Elizabeth George - Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla.
El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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– De acuerdo, mamá.

– No me respondas «de acuerdo, mamá» como si no supiera de lo que estoy hablando.

– No te preocupes -le contestó-. Ya sé que lo sabes.

La besó en la cabeza y salió del piso. Sintió una punzada de remordimiento por haberle mentido -no lo había hecho desde la adolescencia-, pero se dijo a sí mismo que era por una buena causa. Era tarde y habría tenido que darle demasiadas explicaciones; tenía que ponerse en camino.

Fuera, la lluvia estaba causando los daños habituales en el edificio en el que vivían los Nkata. Se habían formado charcos de agua a lo largo de los pasillos exteriores que había entre los pisos, y se habían quedado estancados en el desprotegido nivel superior a causa del viento; se filtraban hasta los otros niveles a través de las grietas de los pasillos y del edificio en sí, que hacía tiempo que había sido construido pero que nunca había sido reformado. En consecuencia, la escalera estaba resbaladiza y era peligrosa, también como de costumbre, porque las bandas de goma de los escalones se habían desgastado -a veces las arrancaban los niños que tenían demasiado tiempo libre y demasiadas pocas cosas que hacer para llenarlo- y el hormigón que los revestía quedaba al descubierto. Y abajo, en lo que se consideraba el jardín, la hierba y los parterres de flores de tiempos remotos se habían convertido en una extensión de barro cubierta de latas de cerveza, envoltorios de comida para llevar, pañales de usar y tirar y otros detritos humanos que indicaban con elocuencia el nivel de frustración y desesperación en el que la gente caía cuando pensaba -o sabían por experiencia-que sus opciones eran limitadas a causa del color de su piel.

Nkata les había sugerido a sus padres más de una vez que se cambiaran de casa; de hecho, les había insistido en que él les ayudaría a hacerlo. Pero habían rechazado todas sus ofertas. Si la gente empezaba a arrancar las raíces en la primera oportunidad que se le presentara, le había explicado Alice Nkata a su hijo, la planta entera moriría. Además, quedándose donde estaban y teniendo un hijo que había podido escapar de lo que en verdad podría haberle arruinado la vida para siempre, servían de ejemplo para el resto de vecinos. No había necesidad de pensar que sus propias vidas estaban limitadas, si entre ellos vivía alguien que les había mostrado que eso no era así.

«Asimismo -había proseguido Alice Nkata-, la Estación de Brixton nos queda muy cerca. Y también Loughborough Junction. Para mí está muy bien, cariño. Y para tu padre también.»

Así pues, sus padres seguían allí. Y él vivía con ellos. Tener su propio piso aún le resultaba demasiado caro, y aunque no fuera así, quería quedarse en casa de sus padres. Les proporcionaba una sensación de orgullo que necesitaban, y él necesitaba dárselo.

Su coche relucía bajo una farola, recién lavado por la lluvia. Entró y se abrochó el cinturón.

Era un trayecto corto. Después de unas cuantas vueltas ya se encontraba en Brixton Road, desde donde empezó a dirigirse hacia el norte, rumbo a Kennington. Aparcó delante del centro de jardinería, donde permaneció sentado durante un momento, mirando al otro lado de la calle a través de las ráfagas de lluvia que el viento agitaba entre su coche y el piso de Yasmin Edwards.

En parte se había sentido obligado a ir hasta Kennington por la certeza de que había actuado mal. Se había dicho a sí mismo que lo había hecho mal pero por buenas razones, y creía que eso era bien cierto. Estaba casi seguro de que el inspector Lynley habría usado las mismas tácticas con Yasmin Edwards y su amante, y estaba convencido de que Barbara Havers habría hecho lo mismo, o más. Pero, evidentemente, sus intenciones habrían sido mucho más nobles que las suyas, y por debajo de su comportamiento no habría pasado una fuerte corriente de una agresión que era incoherente con la invasión que había perpetrado en la vida de esas mujeres.

