Saqué unos pañuelos de papel limpios del montón que había guardado antes de salir de casa, pero no intenté que dejara de llorar. Ella lo había amado en vida, de eso no había duda. Y en adelante Whitby sería su particular héroe muerto del que guardar viva la memoria.
– No es justo. Era tan inteligente y tan adorable que no merecía morir -dijo entre sollozos-. Yo no creo que se haya suicidado. Sé que las personas como Delaney se reirían de mí, de la misma forma que yo me río de su estúpido enamoramiento de Simón Hendricks; pero Marc era diferente, especial, y nunca se habría emborrachado ni saltado a ese viejo y espantoso estanque.
– Eso es lo que piensa su hermana; que él jamás habría hecho una cosa así, quiero decir -intervine cuando Aretha dejó de llorar y se enjugó las lágrimas-. No, no se disculpe. A veces el dolor nos golpea en los momentos más inesperados, haciéndonos más vulnerables. Pero ¿sabe a qué fue Marc, el señor Whitby, allí? ¿Acaso Kylie tenía una casa en New Solway?
Ella se terminó la coca-cola.
– No, siempre vivió en Bronzeville, excepto los años que pasó en África. Y tampoco tenía familia en esa zona del oeste: yo revisé las notas de Marc porque me había hecho la misma pregunta.
– ¿El señor Whitby mencionó alguna ve/, a Calvin Bayard? -pregunté.
– ¿El de Ediciones Bayard? Tenemos prohibido dirigirnos a ellos; el señor Hendricks teme que nos quiten las primicias de nuestras historias porque poseen revistas con más reporteros y más dinero que nosotros. Marc lo sabía. -Hizo una pausa-. Oh. ¿El señor Bayard vive en New Solway? ¿Cree que Marc fue a verlo sin decirnos nada porque sabía que al señor Hendricks no le gustaría?
Moví la cabeza.
– Aún no sé lo suficiente como para establecer una teoría, pero me parece una posibilidad.
– Revisaré sus notas para ver si Marc dice algo sobre Bayard, pero nunca los mencionó, es decir, ni al señor Bayard ni a Ediciones Bayard.
– ¿Podría ver las notas de Marc? -pregunté como si fuera la cosa más natural del mundo.
Ella arrugó la cara.
– No creo que al señor Hendricks le guste que ese material salga del edificio. Pero puedo buscar lo que Marc dejó en su escritorio para que lo lea aquí.
Salimos de la sala de conferencias y la seguí por del pasillo. Como en todas las oficinas, cada piso era un cuadrado que se organizaba alrededor de los ascensores y de los baños. Terminamos en un rincón cerca de donde habíamos comenzado, en una hilera de cubículos que daban a una pared interior. Había pocas personas trabajando en sus mesas, pues casi todos estaban asomados por encima de los tabiques charlando unos con otros. Me miraron sin disimulo, pero no interrumpieron sus conversaciones.
El penúltimo cubículo del pasillo tenía una placa negra con el nombre de Marcus Whitby. A diferencia de casi todos los escritorios que acababa de ver, éste estaba extraordinariamente ordenado, sin montones de papeles en el suelo, ni pilas de carpetas ladeadas. Le pregunté a Aretha si había ordenado el lugar después de su muerte.
– No. Marc era un fanático del orden. Todos le tomaban el pelo con eso. -Le temblaba la voz, pero no llegó a quebrársele.
– Es verdad. -El hombre de la mesa de al lado, que había estado hablando con una compañera, se inclinó hacia nosotras-. Whitby era Míster Quisquilloso Compulsivo: no podías pedirle nada prestado si no le habías devuelto lo de la semana anterior. ¿Es usted su abogada?
– No, ¿por qué? ¿Necesitaba un abogado?
El hombre sonrió maliciosamente.
– Era por decir algo. Veo que no es de la revista. Soy Jason Tompkin.
– Y yo V.I. Warshawski. Soy investigadora privada, y la familia de Whitby me ha contratado para que averigüe cómo murió. ¿Le dijo alguna vez que iba a ir a New Solway?
Tompkin negó con la cabeza.
