Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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– Acompaña a tu invitada a la puerta: debo salir hacia el estudio dentro de diez minutos. Les dije que era ahora o nunca, porque estoy decidida a asistir a la reunión de padres de Vina Fields.

– De cualquier forma ya habíamos terminado, abuela. -Catherine se levantó del diván de un saltito.

– Sí, así es. -Volví a sonreír, ofreciendo mi tarjeta-. Te hará falta mi dirección, así como mi nombre y mi número de teléfono, para que podamos continuar con la entrevista. Y envíame una copia cuando tengas el artículo terminado.

– Por supuesto -contestó Catherine entre dientes, ahuyentándome por el pasillo antes de que pudiera decir algo más delante de su abuela.

13

¿ARENAS MOVEDIZAS?

Salí molesta y confundida de la residencia de los Bayard. Y desde luego no me puso de mejor humor ver el reluciente sobre naranja que tenía en el parabrisas del coche; otros cincuenta dólares, esta vez porque la parte delantera pisaba una línea amarilla. En total ciento un dólares ese día en multas de aparcamiento. Me daban ganas de gritar de pura frustración. Y por si fuera poco me dolían los ojos y las articulaciones de frío, lo que me impedía pensar con claridad. Levanté la palanca para reclinar el asiento del conductor todo lo posible y me recosté con los ojos cerrados.

Estrictamente hablando, que Catherine mintiera o no sobre su abuelo no era de mi incumbencia. Lo único que remotamente justificaría que la vigilara de cerca era el hecho de que pudiera conocer a Marcus Whitby. Y creía que no. Aún no era una mentirosa consumada: la atropellada manera en que rehuía decir la verdad desaparecería con la práctica.

La farragosa historia que soltó sobre su abuelo y Larchmont Hall fue realmente exasperante, pero me convencí de que ella era del todo ajena a Marcus Whitby. Una adolescente tan abstraída en sus asuntos que ni siquiera pareció enterarse cuando le dije que aquella noche Whitby flotaba muerto en el estanque mientras ella andaba por ahí metida en sus cosas. No suelo creer en las casualidades, pero el que Whitby, Catherine y yo estuviésemos allí la misma noche podría no ser más que eso.

Con su crispante actitud, Catherine había conseguido que me empeñase en averiguar qué estaba haciendo en Larchmont. Pero no podía esperar que Harriet Whitby me pagara por ir tras una adolescente sólo porque ésta me hubiera hecho quedar como una idiota.

Encendí la radio por si decían algo sobre la muerte de Olin Taverner. Más bombardeos en las afueras de Kandahar, disensiones entre los guerreros afganos, recortes de fondos para escuelas y salud pública en Illinois con el fin de equilibrar el presupuesto estatal. Desde el 11 de septiembre, casi todos los personajes públicos de Estados Unidos afirmaban que éramos una nación cristiana; supongo que ésa es la razón de que viudas y huérfanos lleven el peso de la responsabilidad fiscal.

Durante las interminables pausas publicitarias, empecé a cabecear, pero me desperté de repente al oír el nombre de Taverner.

Ha muerto una de las figuras más prominentes de Chicago, y una de las más controvertidas. Olin Taverner adquirió notoriedad en los años cincuenta cuando trabajó como asesor del congresista Walker Bushnell en la sede del Comité de Actividades Antiamericanas. Durante dos décadas, Taverner fue una de las voces más importantes del conservadurismo americano. En los últimos años vivió apaciblemente, casi recluido, en una residencia para jubilados cerca de Naperville. Esta mañana su asistente personal encontró a Taverner en su sillón, muerto a causa de lo que parece un ataque al corazón. No ha dejado herederos directos. Olin Taverner ha fallecido a los noventa y un años.

¿Cansado de tener que acudir a su hijo de diez años cada vez que quiere navegar por Internet? Bien, nosotros tenemos la solución perfecta…

Bajé el sonido. ¿Muerto en una residencia para jubilados cerca de Naperville? ¿Podría ser Anodyne Park? Tal vez Taverner fuera vecino de Geraldine Graham en ese exclusivo centro vacacional para ancianos. Quizá pudiera hablar con ella sobre Taverner. Y descubrir si por alguna remota posibilidad Catherine Bayard no mentía al afirmar que su abuelo tenía una llave de Larchmont Hall.

