– Seguir las pistas es parte del trabajo, señora Edwards -añadió-. Guardaba relación con la víctima y, por lo tanto, no podía pasarlo por alto.
– Supongo que hizo lo que tenía que hacer.
– Usted también -le contestó-. Eso es lo que he venido a decirle.
– Seguro que sí -replicó-. Chivarse es siempre lo más correcto, ¿no es verdad?
– No le dio elección cuando me mintió sobre dónde estaba la noche que esa mujer fue atropellada. O confirmaba su historia poniendo su vida -y la de su hijo-en peligro o decía la verdad. Si no estaba aquí, podría haber estado en cualquier otra parte, y por lo que sabíamos entonces, bien podría haber estado en West Hampstead. No podía permitirse el lujo de seguirle la corriente, mantener la boca cerrada y aceptar las graves consecuencias.
– Sí, bien. Katja no se encontraba en West Hampstead, ¿no es así? Y ahora que ambos sabemos dónde estaba y por qué, ya podemos dormir tranquilos. Ya no tendré problemas con la policía, ya no perderé a Dan, y usted ya no tendrá que dar vueltas en la cama mientras se pregunta cómo demonios puede acusar de algo a Katja Wolff, cuando a ella ni siquiera se le pasó por la cabeza hacerlo.
A Nkata le costaba comprender que Yasmin siguiera defendiendo a Katja a pesar de su traición. Pero se obligó a pensar antes de responder, y se dio cuenta de que lo que la mujer estaba haciendo tenía cierto sentido. A los ojos de Yasmin Edwards, seguía siendo el enemigo. No sólo era policía, lo que siempre le haría sentir incómoda, sino que también era la persona que le había obligado a percatarse de que estaba viviendo una farsa, participando en una relación que sólo existía en lugar de otra, otra que era mucho más importante para Katja, más deseada y simplemente inalcanzable.
– No -replicó-. Eso no me hacía perder el sueño.
– Yo creo que sí -fue su desdeñosa respuesta.
– Lo que quiero decirle -prosiguió- es que si no pudiera dormir no sería por ese motivo.
– Lo que usted diga -contestó. Volvió a coger el mando a distancia-. ¿Eso es todo lo que me quería decir? ¿Que hice lo correcto y que debería estar contenta porque nunca podrán acusarme de ser cómplice de una persona que no hizo nada?
– No -respondió-. No es todo lo que he venido a decirle.
– ¿No? Entonces, ¿qué más quiere contarme?
De hecho, no lo sabía. Deseaba decirle que había ido a verla porque las razones que le habían impulsado a presionarla habían sido muy confusas desde el principio. Pero si le decía eso, le estaría contando algo que era obvio y que ella ya sabía. Y él tenía más que la certeza de que ella se había dado cuenta de que los motivos que cualquier hombre pudiera tener para mirarla, hablar con ella o pedirle algo -esbelta, cálida y, sin lugar a dudas, viva- siempre serían confusos. Y también tenía la certeza de que no quería que lo comparara con esos otros hombres.
– No puedo dejar de pensar en su hijo, señora Edwards.
– Pues olvídese de él.
– No puedo -contestó. Y sin darle tiempo a replicar, prosiguió-: Las cosas son así. Tiene muchas posibilidades de ser un ganador, y usted lo sabe, pero sólo si sigue el camino adecuado. Y allí afuera hay muchas cosas que pueden apartarle del camino.
– ¿Se cree que no lo sé?
– Yo no he dicho eso -replicó-. Pero tanto como si le caigo bien como si me odia, podría ser amigo de su hijo. Me gustaría mucho.
– ¿El qué?
– Ser alguien para su hijo. Le caigo bien. Lo puede ver usted misma. Si lo saco de este barrio de vez en cuando, tendrá la oportunidad de relacionarse con gente como Dios manda. De relacionarse con un hombre que juega limpio, señora Edwards -se apresuró a añadir-. A un chico de su edad le hace mucha falta.
– ¿Por qué? Según me dijo, usted también pasó por eso.
– Sí, así es. Me gustaría contarle mis experiencias.
– Pues guárdeselas para sus propios hijos -dijo con un gruñido.
– Cuando los tenga, así lo haré. Les transmitiré mi experiencia, pero mientras tanto… -Suspiró-. Se trata de lo siguiente: su hijo me cae bien, señora Edwards. Me gustaría pasar con él el tiempo libre que tengo.