– Marc trabajaba solo. Aquí casi todos compartimos nuestro trabajo; ya sabe, cuando estás bloqueado, o no sabes por dónde empezar, recurres a tus compañeros para acelerar lo que tengas entre manos. Marc no. Él poseía el material.
– Ayudaba a la gente de buena gana -intervino Aretha-. Tú no eres más que un holgazán, J.T., y lo sabes.
Tompkin hizo otra mueca.
– Deberías haber sido carpa, Aretha. De todas las personas que conozco eres la que más deprisa muerde el anzuelo. Pero no puedes negar que Whitby no permitía que nadie se enterase de lo que estaba haciendo. Simón y él discutieron más de una vez por esa razón.
– ¿Por eso el señor Hendricks se ha mostrado tan reacio a decirme en qué trabajaba el señor Whitby? -pregunté.
Tompkin consideró que aquello era lo bastante gracioso como para reírse, pero cuando Aretha le lanzó una mirada furibunda, se calló y se puso a hablar de nuevo con la otra compañera. Aretha buscó rápidamente en un archivador de disquetes.
– Aquí está Bronzeville, pero sé que Marc guardaba casi todo el material sobre Kylie Ballantine en casa. No encuentro ni sus notas ni su libreta, él escribía cosas a mano. Puede que las guardara en casa también. Muchos escritores hacen prácticamente todo el trabajo en casa. ¿Se imagina lo que sería trabajar con Jason Tompkin parloteando todo el santo día?
Esto último lo dijo en voz alta, para que Tompkin la oyera, pero lo único que hizo él fue reírse de nuevo y decir:
– Estimulación, querida, yo lo estimulaba, pero Marc era demasiado inflexible para disfrutar con ello.
Seguí a Aretha hasta su mesa. Los asistentes de investigación y supervisores de datos estaban separados por un tabique: la mesa de Aretha no se encontraba en un cubículo, sino que era una de las cuatro que formaban un cuadrado. Introdujo el disquete en su ordenador, echó una ojeada a los contenidos, pero dijo que allí no había nada actualizado.
Me incliné por encima de su hombro para examinar lo que aparecía en la pantalla. Ella abrió el archivo de Kylie Ballantine. Tenía notas, además de las fuentes, fundamentalmente artículos privados con el rótulo «VH»; la Colección Vivían Harsh de la biblioteca de Chicago, me explicó Aretha. Cuando advirtió que intentaba garabatear notas de la pantalla en mi libreta, me imprimió una copia.
– También puedo darle los números atrasados de T-Square en los que ya escribió sobre Bronzeville. Aprenderá muchas cosas sobre su historia. Aquí no hay nada sobre lo último que estaba haciendo. Si su hermana tiene sus pertenencias, tendrá también la libreta y el material. Usted cree que… ¿podría preguntarle a su hermana si…? Me encantaría quedarme con una de sus libretas…
Le prometí que en cuanto pudiera ver lo que él guardaba en casa, intentaría hacerle llegar sus papeles personales. Estaba desconcertada, no obstante: esperaba encontrar alguna pista allí, algo revelador. Pero quizá no había nada que encontrar. Tal vez Marcus Whitby había ido a hablar con Calvin Bayard, pero… ¿sobre qué? ¿Sobre escritores que figuraron en la lista negra y que Bayard pudo haber conocido? No lo mencionaría porque tenían prohibido hablar con Bayard. Luego se perdería al volver al coche, tropezó con unos ladrillos sueltos, se cayó al estanque y murió. Pudo haber ocurrido así.
– ¿Por qué Simón Hendricks no quería que supiera en qué estaba trabajando Marc si no hay nada que ocultar al respecto? -le pregunté a Aretha mientras esperaba conmigo el ascensor.
Ella se movió incómoda.
– Oh, cosas de las empresas… ya sabe.
– Ya veo -mascullé, comprendiendo de pronto la risa de Jason Tompkin-. ¿No quería ver a una mujer blanca por aquí?
Ella enrojeció.
– No es nada personal. Pero el señor Hendricks, en fin, llegó a la compañía cuando el señor Llewellyn aún estaba luchando por hacerse un hueco, para conseguir capital, distribuidores, todo. Creo que esperaba que la familia Whitby contratase a otra clase de detective.
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