Nkata no estaba muy seguro de dónde procedía esa agresión, o de lo que indicaba de él como agente de policía. Sólo sabía que la sentía y que necesitaba librarse de ella para poder volver a sentirse cómodo en su trabajo.

Abrió la puerta del coche de golpe, la cerró con cuidado después de salir, y cruzó la calle en dirección al bloque de pisos. La puerta del ascensor estaba cerrada. Cuando estaba a punto de llamar al timbre del piso de Yasmin Edwards, se detuvo, y se quedó con el dedo cerniéndose sobre el timbre adecuado. Sin embargo, llamó al piso de abajo, y cuando una voz de hombre preguntó quién era, le dio su nombre y le informó que alguien le había llamado por ciertos actos de gamberrismo que se habían producido en el aparcamiento. ¿Sería tan amable el señor -miró la lista de nombre con rapidez-el señor Houghton de mirar unas cuantas fotografías para ver si reconocía alguna cara entre el grupo de jóvenes que habían arrestado en la vecindad? El señor Houghton consintió en hacerlo y le abrió la puerta del ascensor. Nkata subió hasta el piso de Yasmin Edwards con cierto remordimiento por la forma en que había entrado, pero se dijo a sí mismo que después pasaría un momento por el piso de abajo y que se disculparía por la táctica que había usado.

Las cortinas estaban corridas en las ventanas de Yasmin Edwards, pero por la parte de abajo, y por detrás de la puerta, se filtraba un halo de luz; se oía el sonido de las voces del televisor. Cuando llamó a la puerta, ella acertadamente le preguntó quién era, y cuando él le respondió, se vio obligado a esperar durante treinta segundos eternos mientras ella decidía si le dejaba entrar.

Cuando se hubo decidido, se limitó a abrir la puerta unos diez centímetros, lo suficiente para que viera que llevaba unas mallas y un jersey muy holgado. Era rojo, del color de las amapolas. Yasmin no dijo nada, pero lo miró sin pestañear y sin la más mínima expresión en el rostro; sin darse cuenta eso le recordó quién era y lo que siempre sería.

– ¿Puedo pasar? -le preguntó.

– ¿Para qué?

– Para hablar.

– ¿De qué?

– ¿Está aquí?

– ¿Usted qué cree?

Oyó cómo se abría la puerta en el piso de abajo, y supo que el señor Houghton debía de estar preguntándose dónde estaba el policía que iba a mostrarle esas fotografías.

– Está lloviendo -le advirtió-. La humedad y el frío me están calando los huesos. Si me deja entrar, sólo me quedaré un minuto. Cinco, como máximo. Se lo prometo.

– Dan está durmiendo y no quiero que se despierte. Tiene que ir a la escuela y…

– De acuerdo, hablaré en voz baja.

Tardó otro momento en decidirse, pero al final se hizo a un lado. Se dio la vuelta y se encaminó hacia el lugar donde se encontraba antes de que él llamara a la puerta, dejando que él la acabara de abrir y que la cerrara con cuidado tras él.

Vio que estaba mirando una película en la que Peter Sellers empezaba a andar sobre el agua. Era una ilusión óptica, claro está, ese tipo de cosas simuladas pero que, sin embargo, sugerían muchas posibilidades.

Cogió el mando a distancia pero no apagó el televisor. Se limitó a bajar el sonido y a seguir mirando la película.

Captó el mensaje y no la culpó por ello. Aún lo trataría peor cuando le dijera lo que había venido a decirle.

– Hemos arrestado al conductor -le informó-. No fue… no fue Katja Wolff. Resultó ser que tenía una coartada perfecta.

– Sé lo de su coartada -contestó Yasmin-. Número cincuenta y cinco.

– ¡Ah! -Miró al televisor y luego la miró a ella.

Estaba sentada con la espalda recta. Parecía una modelo. Tenía el cuerpo perfecto para serlo, y ataviada con ropa moderna, habría quedado perfecta en las fotografías, salvo por su cara y por la cicatriz de la boca que le hacía parecer cruel, utilizada y enfadada.

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