– ¿Haciendo qué?
– No lo sé.
– No le necesita.
– No le estoy diciendo que me necesite -repuso Nkata-. Pero necesita a alguien. A un hombre. Usted misma lo ve. Y pienso que…
– No me importa lo que piense. -Apretó el botón y subió el volumen. Lo más alto que pudo para que captara el mensaje.
Miró en dirección al dormitorio, preguntándose si el chico se despertaría, si entraría en la sala de estar, y si con su sonrisa de bienvenida confirmaría que lo que Winston Nkata estaba diciendo era verdad. Pero el aumento de volumen no traspasó la puerta cerrada, y si lo hizo, para Daniel Edwards sólo fue un ruido más en la noche.
– ¿Todavía guarda mi tarjeta? -le preguntó Nkata.
Yasmin no respondió; tenía los ojos clavados en el televisor.
Nkata sacó otra y la dejó sobre la mesilla que había delante de ella.
– Si cambia de opinión, llámeme. También puede llamarme al móvil. A cualquier hora. No importa.
Siguió sin responder y, en consecuencia, salió del piso. Cerró la puerta despacio, con suavidad.
Ya estaba en el aparcamiento, cruzando el suelo cubierto de charcos para llegar a la calle, cuando se percató de que había olvidado su promesa de pasar un momento por casa del señor Houghton para enseñarle la placa y para disculparse por el modo en que había entrado en el edificio. Se dio la vuelta para hacerlo y observó el edificio.
Vio que Yasmin Edwards estaba de pie junto a la ventana. Le estaba mirando. Y entre las manos sostenía algo que él deseaba con todas sus fuerzas que fuera la tarjeta que le acababa de entregar.
Gideon andaba. Al principio había corrido: por los frondosos confines de Cornwall Gardens y a través de la estrecha y húmeda hilera de tráfico que era Gloucester Road. Se dirigió como un rayo hacia Queen's Gate Gardens, y después pasó por delante de los viejos hoteles en dirección al parque. Y luego, sin darse cuenta, giró hacia la derecha y fue a parar al Conservatorio de Música. De hecho, no se había percatado de dónde estaba hasta que hubo subido una pequeña pendiente y hubo llegado a los bien iluminados alrededores del Royal Albert Hall, donde el público salía en tropel por la circunferencia de puertas del auditorio.
Allí, la ironía del lugar le había afectado y, en consecuencia, había dejado de correr. De hecho, se había detenido de golpe, con el pecho palpitante, bajo la lluvia, sin siquiera darse cuenta de que la chaqueta, empapada, le colgaba de los hombros y de que los húmedos pantalones le golpeaban las espinillas. Ante él se encontraba el mayor escenario del mundo: la sala más codiciada por toda persona de talento. Aquí, Gideon Davies había actuado por primera vez como el niño prodigio de nueve años que era, acompañado de su padre y de Raphael Robson; los tres deseosos por establecer el apellido Davies en el firmamento de la música clásica. Así pues, le parecía muy apropiado que su huida final de Braemar Mansions -de su padre, de las palabras de su padre y de lo que pudieran o no significar-le hubiera llevado a la misma raison d'étre de todo lo que había sucedido: a Sonia, a Katja Wolff, a todos ellos. Y lo que aún le parecía más apropiado era que la raison d'étre que había tras la otra raison d'étre -el público-ni siquiera sabía que él estaba allí.
Desde el otro lado de la calle del Albert Hall, Gideon observaba cómo la multitud abría los paraguas bajo el lloroso cielo. A pesar de que veía cómo movían los labios, no podía oír su animado parloteo, ese sonido tan familiar de los voraces buitres de la cultura que estaban saciados por el momento, el feliz sonido del tipo de gente cuya aprobación había deseado. Tan sólo oía las palabras de su padre, como un conjuro dentro de su cerebro: «Por el amor de Dios, lo hice, lo hice, lo hice. Cree lo que digo, lo que digo, lo que digo. Estaba viva cuando la dejaste, la dejaste, la dejaste. Yo la sostuve bajo el agua, bajo el agua. Fui yo el que la ahogó, ahogó. No fuiste tú, Gideon, hijo mío, hijo mío».
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