Iba hablando mientras me conducía por el pasillo con sus desgastadas zapatillas, caminando tan deprisa como yo, a pesar de que un paso mío equivalía a dos de los suyos. Pasamos por oficinas y cubículos atestados de papel. Vi organigramas de producción colgados en distintas puertas, estantes repletos de viejos números de publicaciones de Llewellyn, libros de referencia y una habitación con material de oficina donde un hombre y una mujer discutían en tono áspero.
Por fin llegamos a una sala de conferencias, en la que no había más que una mesa llena de arañazos y un par de sillas plegables.
– Aquí es donde se reúnen los escritores -me contó Aretha-. Nada especial ni para ellos ni para nosotros, los asistentes de investigación. Los editores tienen muebles de caoba, frigorífico y de todo, pero puedo traerle un refresco o un café de la máquina expendedora.
Tenía la garganta seca; un refresco de limón me parecía más apetecible que un café de máquina. Mientras Aretha iba a por las bebidas, leí el proyecto que Delaney me había pasado. Constaba de una sola página, y en ella se daba por sentado que el lector sabía lo que era el Proyecto Federal de Teatro Negro; Whitby proponía ocuparse de diversos participantes de Chicago: «No los conocidos Theodore Ward o Shirley Graham, sino otros que deberían ser tan conocidos como ellos, sobre todo Kylie Ballantine. Sus historias se intercalarán en la de Bronzeville».
Lo leí dos veces. Cuando volvió Aretha, yo estaba examinando una pizarra que colgaba de la pared. Estaba repleta de flechas y señales alrededor de los nombres de Halle Berry y Denzel Washington y de los próximos Oscar.
Ella sonrió.
– Por supuesto que vamos a enviar a unos cuantos escritores a los Oscar. Me encantaría ser uno de ellos; adoro a Halle Berry. Supongo que ganar un Oscar es algo que se espera de la crème de la crème, aun cuando no sea lo mismo que ganar el Premio Nobel. Nosotros fuimos los primeros en publicar estudios sobre Toni Morrison y Derek Walcott.
Ah. T-Square. La crème de la crème de la raza negra, de W. E. B. DuBois, convertido en una revista de celebridades.
– ¿Ayudaba a Marcus Whitby en su trabajo sobre el Proyecto Federal de Teatro Negro? No sé mucho sobre eso.
– Formaba parte de la WPA, la Administración para el Progreso del Trabajo que Roosevelt creó en los años treinta, con el fin de promover el empleo entre los trabajadores desocupados. Se trataba de buscar trabajo a dramaturgos y artistas, y se les ocurrió la idea de un teatro para el pueblo. ¿Se imagina al actual Gobierno haciendo algo así? -dijo, esbozando una simpática sonrisa-. Así que había un teatro yidis, marionetas de vanguardia, muchas cosas distintas, y también un teatro negro, que existió en veintidós ciudades, si bien sólo fue verdaderamente productivo en tres: Chicago, Nueva York y, por alguna razón que se me escapa, Seattle. Aquí, en Chicago, teníamos a los dramaturgos Richard Wright y Theodore Ward y a Kylie Ballantine, una coreógrafa. Shirley Graham era la esposa de DuBois y una directora teatral muy conocida. Hicieron algunas cosas bastante sorprendentes, la más famosa fue el Swing Mikado; pero Ward escribió un libro titulado Gran niebla blanca, que trataba sobre el verdadero estado de las relaciones raciales en este país. Entonces a los republicanos del Congreso les entró el pánico: alegaron que el Proyecto Federal de Teatro Negro era un frente comunista y lo liquidaron a los dos años.
– ¿Y a usted le parece que lo era? -Sentía curiosidad.
Ella se inclinó hacia delante. El borde marrón de las mangas de su chaqueta se le ajustaba mucho en sus rechonchos antebrazos.
