porque no le gusten los otros invitados.
– Pero a su marido debía de molestarle ver que en muchas de las reuniones políticas y sociales a las que ustedes asistían aceptaban también al hombre que intentó destruirlo.
Renee se inclinó hacia delante, juntando las espesas cejas por encima de la nariz.
– ¿Sabe? Calvin y yo estábamos tan ocupados creando Ediciones Bayard, y luego la fundación, cuidar de la Primera Enmienda no debería ser tan trabajoso, pero lo es, que no teníamos tiempo de pensar en Olin Taverner. A veces lo veíamos en los conciertos o en el Chicago Club, pero en cuanto se mudó a su residencia de retiro dejó de venir a la ciudad. Hacía mucho tiempo que ni me acordaba de él.
– ¿No se acordaba de él a pesar de que algunos comentaristas, entre los que se encuentra su propio hijo, están presionando para que se revise la época do McCarthy y para quo so consideren héroes americanos a personas como Taverner, o el diputado Bushnell, por intentar proteger al país de enemigos internos?
Por la seria expresión de Dennis cualquiera habría dicho que conocía o le importaba aquello de lo que estaba hablando, pero lo que él buscaba era provocar en Renee una reacción en directo. Pero ella tenía muy presente el consejo que le había dado a Catherine: hay que estar por encima.
– Creo que es peligroso querer convertir en héroes a personas que subvierten la Constitución. Es muy importante que reflexionemos sobre ello en los tiempos que corren, en los que cada vez es más difícil oír alguna discrepancia respecto a la política actual del Gobierno. Pero a diferencia de algunos de nuestros presentadores de televisión y escritores de editoriales, yo no creo que haya que arrestar o expulsar del país a quienes no estén de acuerdo conmigo. Lo único que espero de ellos es que respeten mi derecho a tener opiniones distintas a las suyas.
– ¿Aun cuando su propio hijo se encuentre entre los que lideran esa tendencia?
A Renee Bayard se le congeló la sonrisa.
– Los artículos de Edwards en Commentary o en National Review no lideran ninguna tendencia, Dennis. El tiene una visión de los hechos diferente de la que podríamos tener su padre y yo, pero al menos sé que hemos criado a un muchacho que sabe pensar por sí mismo. Un hijo -que es un adulto ya- con una hija de la que Calvin y yo nos sentimos realmente orgullosos. Ella ha insistido en acompañarme al estudio esta noche.
Dennis no parecía muy contento cuando la cámara pasó a enfocar a una resplandeciente Catherine sentada en un rincón del estudio. Empezó a hablar para obligar a que la imagen volviera a centrarse en su cara.
– Hablando de arrestar a los que no están de acuerdo con nosotros, Renee, mucha gente se ha preguntado cómo su marido salió de aquellas comparecencias sin citación judicial y sin condena.
– No había razón para que Calvin fuera a la cárcel. No cometió ningún delito y nunca fue acusado de nada. Por mucho que nuestro hijo disienta de nuestra política, no creo que exija que se encarcele a su padre.
– Pero Calvin fue miembro del Comité para el Pensamiento y la Justicia Social -insistió Logan-. Y rehusó contestar preguntas al respecto en el Congreso. Esa entrevista se vio en televisión; he encontrado una antigua copia esta misma tarde cuando buscábamos material sobre Olin Taverner.
Renee se quedó perpleja cuando la gastada cinta en blanco y negro empezó a verse. Aquella grabación nos retrotrajo al viejo auditorio del Congreso, en el que se veía a hombres con chaqueta cruzada, como se estilaba entonces. Reconocí a Calvin Bayard de inmediato: su rostro delgado, su pelo rubio, y hasta la graciosa sonrisa con la que saludaba a alguien que estaba detrás de él, muy parecida a la que tenía cuando habló en mi Facultad de Derecho hacía veinte años. Se sentó solo a una mesa frente al Comité, sin contar siquiera con la compañía de un abogado, con sus largas piernas estiradas, como para demostrar que no tenía nada que temer. En una tarima elevada, seis hombres lo miraban tras un enjambre de micrófonos.
Los de Canal 13 habían escrito los nombres en blanco justo encima de las cabezas. Olin Taverner, austero; el pelo peinado hacia atrás, parecía el modelo de hombre público íntegro. En contraste, el diputado Walker Bushnell, presidente del Comité, tenía la cara redonda como una piruleta; el pelo cortado al cero lo convertía en la caricatura de un matón.
Taverner habló primero.
– Usted estuvo en una reunión del Comité para el Pensamiento y la Justicia Social el 14 de junio de 1948 en Eagle River, Wisconsin, ¿no es así, señor Bayard?
Calvin Bayard dejó escapar una risita.
– Asisto a muchas reuniones, Olin, igual que tú. No recuerdo todos los nombres ni las fechas. Debes de tener una calculadora increíble en la cabeza para recordar la fecha exacta de reuniones de hace tanto tiempo.
Taverner se inclinó hacia delante.
– Tenemos el testimonio de otros testigos, cuya memoria es tan buena como la mía, de que estuvo en Eagle River el 14 de junio de 1948. ¿Lo niega?
Bayard contestó con impaciencia.
– No puedo discutir el asunto porque no sé si tienes ese testimonio o no, ni quién te lo proporcionó, si es que alguien lo ha hecho.
Taverner dio un golpe en la mesa.
– Tenemos testimonios fiables de que asistió a aquella reunión. ¿Quién más estaba allí con usted?
Bayard colocó los dedos en la hebilla del cinturón y se recostó en el respaldo de su asiento.
– Señor presidente, cuando el señor Taverner y yo éramos niños en el Illinois rural, a menudo encontrábamos comadrejas y ratas merodeando por el gallinero. Les gusta deslizarse a través de las grietas al amparo de la oscuridad. La comadreja nunca sale a la luz del día ni da la cara como haría un perro.
»Ahora bien, no me gustaría calificar de comadrejas a ninguno de mis distinguidos amigos de la industria editorial o del espectáculo. Ni siquiera a aquellos que forman parte de este Comité, porque al final todo hombre tiene que vérselas a solas con su propia conciencia en la intimidad de su dormitorio, y puede que a mí mi conciencia me diga algo distinto de lo que te dice a ti la tuya o a mis amigos la suya. Pero deslizarme bajo el manto de la noche, o con la excusa del patriotismo… ¡Lo que haría mi perro con una criatura que se comportara de esa manera!».
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