Catherine abrió la puerta y me condujo a través de un patio adoquinado. En el extremo este del edificio había un pequeño jardín con algunos árboles frutales y un viejo banco de piedra que parecía continuar por la parte de atrás. Caminamos por un sendero de losetas grises hasta la entrada principal, también cerrada con llave, y subimos en ascensor hasta el cuarto piso. No había portero. Catherine podía entrar y salir sin que nadie la viera.
El ascensor se abrió en lo que era la entrada del apartamento propiamente dicha, una zona tan amplia que podría haber instalado allí mi oficina y nadie habría tropezado conmigo durante al menos un mes. Una puerta adovelada daba entrada a la casa.
Una mujer de mediana edad con uniforme de sirvienta salió de algún cuarto del fondo.
– Oh, es usted, señorita Katerina. ¿Y su amiga?
– Una conocida de la empresa, Elsbetta. Estaremos en mi habitación.
– ¿Quiere que les lleve té? ¿Café? ¿Zumo? -Hablaba un inglés preciso, pero con un fuerte acento: arrastraba las eses de la misma manera en que lo hacía la madre de mi padre.
– No necesitamos nada, gracias -dijo Catherine con firmeza: no era una invitada, y no me ofrecería ningún refresco.
– ¿Estaba usted aquí ayer por la noche? -le pregunté a Elsbetta.
– ¿Aquí? Sí, duermo aquí.
Catherine me echó una mirada furibunda, pero dijo:
– Esta mujer quiere saber si yo también estaba aquí.
– ¿Qué quiere decir? ¿Que si estuvo usted en casa? Sí, claro que sí. Comió con sus amigas, vino a casa y a las diez y media se acostó, y yo también, yo también me fui a dormir. -Elsbetta se volvió hacia mí-. Cuando la señora Renee no está, me quedo despierta hasta que Katerina se va a la cama.
Catherine me ofreció una tensa y triunfante sonrisa y me llevó a su habitación. Estaba pintada con colores llamativos, y amueblada de manera que te recordara cada vez que entrabas que habías nacido con unas obligaciones especiales: en primer lugar, la televisión en estéreo de Bang & Olufsen, luego el armario y el escritorio de época, y valiosas alfombras de artesanía navaja. Éstas se extendían sobre un suelo de madera tan reluciente que se nos reflejaban las piernas en él. Algunas más cubrían dos divanes colocados frente a una chimenea en uso.
La habitación daba al jardín trasero. Abrí la contraventana y me asomé a un pequeño balcón. No hacía falta ser un gran atleta, sólo sentirse seguro, para pasar del balcón a la escalera de incendios atornillada a la pared de ladrillo a un metro escaso de distancia.
– De modo que te fuiste a la cama a las diez y media, esperaste a que Elsbetta apagara la luz, luego bajaste por el balcón, saliste por la puerta trasera y te dirigiste a los barrios residenciales del oeste. Tienes carné de conducir, o acceso a un coche, da igual. Hiciste lo que fuera en Larchmont y volviste por donde habías ido. Pero como estabas muy cansada, te levantaste tarde y te perdiste la clase de álgebra de esta mañana.
Me miraba hecha una furia.
– ¿Qué intenta demostrar? ¿Que puede seguirme los pasos? Sabe que en Illinois eso va contra la ley.
– Muchas cosas aquí van contra la ley. Yo no te sigo los pasos, sencillamente soy una investigadora competente. Si me tomara la molestia, seguro que encontraría rastros de tu ropa en la escalera de incendios. Siempre se quedan enganchadas algunas fibras en metales ásperos como ése.
Mientras ella trataba de pensar en una respuesta, me acerqué a ver las fotos que había en la repisa de la chimenea. Calvin Bayard y una Catherine de ocho o nueve años en un día de pesca: él con una sonrisa apacible, ella con cara de emoción. Calvin con una mujer morena de baja estatura; Catherine con la misma mujer. Otros grupos familiares. No estaba muy claro quiénes eran sus padres.
– ¿Qué es lo que tiene mío? -preguntó a mis espaldas.
– Tu osito de peluche. So te cayó de la mochila cuando huiste de mí el domingo por la noche.
– Ah, es eso. Puede quedárselo.
