Sara Paretsky - Lista negra

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Una historia de secretos y mentiras que atraviesa cuatro generaciones.
Tras los atentados del 11 de septiembre, la detective V.I. Warshawski acepta un extraño encargo de uno de sus clientes más importantes: debe vigilar la antigua mansión de su madre, pues la anciana está segura de ver luces en ella.
En medio de la noche, la investigadora encuentra en los jardines de la casa el cadáver de un periodista negro. Al ver que la policía está más que dispuesta a dar carpetazo al asunto, la familia del difunto contrata los servicios de Warshawski para que les ayude a limpiar su buen nombre.
De este modo, la detective se irá enredando en una tela de araña hecha de lujuria, dinero mal adquirido, secretos ocultos y poder que se remonta a la época de la “caza de brujas” del senador McCarthy y las tristemente famosas listas negras.
Warshawski se dará cuenta de que hay fuerzas muy poderosas empeñadas en que la sórdida verdad no salga a la luz, y de que tendrá que poner toda su habilidad en juego sino quiere correr el riesgo de ser un eslabón más en la cadena de extorsiones y asesinatos.

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Toqué el andrajoso osito de peluche que llevaba en el bolso. A medida que pasaba el tiempo, empecé a pensar que tal vez me había equivocado, o que a lo mejor ella tenía entrenamiento de lacrosse o reunión de editores júnior. Justo cuando ya había decidido probar suerte en Banks Street, apareció Catherine Bayard.

Aunque era más pálida de lo que me había parecido a la luz de la luna, la reconocí de inmediato. Tenía la boca amplia y temblorosa, y la cara tan delgada que los pómulos casi formaban un ángulo oblicuo con respecto a la nariz. La falta de sueño le había producido enormes ojeras.

Iba con otras dos muchachas que se quejaban a voz en grito del extraño comportamiento de alguien, pero se diría que Catherine no las escuchaba. Aunque una era rubia y la otra india, las tres se parecían mucho, con sus vaqueros ajustados y sus chaquetones cortos. Quizá fuera la buena salud y la confianza en sí mismas que destilaban. O el bienestar económico, que se manifestaba en pequeños detalles, como los pendientes de diamantes de la rubia o la bufanda y el gorro de cachemira de la chica india.

– Tierra llamando a Catherine -dijo la muchacha india-. ¿Me oyes?

Catherine parpadeó.

– Lo siento, Alix. Anoche no dormí bien.

– ¿Jerry? -preguntó la rubia en tono de burla.

Catherine se obligó a sonreír.

Cuando el trío torció hacia el sur en Astor, les salí al paso.

– Hola, Catherine. V.I. Warshawski.

Las tres muchachas se quedaron inmóviles. La alarma que se nos activa cuando nos aborda un extraño les sonaba a ellas en la cabeza con tal intensidad que hasta yo la oía. La que había mencionado a Jerry miró por encima del hombro como pidiendo ayuda.

– Nos conocimos el domingo por la noche -dije con inocencia-. Cuando a ambas nos dio por correr tan tarde. Te dejaste algo, ¿recuerdas?

– Voy a buscar a Ridgeley. -La rubia se giró hacia las escaleras.

– No, Marissa. No pasa nada -exclamó Catherine con otra sonrisa poco convincente-. Se me había olvidado. Salí a correr a medianoche y me crucé con esta mujer.

– ¿A correr? ¿A medianoche? Siempre has dicho que los corredores son los mayores gilipollas del planeta -dijo Marissa.

– Sí. Bueno… Ya sabes… los exámenes de acceso a la universidad, la enfermedad de mi abuelo y demás… Pensé que haciendo algo de ejercicio me olvidaría un poco de todo eso, y no podía montar a caballo en plena noche. De todos modos, dejadme que averigüe qué quiere esta persona. Debe de creer que es la dueña del universo.

– No, sólo de una pequeña franja de Chicagoland -respondí sonriendo con afabilidad-. ¿Dónde podemos hablar en privado? ¿En Banks Street? ¿O quieres venir a mi oficina?

– Hay un café a la vuelta de la esquina -dijo Catherine.

– No es lo bastante tranquilo. Mi oficina está a unos tres kilómetros hacia el oeste, en la avenida North. O… tal vez prefieras volver a la antigua propiedad de los Graham. Tú eliges.

Dirigió una mirada poco alegre a sus compañeras, a mí, luego al colegio, y al final dijo que podíamos ir a su casa. Sus amigas se quedaron al margen visiblemente nerviosas, preguntándose si Catherine estaría a salvo conmigo. Finalmente, Alix le recordó que tenía su número de busca, que no dejara de llamarla si necesitaba ayuda.

