Si alguien insistía un poco más, le decía quién era, y le preguntaba si sabía algo de Marcus Whitby. Me respondían con parquedad, como si no quisieran hablar del muerto con una extraña, pero me dio la sensación de que sus vecinos no lo conocían demasiado. Oh, sí, se llevaba bien con todos, pero era muy reservado. No es que fuera una persona desagradable, en absoluto; si necesitabas que te ayudara a empujar el coche o a instalar una ventana, él arrimaba el hombro. Pero, desde luego, al terminar el día no se sentaba en el porche a charlar con los vecinos.
Ninguno de los adultos que se pararon recordaba haber visto a Whitby el domingo por la noche, pero una niña de unos diez años, que esperaba impaciente mientras su padre me interrogaba, dijo que había visto a Whitby regresar a casa.
– Estuvo fuera toda la tarde, y cuando volvía a casa, paró en la esquina a comprar leche. Lo vimos porque Tanya y yo fuimos allí a comprarnos una chocolatina. Luego volvió a salir. A eso de las nueve.
– ¿Cómo lo sabes? -pregunté.
– Tanya y yo estábamos saltando a la comba, y lo vimos ir hacia la calle 35.
– ¿Cómo? ¿De noche? -estalló su padre-. ¿Cuántas veces…?
– Ya, ya… -me apresuré a intervenir-. Es peligroso, pero juegas en la calle porque se ve bien a la luz de las farolas; mis amigas y yo también lo hacíamos, a pesar de las muchas veces que mi madre se desgañitó tratando de impedírnoslo. ¿Así que viste salir a Marcus Whitby?
Ella asintió, mirando de reojo a su padre.
– Cerró la puerta con llave, nos dijo que tuviéramos cuidado y se fue caminando por la calle.
– ¿Iba con prisa? -pregunté.
Ella levantó las manos.
– No lo sé. Tanya y yo no le prestamos mucha atención.
– Puede que hubiera aparcado al final de la calle y se fuera en coche -sugerí-. ¿Sabes cómo era su coche?
Cuando ella apuntó a un Saturn SL1 verde que había al otro lado de la calle, dije :
– ¿Uno como ése? ¿Verde y con cuatro puertas?
– No -dijo ella, molesta por mi torpeza-. Ése es su coche.
– ¿Estás segura? ¿Es ahí donde estaba el domingo por la noche?
– No sé. -Se había cansado de responder a tantas preguntas-. No nos pareció extraño. La mayoría de los días cogía el autobús para ir al trabajo. Luego nos enteramos de que estaba muerto. Papá, voy a llegar tarde y la señorita Stetson me castigará después de clase. Vámonos ya, por favor.
– Vale, de acuerdo, pero ya sabes que no quiero que saltes a la comba en la calle. ¿Y Kansa estaba jugando contigo el domingo por la noche? Porque si era así, estás definitivamente…
Se subieron al coche antes de que pudiera oír a qué estaba la niña definitivamente. Crucé la calle para echar un vistazo al Saturn de Whitby. Bajo la capa de polvo que tenía, la carrocería estaba en perfecto estado, sin abolladuras ni arañazos, salvo por un rasguño en la parte izquierda del guardabarros delantero.
Miré dentro, haciendo visera con las manos para protegerme del resplandor. De creer a las niñas, se había ido a pie. ¿Adónde iría? ¿Y cómo llegó a New Solway?
Un taxi se detuvo frente a la casa de Whitby. Amy Blount salió del asiento delantero y abrió la puerta trasera para ayudar a una mujer diminuta con un austero traje y un sombrero negros. Un hombre salió lentamente por la otra puerta, seguido de Harriet. De modo que había venido toda la familia Whitby. Respiré hondo. Eso podía complicar las cosas.
El hombre se inclinó sobre la ventana del conductor para pagar el trayecto. Cuando eché a andar hacia ellos, la señora Whitby se dio la vuelta para mirarme. No podía verle la cara: incluso con tacones altos debía de medir metro y medio aproximadamente, y con el ala del sombrero sólo se le veía el mentón. Musité un convencional pésame, y me presenté.