Podía verla en el espejo situado sobre la repisa. Su gesto traslucía nerviosismo. No estaba tan tranquila como quería hacer creer.
– ¿No sabías que Marcus Whitby había muerto cuando regresaste a Larchmont anoche? -Hablaba mirando los trofeos, observándola a través del espejo.
– No sé de qué me habla.
– Te preocupaste cuando faltó a la cita el domingo. ¿O pensaste que yo lo había asustado?
– No conozco a ningún Marcus Whitby, así que deje de comportarse como si fuese… Jack McCoy.
Me di la vuelta para mirarla.
– ¿No conoces a Marcus Whitby? ¿El hombre que saqué del estanque de Larchmont? ¿No sabes que está muerto?
Los ojos y la boca se le abrieron en lo que parecía verdadera perplejidad.
– ¿Que encontró a un hombre muerto allí? ¿Qué le ocurrió?
– ¿Es que no lees los periódicos ni ves las noticias? Cuando enciendes ese maravilloso ordenador que tienes, ¿no te aparece la CNN o la NBC o algo que te cuente lo que pasa fuera de la Gold Coast?
Ella se puso tensa.
– Para su información, estoy muy al tanto de los temas de actualidad. Pero eso no significa que lea todas noticias sobre cada persona que muere en el mundo. ¿Por eso estaba usted en Larchmont? ¿Estaba siguiéndolo? ¿Quién era?
Me senté en uno de los divanes frente a la chimenea y le hice un gesto para que se sentara en el otro.
– Marcus Whitby trabajaba para la revista T-Square.
Ella se encogió exageradamente de hombros, como hacen los adolescentes para mostrar indiferencia.
– Arte y entretenimiento negros, clase media. -Como ella seguía fingiendo ignorancia, añadí-: Escribió un artículo sobre Haile Talbot. Pensé que quizá fue a propósito de eso como os conocisteis.
– No lo conozco. Me refiero al Marcus ese. Y apenas conozco a Haile Talbot. Que trabajara para él como asistente personal no quiere decir que lo acompañara cuando salía en los medios. Tenía a una persona que se encargaba de eso.
– Entonces, ¿con quién habías quedado en Larchmont?
Ella se mordió los labios.
– Con nadie. Fui allí por una apuesta. No estaba haciendo nada malo. Ahora ya puede devolverme el oso y marcharse a su casa.
Negué con la cabeza.
– No. Sé que anoche volviste allí, y aunque fuera tan cándida como para creerte…
– ¿Y dice que no está siguiéndome los pasos?
Hice caso omiso de la interrupción.
– Te dije al principio que o yo o la policía. Como no quieres hablar conmigo, lo harás con la policía. Estuviste en la escena de una muerte misteriosa, la escena de un crimen, escapaste, a ellos les va a interesar mucho hablar contigo. Así que, ¿con quién tengo que hablar sobre este asunto? ¿Con tu padre, con tu madre o con tus abuelos?
A Catherine se le nubló la mirada, pero antes de que dijera nada alguien llamó a la puerta y la abrió inmediatamente. La mujer morena y bajita de la fotografía entró y cruzó la habitación de la chica como un obús.
EL OBÚS
– ¡Abuela! -Catherine dio un respingo y, sobresaltada, nos miraba a su abuela y a mí alternativamente-. ¿Qué haces en casa tan temprano?
Renee Bayard se inclinó sobre Catherine para darle un beso. Era mayor que en las fotos de la repisa. Tenía el cabello oscuro entreverado de mechas grises, pero se veía que tenía la piel increíblemente tersa y suave bajo la ligera capa de maquillaje. El vestido rojo que llevaba, de una lana tan suave que me dieron ganas de tocarlo, parecía hecho a la medida de aquel cuerpo pequeño y robusto. Un brazalete de piezas de marfil resonó cuando rodeó a su nieta con los brazos.
– Me he cansado de escuchar a gente que siempre habla de lo mismo. Y esta tarde quería ir a la reunión de padres de tu colegio, para discutir sobre la intención del Departamento de Justicia de examinar los expedientes de los alumnos, así que pensé que podía venir a casa primero y tener una cena familiar, si es que no estás ya comprometida.
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