– Estaremos en Grounds for Delight, leyendo, hasta las seis más o menos -dijo la otra chica-. Puedes reunirte con nosotras allí.

Bajamos juntas la calle, en incómodo cuarteto, hasta que las amigas de Catherine torcieron hacia el oeste en el primer cruce. Alix volvió a recordar a Catherine que llamara si quería que avisaran al 911.

– Trabajé un verano en la Fundación Bayard mientras estudiaba Derecho -dije cuando nos quedamos solas-. Antes de entrar en la policía, quiero decir. Soy una gran admiradora de tu abuelo; lamento que esté enfermo. -Ella miraba para otro lado: no iba a ayudarme-. El domingo por la noche me caí en un estanque cuando corría detrás de ti -insistí-. Así es como cogí este resfriado. Y también como encontré a Marcus Whitby.

– Quienquiera que sea: vale, me vio el domingo. ¿De verdad tiene algo mío, o sólo lo ha dicho para que la acompañara hasta aquí? -Seguía evitando mi mirada, de modo que sólo le veía la oreja izquierda. Aquel lóbulo blanquecino revelaba lo joven que era, y la hacía parecer frágil y vulnerable.

– Es cierto que tengo algo tuyo. Por eso resultó fácil encontrarte. Lo que no entiendo es por qué volviste a Larchmont anoche.

Eso la sorprendió tanto que me miró.

– ¿Cómo…? Mentira… Anoche estuve aquí, en la ciudad.

– Tu abuela sin duda respaldará tu versión. Se lo preguntaremos cuando lleguemos a tu casa.

– Puede preguntarle al ama de llaves -dijo tras una pausa-. Mi abuela todavía está en el despacho. Anoche me fui a la cama antes de que ella llegara.

Asentí con la cabeza.

– ¿El ama de llaves es la señorita Lantner? ¿Trabaja en la mansión de New Solway y en Banks Street?

– ¿Cómo sabe todo eso sobre mi familia? -preguntó-. Dónde vivo y todo lo demás… ¿Cómo sé yo quién es usted?

– No lo sabes. No lo has preguntado. Soy exactamente lo que te dije el domingo: una investigadora privada. Antes era abogada defensora de oficio. No sé a quién creerías más, pero puedo remitirte a un periodista del Herald-Star, o a cualquiera de la policía de Chicago. O, mejor aún, a Darraugh Graham. Trabajo mucho para él. Debes de conocerlo puesto que vas mucho por la casa en la que vivió de pequeño, ¿no? -Se mordió el labio pero no dijo nada-. Sería una estupenda idea que llamaras a cualquiera de esas personas y les preguntases si me conocen. No deberías fiarte de ningún extraño que te aborde en la calle. Pero tú y yo vamos a hablar, porque si no lo hacemos, daré tu nombre y tu número de teléfono al comisario del condado de DuPage. De momento soy la única persona que sabe que te encontrabas en la escena del crimen el domingo por la noche, pero en cuanto se entere el comisario, vendrá aquí con toda la fuerza que pueda emplear con la nieta de tan poderoso contribuyente. -Ni que decir tiene que a mí se me echaría encima como un tábano por haberle ocultado su existencia, pero confiaba en que a ella no se le ocurriese pensar en eso.

– Pero ¿de qué habla? ¿Acaso cree que a Rick Salvi le importará que haya entrado allí a escondidas?

– Me parece muy bien que sepas el nombre de pila del comisario, pero no estamos hablando de allanamiento de morada. Y por mucho que te acunara en sus rodillas cuando eras pequeña, querrá saber qué demonios estabas haciendo en Larchmont.

– No puedo evitar haber nacido en una familia rica, pero eso no significa que crea que tengo derecho a un trato especial -dijo, con los ojos brillantes-. Soy consciente de que si se tiene una posición especial, también se tienen obligaciones especiales.

Hice un gesto de asentimiento.

– No te pareces mucho a tu abuelo, pero me recuerdas a él. He leído en el anuario escolar que te gustaría entrar en la editorial. ¿Vas mucho por allí últimamente?

– Estuve haciendo prácticas el verano pasado. Trabajaba con Haile Talbot; quiero decir que le preparaba el café… -Se interrumpió cuando recordó que no éramos amigas, y se negó a hablar hasta que dimos la vuelta a la esquina de Banks Street.

Me alegró no tener que convencer a nadie para entrar allí: la casa familiar de la ciudad estaba en un edificio de cinco pisos, oculto desde la calle por un alto muro de piedra y una puerta de acero blindado con cristales oscuros de seguridad rellenando las fiorituras. Junto a la puerta había un hueco con un micrófono, donde habría tenido que inclinarme para tratar de convencer a alguien de que me dejara pasar.

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