Elizabeth George - Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla.
El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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Lynley entró y se quitó el abrigo mojado. Lo colgó del perchero que había a la derecha de la puerta. Alargó la mano hacia el perro para que pudiera reconocerlo por el olfato, y Peach dejó de ladrar y de gruñir; además, mostró su disposición a aceptar sus saludos en forma de caricias detrás de las orejas.

– ¡No podría estar más malcriada! -exclamó Deborah.

– Está haciendo su trabajo. De todos modos, no deberías abrir la puerta sin más a estas horas de la noche, Deb. No es muy inteligente.

– Siempre doy por sentado que si llama un ladrón, Peach le morderá los tobillos antes de que pueda llegar a la primera habitación. No es que tengamos cosas de mucho valor, pero no me importaría que alguien se llevara esa cosa horrible con plumas de pavo real que descansa sobre el aparador del comedor. -Sonrió-. ¿Cómo estás, Tommy? Yo, ya ves, trabajando.

Lo condujo hasta el estudio, donde vio que Deborah estaba envolviendo las fotografías que había seleccionado para la exposición de diciembre. El suelo estaba cubierto de fotografías enmarcadas que aún no habían sido protegidas con el plástico, junto con un frasco de limpiacristales que había estado usando para limpiar el cristal que las cubría, un rollo de papel de cocina, cientos de láminas de plástico, cinta adhesiva y tijeras. Había encendido la chimenea de gas de la sala, y Peach se dirigió al desvencijado cesto que había delante.

– Es una carrera de obstáculos -afirmó Deborah-, pero si eres capaz de recordar el camino hasta el mueble bar, sírvete un poco del whisky de Simon.

– ¿Dónde está? -le preguntó Lynley. Rodeó las fotografías y se dirigió hacia el mueble bar.

– Ha ido a la Real Sociedad Geográfica para asistir a una conferencia: alguien que ha hecho un viaje a alguna parte y que luego iba a firmar los libros. Creo que tiene algo que ver con osos polares. En fin, que ha ido a una conferencia.

Lynley sonrió. Tomó un buen trago de whisky. Le serviría para darle coraje. Mientras esperaba a que el alcohol le llegara a la sangre, le dijo:

– Hemos arrestado a alguien en el caso en el que estoy trabajando.

– No has tardado mucho. Eres la persona adecuada para hacer este trabajo, Tommy. ¿Quién lo habría dicho, teniendo en cuenta el modo en que te criaste?

Rara vez mencionaba su infancia. Al ser un niño privilegiado que había engendrado otro niño privilegiado, hacía tiempo que se había sentido irritado por las cargas de la sangre, de la historia familiar, y de las responsabilidades que ambas implicaban. El hecho de pensar en todo eso -la familia, títulos inútiles que cada vez tenían menos sentido, capas de terciopelo ribeteadas con piel de armiño, y más de doscientos cincuenta años de linaje que siempre determinaban cuál debería ser el siguiente movimiento- le sirvió de recordatorio de lo que había venido a decirle y por qué. Aun así, buscó evasivas y contestó:

– Sí. Bien. Uno siempre tiene que actuar con rapidez cuando se trata de un caso de homicidio. Si las pistas empiezan a enfriarse, cada vez es más difícil hacer un arresto. A propósito, he venido a por el ordenador. El que le traje a Simon. ¿Todavía está en el laboratorio? ¿Puedo subir a buscarlo, Deb?

– ¡Por supuesto! -contestó, aunque le lanzó una mirada de curiosidad, bien por el tema que había escogido, si tenía en cuenta a lo que se dedicaba su marido, estaba más que enterada de la necesidad de ir rápido en un caso de asesinato, o bien por el tono en el que habló, que era demasiado cordial para ser creíble-. Sube. No te importa que yo siga aquí trabajando, ¿verdad?