– Verá, todo eso se remonta a la publicación de Lo que el viento se llevó. La gente, bueno, gran parte de la América blanca, aceptaba la idea de Margaret Mitchell de que todos los negritos eran felices hasta que vinieron los malvados yanquis y abolieron la esclavitud. Había, claro está, algunos compañeros de viaje en el proyecto, pero la mayoría era gente a la que, durante un breve espacio de tiempo, se le brindaba la oportunidad de montar auténtico teatro en escenarios de verdad, en lugar de tener que hacer espectáculos callejeros o representar a los típicos personajes negros.
– Entonces, ¿qué era lo que le interesaba al señor Whitby? ¿Las batallas ideológicas?
Movió la cabeza con tanta energía que le bailaron sus cortos rizos.
– No. Algunas personas creen que el PTN, el Proyecto de Teatro Negro, no era más que otra oportunidad para que la burguesía blanca explotara a los artistas negros, pero a Marc no le interesaba el lado ideológico. Quería investigar la historia del Taller Literario de Chicago, en el que participaron muchos de estos artistas, para averiguar qué había sucedido con él. Y estaba especialmente interesado en Kylie Ballantine. Ella tenía una personalidad muy compleja: era bailarina y coreógrafa, pero también antropóloga, y escribió libros sobre danza y rituales africanos. Tenía un estudio en su casa de Bronzeville. Marc quiere… quería -se corrigió con tristeza- comprar su casa con la esperanza de convertirla en un museo, pero el nuevo propietario la dividió en un puñado de apartamentitos y se negó a vender. Así que Marc compró una casa cercana, y luego inició una campaña para conseguir que la pusieran en el registro nacional de edificios históricos. Puede que yo continúe con eso.
Dejó escapar un breve sollozo y durante un minuto se ocupó en su cuaderno de notas. Esperé a que se tranquilizase, y luego le pregunté si sabía cuánto había trabajado Marcus en la historia de Kylie Ballantine.
– Más bien habría que decir cuánto tuvo que recortar. Tenía tanto material sobre Kylie que tenía pensado reunirlo en un libro. El artículo para T-Square estaba casi terminado. Había publicado artículos esporádicos sobre la historia de Bronzeville. Conoce Bronzeville, ¿verdad?
Hice una mueca de disculpa.
– En realidad no. Era la zona de Cottage Grove Avenue destinada a los afroamericanos que llegaron de forma masiva a Chicago después de la Primera Guerra Mundial, creo.
– No exactamente -dijo ella, con una sonrisa amistosa que hizo que me alegrara de que fuera ella y no Delaney o Simón Hendricks quien estuviera ilustrándome-. Tiene razón en lo de que fueron empujados hacia esa estrecha franja a lo largo de Cottage en el South Side. Pero Bronzeville, en cierto sentido era un estado de ánimo, incluía las maravillosas mansiones de King Drive, ya sabe, un poco hacia el oeste de Cottage. Allí es donde vivió Ida B. Wells, por ejemplo, y Richard Wright cuando estuvo aquí, y Daniel Hale, que tuvo una clínica allí, porque, a pesar de que fue él quien hizo la primera operación a corazón abierto en el mundo, no le permitían ejercer en ningún hospital de blancos. Pero también, como los negocios del centro comercial estaban segregados, había una zona de tiendas alrededor de la calle 35. Nadie echa en falta la segregación, pero es una pena que todos esos negocios y pequeños locales hayan desaparecido.
Las dos guardamos silencio durante unos instantes, lamentando la desaparición de los pequeños negocios, o tal vez la muerte de Marcus Whitby.
Aretha movió de nuevo los rizos.
– El caso es que Marc estaba fascinado con Bronzeville. Él era de Atlanta, de modo que tenía una experiencia completamente distinta; en algunos aspectos mejor y en otros peor, pero definitivamente distinta, y se sentía obligado a conservar y dejar constancia de la historia de Bronzeville. Entonces se enamoró de Kylie.
– Ella ya no vive, ¿verdad? -pregunté perpleja.
– Oh, no. Murió en 1979. Pero ya sabe que a veces nos sentimos tan fascinados por una persona muerta que para nosotros es como si estuviera viva. Marc y yo solíamos bromear sobre eso, sobre cómo yo jamás… -De pronto se deshizo en lágrimas.
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