Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Entre los miembros del Comité se oyó una exclamación de asombro. El mismo Taverner empezó a gritar algo, pero Walker Bushnell le hizo callar alargando una mano para taparle el micrófono.

– De modo que se niega a declarar ante este Comité quién estaba con usted en la reunión del 14 de junio de 1948 -dijo Bushnell.

Bayard lo miró fijamente.

– Señor presidente, el mayor placer de los enemigos de América es ver cómo sus líderes menoscaban la piedra angular de nuestra sociedad: el derecho a la libertad de expresión, a la libertad de prensa y a la libertad de asociación. No daré pasto a mis enemigos violando esos derechos.

La cinta terminaba aquí; la cámara volvió a centrarse en Renee Bayard. Estaba enjugándose las lágrimas de los ojos. Yo también me sentía un poco llorosa.

Dennis Logan dijo:

– Qué buen discurso el de su marido, pero la gente todavía se pregunta por qué conmovió a Olin Taverner y a Walker Bushnell. Después de todo, su marido fue la única persona a la que dejó escapar Olin Taverner después de haberla tenido entre sus garras. Pero Calvin no dio nombres, no fue a prisión, ni siquiera fue multado. ¿Cómo lo hizo?

– Pobre Calvin, con el trabajo que se tomó para que gente como tú pueda decir todo lo que se le pase por la cabeza; y lo único que quieres es verlo entre rejas.

– Renee, eso no es justo, y usted lo sabe. Es una pregunta legítima. Ahora que Olin Taverner ha muerto, ¿qué mal puede haber en que sepamos cómo consiguió persuadirlo su marido para que le dejara en paz?

– Calvin siempre tuvo un gran encanto. -Esta vez su sonrisa llevaba una calidez genuina, y hasta un cierto toque de malicia que la hacía atractiva-. A mí me fascinó en Vassar cuando tenía veinte años. Puede que también fascinara a Walker Bushnell, aunque habría sido una dura tarea. Tú eres demasiado joven para haber conocido al diputado, ¿verdad, Dennis? Pero he pasado a máquina algunas de las…

Logan veía que la entrevista se le iba de las manos, así que se apresuró a decir:

– Esperábamos que Calvin hiciera algún comentario sobre el fallecimiento de Taverner, pero no quiso atender nuestra llamada.

El rostro de Renee Bayard volvió a verse surcado de profundas arrugas.

– Te refieres a la muerte de Olin, ¿verdad? Calvin odia los eufemismos para designar los actos más naturales de nuestro cuerpo, y nada hay más natural que la muerte.

Logan se dio por vencido.

– A la vuelta del programa, seguiremos hablando de Olin Taverner y del Comité para el que trabajó, esta vez con un equipo de expertos en derecho constitucional. Renee, muchas gracias por haber estado con nosotros. Soy consciente de que no debe de haber sido una noche fácil para usted.

El canal dio paso a la publicidad antes de que se oyera la respuesta de Renee. Lotty apagó el aparato.

– Yo diría que la señora ha ganado el partido -dijo Max-. El no consiguió lo que quería de ella.

– Fue conmovedora la grabación que pusieron -añadió Lotty-. Nunca había prestado mucha atención a esas comparecencias. Pero qué raro que su hijo los traicione de esa manera.

– No los está traicionando -objete-. Ellos lo educaron para que tuviera sus propias ideas.

– No tiene ideas propias -dijo Lotty-. Se está haciendo eco de todo lo que cualquier lunático de derechas sostiene hoy día en América.

Lo que quisiera saber es por qué vive en Washington mientras que su hija está en Chicago con su abuela. Y cómo llegó a tener un pensamiento político tan alejado del de sus padres. Y por qué Calvin Bayard no hizo ningún comentario sobre la muerte de Taverner. Y muchas otras cosas más que no son de mi incumbencia. Me voy a casa con mi congestionada nariz, aunque no sé lo que me has puesto en esa bebida, Lotty, me siento mucho mejor. Gracias… por todo.

Ella y Max me acompañaron al ascensor cada uno con un brazo rodeando los hombros del otro. Cuando bajaba en el ascensor pensé en la seguridad que se siente al ver enamorados a los demás, y en el dolor de saberse apartada del mundo de los amantes.