– En absoluto -respondió, e hizo su huida, tomándose su tiempo para subir la escalera hasta la última planta de la casa. Una vez allí, encendió las luces del laboratorio y encontró el ordenador en el mismo sitio exacto en el que St. James lo había dejado. Lo desenchufó, se lo colocó sobre los brazos y volvió a bajar. Lo dejó junto a la puerta principal, y contempló la posibilidad de despedirse de ella con un adiós animado y salir por la puerta. Al fin y al cabo, era tarde, y la conversación que necesitaba mantener con Deborah St. James podía esperar.

Sin embargo, en el preciso instante en que estaba pensando posponerlo de nuevo, Deborah apareció junto a la puerta del estudio y empezó a observarle.

– ¡Hay algo que no va bien en tu mundo! -comentó-. No le pasa nada a Helen, ¿verdad?

Y Lynley se percató de que no podía seguir evitándolo, por mucho que deseara hacerlo.

– No, a Helen no le pasa nada.

– Me alegra oírlo -contestó-, ya que los primeros meses de embarazo pueden ser terribles.

Abrió la boca para responder pero perdió las palabras. Luego las encontró de nuevo.

– Así pues, lo sabes.

Deborah sonrió y dijo:

– ¡Cómo no iba a saberlo después de…! ¿Qué? ¿Cuántos llevo? ¿Siete embarazos?… Me sé los síntomas de memoria. Nunca consigo llegar muy lejos, me refiero a los embarazos, claro está, pero eso ya lo sabes, pero sí lo suficiente para saber que nunca podía sobreponerme a los mareos.

Lynley tragó saliva. Deborah entró de nuevo en el estudio. La siguió, encontró el vaso de whisky en el mismo sitio en que lo había dejado, y se refugió momentáneamente en sus profundidades. Cuando pudo, dijo:

– Sabemos cuánto deseas… Cómo has intentando… Tú y Simon…

– Tommy -dijo con firmeza-. Me alegro por vosotros. Nunca deberías pensar que mi situación, la de Simon y la mía…bien, no… la mía, en realidad, podría evitar que me sintiera feliz por vosotros. Sé lo que significa para vosotros dos, y el hecho de que yo no pueda traer un bebé al mundo… Sí, bien, es doloroso. Claro que es doloroso. Pero no quiero que el resto del mundo se suma en mi dolor. Y, desde luego, no deseo que nadie más esté en mi situación para así sentirme acompañada.

Se arrodilló entre las fotografías. Parecía haber dado el tema por concluido, pero Lynley no podía porque, por lo que a él respectaba, aún no habían empezado a hablar del tema de verdad. Se sentó delante de ella, en el sillón de piel en el que St. James siempre se sentaba cuando estaba en la sala.

– Deb -dijo, y al ver que alzaba los ojos, prosiguió-: Hay algo más.

Los ojos verdes de Deborah se oscurecieron al preguntar:

– ¿A qué te refieres?

– A Santa Barbara.

– ¿A Santa Barbara?

– Al verano en que tenías dieciocho años, cuando estudiabas en el instituto. Ese año en que hice cuatro viajes para verte: en octubre, en enero, en mayo y en julio; especialmente en julio, cuando condujimos por la carretera de la costa hasta Oregón.

Deborah no dijo nada, pero su rostro palideció; en consecuencia, supo que ella comprendía adónde quería ir a parar. Incluso mientras lo hacía, deseaba que algo sucediera para poder detenerle y para que no tuviera que confesarle algo que ni siquiera él podía soportar.

– En ese viaje dijiste que era a causa del coche -le explicó-. No estabas muy acostumbrada a conducir. O quizá fuera la comida, dijiste. O el cambio de clima. O el calor cuando estabas dentro o el frío cuando estabas fuera. No estabas habituada a esos cambios de temperatura del aire acondicionado, pero ¿no es verdad que los americanos son adictos al aire acondicionado? Escuché todas las excusas que me diste y opté por creerte. Pero siempre… -No deseaba decirlo, habría dado cualquier cosa por no tener que hacerlo. Pero en el último momento se esforzó por admitir lo que hacía tiempo que intentaba apartar de su mente-lo supe.

Deborah bajó la mirada. Vio cómo alargaba las manos para coger las tijeras y un trozo de envoltorio de plástico, a la vez que acercaba una de las fotografías. No hizo nada con ella.

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