– Sí, es muy difícil -dijo ella con voz seca y apagada-. Pero como mi hija y mi marido quieren que usted curiosee en la vida de mi hijo, pensé que debía hacer el esfuerzo y venir a verla. Pobre Marcus, no lo pude proteger en vida, no sé por qué creo que podré protegerlo ahora que está muerto.
Harriet se mordió el labio; obviamente llevaba las últimas veinticuatro horas oyendo esas cosas. Me presentó a su padre, un hombre alto y robusto. Me pareció que tendría unos cincuenta y tantos años, pero caminaba con la inclinación de una persona mayor y más frágil.
– Así que usted es la mujer que encontró a Marc. No lo entiendo, no lo entiendo en absoluto. ¿Y usted cree que podrá explicarlo? ¿Descubrir por qué estaba allí y cómo murió?
Amy dio un paso adelante con decidida brusquedad y preguntó si ya había entrado en la casa.
– Estaba esperando a la familia -dije-. ¿Cuándo vendrá la señora Murchison?
Ya había llegado. Debía de haber estado mirando desde el interior de la casa mientras yo hablaba con los vecinos, porque antes de que hubiésemos organizado el protocolo de quién entraba primero, y de si sería el señor Whitby o Harriet quien ayudaría a la madre a subir los cinco empinados peldaños hasta la puerta principal, Rita Murchison abrió la puerta.
Como yo, como la señora Whitby y su hija, Rita Murchison llevaba un traje negro, elegido a propósito para dejar claro que no era sólo la señora de la limpieza, sino una doliente legítima. No se hizo a un lado cuando el torpe grupo que formábamos alcanzó el pequeño porche de cemento. Temí que nos pidiera algún tipo de identificación antes de dejarnos pasar.
Me adelanté, obligándola a retroceder.
– Gracias por venir, señora Murchison. ¿Era éste el día que limpiaba la casa del señor Whitby?
Me miró con el ceño fruncido.
– Soy el ama de llaves.
– ¿Usted cuida la casa? -pregunté-. ¿Quiere decir que vive aquí? ¿A qué hora se fue el señor Whitby el domingo?
– No vivo aquí, pero cuido la casa.
La señora Whitby pasó a mi lado y al de Rita Murchison y entró en el vestíbulo. El resto de la familia la siguió, dejándome sola con el ama de llaves.
– ¿Y cuándo estuvo cuidando de la casa el domingo? -insistí, y ella me respondió que era cristiana y que, desde luego, no trabajaba los domingos-. El lunes, entonces -rectifiqué.
Tras un minuto do obstinación, admitió finalmente que sólo iba cuatro horas los viernes.
– Él estaba soltero. Llevaba una vida sencilla y no necesitaba mucha ayuda.
Detrás de nosotras la señora Whitby dijo:
– No tenía ni idea de que en este vecindario se acumulara tanto polvo. Porque imagino que habrá limpiado el viernes pasado, y fíjese cómo está todo hoy jueves.
Rita Murchison se dio la vuelta. Yo miré por encima de su hombro hacia el estrecho pasillo de la escalera que se elevaba hasta la mitad de su altura. La señora Whitby había encontrado los interruptores de la luz. En la pared de las escaleras había un aplique que iluminaba una lámina enmarcada. En ella se veía la silueta de una bailarina africana, con la espalda arqueada, al estilo del realismo social de los años treinta. En torno a la esbelta figura había un intrincado diseño de grabados y máscaras africanas.
«El Teatro Federal Negro presenta», rezaba el encabezado y, debajo: «Ballet Noir de Chicago de Kylie Ballantine, 15, 16 y 17 de abril, teatro Ingleside».
La luz también reveló la fina capa de polvo que cubría los bordes de la escalera. La señora Whitby se detuvo a inspeccionar con el dedo. Rita Murchison se acercó, preparada para la batalla. Harriet le pasó a su madre un brazo por los hombros, intentando convencerla de que no se preocupara por el polvo cuando Marc estaba muerto. Yo me alejé disimuladamente del trío y entré en la habitación que estaba a mi derecha. Amy Blount me siguió.
– Traté de persuadir a la señora Whitby de que se quedara en el hotel, pero comprendo que quiera ver la casa de su hijo. Lleva toda la semana deseando discutir con alguien, con cualquiera que la distraiga de su aflicción por Marc. Como ni Harriet ni yo le damos pie, estaba segura de que la tomaría con usted.
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