15

LA CASA DEL MUERTO

Para mí el South Side siempre había significado fábricas de acero al sur de Chicago, donde crecí. Cuando conseguí una beca en la Universidad de Chicago, situada a unos seis kilómetros de mi casa lago arriba, solía burlarme de la gente de Hyde Park, con sus enormes jardines y sus hijos en colegios y campamentos costosísimos, por considerarse habitantes del South Side; a lo mejor vivían al sur de la calle Madison, pero se encontraban más a gusto en los restaurantes y teatros del otro extremo del Loop.

Bronzeville, el lugar en el que Marcus Whitby había comprado una casa, era, con todo, un South Side diferente, y yo sólo lo conocía de oídas. Llegué con tiempo suficiente para inspeccionar un poco la zona. No sé si sería por la poción mágica de Lotty o porque Geraldine Graham me había dejado dormir esa noche, pero el caso, es que me desperté temprano y con más energía de la que tenía últimamente. Llevé a los perros a dar un paseo rápido, pasé por mi oficina para ver los mensajes que tenía y completar un informe y aun así llegué a la 26 con King, donde comienza Bronzeville, antes de las ocho y media. Me detuve un momento frente a una estatua que conmemora la gran oleada de inmigración negra a la ciudad. Mientras conducía por King hasta la calle 35 pasé por los desvencijados exteriores de los comercios que en el pasado formaban lo que se había dado en llamar la Metrópolis Negra. Como Aretha Cummings, la ayudante de Whitby, había dicho el día anterior, nadie quiere volver a los viejos tiempos de la segregación, pero era doloroso contemplar los edificios abandonados que una vez fueron el centro neurálgico de una comunidad llena de vitalidad.

Lo mismo había sucedido en la parte sur de Chicago. No soporto volver a los lugares que frecuentaba en mi juventud a causa de los edificios medio en ruinas de mi antiguo barrio. Sin embargo, el sur de Chicago tiene un cuarenta por ciento de desempleados y la tasa de asesinatos más alta de la ciudad, mientras que Bronzeville va en dirección contraria. Cierto es que muchos de los negocios que veía a mi alrededor se caían en pedazos, pero habían convertido un edificio art déco de la esquina de la 35 con King en una compañía de seguros, y las imponentes mansiones alineadas a ambos lados del bulevar parecían conservarse en buen estado.

Marcus Whitby había comprado una casa en Giles, una calle estrecha y corta al oeste de King Drive. Encontré un sitio para aparcar en la esquina de Giles con la 37, y caminé calle arriba hasta la dirección que había encontrado en Nexis. Algunas de las casas de Giles parecían a punto de derrumbarse, con las ventanas rotas y los techos hundidos. Otras habían sido restauradas más allá de su belleza original, con la adición de adornos Victorianos pintados en los porches y en las ventanas. La mayoría, como la de Whitby, se encontraba entre esos dos extremos.

Me quedé en la acera examinándola con atención, como si pudiera averiguar algo sobre la vida de Whitby por el mero hecho de observar su casa. La habían construido alta y estrecha para que encajara en un pequeño solar. El oscuro ladrillo rojo era antiguo y estaba agrietado por muchos sitios, pero se acababa de aplicar el mortero, y el modesto porche y los marcos de madera de las ventanas estaban recién sellados y pintados. Las persianas de láminas se veían cerradas en los tres pisos, dando a la casa un aspecto amenazador, con sus ojos vacíos cerrados al mundo.

Unos niños salían de las casas cercanas con la mochila a la espalda, camino del colegio. Pasaron junto a mí como peces que se separan ante un obstáculo: yo era una persona mayor; para ellos, como si no existiera. Para los adultos que iban al trabajo, la historia era distinta: llamaba la atención por ser una extraña y, además, blanca. Algunas personas se detuvieron para preguntarme si necesitaba ayuda. Cuando respondía que estaba esperando a alguien, me miraban con suspicacia: los blancos de los barrios residenciales sólo van al South Sitio a comprar drogas, y así pueden mantener sus calles limpias y sin delincuencia. Iba vestida con sobriedad, con mi conjunto de lana a rayas verdes y negras, tanto por respeto al muerto como por adecuación profesional; pero eso no probaba que no fuera una drogadicta.

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