Un policía de Chicago bajaba la calle con decisión, seguramente para ponerme otra multa. Metí una marcha y me dirigí a la oficina. Do cualquier manera tenía que comprobar un par de cosas antes de volver a ver a la señora Graham. Y, pensándolo bien, buscaría un informe detallado sobre Taverner en Internet.

Cuando entré en el edificio, Tessa estaba cerrando la puerta de su estudio. Se echó hacia atrás al darse cuenta de que estaba resfriada; es un poco paranoica con los gérmenes. Hice el paripé de taparme la boca con la bufanda. Ella se rió, pero aun así se apresuró a alejarse de la puerta.

Fui por el pasillo hasta la parte trasera del edificio y encendí el pequeño fogón que teníamos allí. Compartimos también un baño con ducha y un frigorífico, pero pagamos por separado el gas y la luz, ya que las esculturas de metal de Tessa requieren mucha electricidad. Cogí a Tessa una bolsa de té -dejándole una nota con un «te debo una bolsita de té de jengibre y limón»- y me la llevé a mi oficina.

Impulsivamente, mientras se encendía el ordenador, telefoneé al editor de Morrell en Nueva York. Don Strzepek y Morrell se conocían desde hacía años, de los días del Cuerpo de Paz en Jordania, y esperaba que Don supiera en qué andaba metido Morrell. Me saltó el contestador automático, así que no me molesté en dejar ningún mensaje.

Necesitaba una voz humana. Necesitaba a Morrell. El correo electrónico resulta demasiado distante. Una carta tradicional tiene más intimidad; puedes sostener el papel que ha tocado la otra persona, con el correo electrónico, tecleas y envías, pero nunca tocas ni escuchas. El mismo Morrell empezaba a parecerme tan lejano que a veces dudaba de que existiera. Miré la fotografía que tenía en el escritorio, con su pelo crespo, su rostro delgado, la boca que me había besado, pero no lograba evocar ni su voz ni el tacto de sus largos dedos.

Ulises eligió su camino, Penélope: no permitas que eso domine tu vida, me ordené a mí misma con severidad. «No te lamentes -me dijo mi madre en una ocasión. Yo tendría ocho o nueve años, y lloraba de tristeza porque las chicas con las que solía jugar se habían ido a una fiesta de cumpleaños sin invitarme-. Y haz algo». Aquella tarde, en lugar de preparar la cena, me dejó disfrazarme con su vestido de gala, y se inventó para mí una historia de lo más inverosímil en la que yo era la Signora Vittoria della Cielo e Terra. En aquel momento me puse a buscar en Internet historias sobre Calvin Bayard. A lo mejor descubría por qué nadie podía hablar con él. ¿Y si Renee me había engañado?

Encontré en Internet el número de teléfono de Bayard, así que llamé a su casa de New Solway. El corazón me empezó a latir más deprisa. ¿Qué pasaría si conseguía hablar con él? ¿Qué le diría a mi héroe?

Contestó una mujer, así que tuve que decirle que era una antigua alumna de Calvin.

– Voy a estar esta semana en la ciudad; y para mí sería muy importante poder verlo.

– Ya no acostumbra a dar esa clase de citas -dijo la mujer con voz áspera.

– Confiaba en tener la oportunidad de saludarlo aunque sólo fuera por teléfono -dije, tratando de agradar.

No podía ponerse al teléfono. Ningún momento era bueno para volver a llamar. Si tenía algún asunto pendiente relacionado con los Bayard, debía ponerme en contacto con la señora Bayard telefoneando a la compañía. Su despedida quedó interrumpida por el clic del auricular.

Pero ¿qué estaba ocurriendo? Si el hombre se encontraba enfermo, ¿por qué no lo decían abiertamente? Algo sobre New Solway me hizo imaginar escenarios góticos: Calvin había muerto, y para mantener la empresa bajo control, Renee había organizado una conspiración para que el mundo creyera que su marido seguía vivo. El cuerpo embalsamado de Calvin yacía en algún enorme congelador de la antigua nave frigorífica de la propiedad. Marc lo había encontrado, y Renee lo había asesinado.

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