Llamó al comisario Leach para darle la noticia y le pidió que le pasara la información al subjefe de policía Hillier. Le informó que permanecería en Cornwall Gardens hasta que retiraran el Humber de la calle, y que después iría a recoger el ordenador de Eugenie Davies, tal y como tenía previsto desde un principio. ¿Aún quería el comisario Leach que fuera a buscar ese ordenador?
Leach le respondió que sí. A pesar del arresto, Lynley había actuado con improcedencia al llevárselo, y aún tenía que registrarlo junto a las demás pertenencias de la víctima.
– Ahora que hablamos del tema, ¿ha ocultado alguna cosa más? -le preguntó Leach con perspicacia.
Lynley le respondió que no había cogido nada más que perteneciera a Eugenie Davies. Nada de nada. Y se sintió satisfecho con la verdad de su respuesta. Porque había llegado a comprender, tanto en la fortuna como en la adversidad, que las palabras apasionadas que un hombre había escrito sobre un papel y mandado a una mujer -de hecho, incluso las palabras que uno puede llegar a pronunciar-sólo son una especie de préstamo para la mujer, al margen del período de tiempo que cumplan su función. Las palabras en sí siempre pertenecen al hombre.
– No me empujó -fue lo que Jill Foster le dijo a Barbara Havers en la ambulancia-. No debe pensar que me empujó. -Su voz era débil, tan sólo un murmullo, y tenía la parte inferior del cuerpo manchada del charco de orina, agua y sangre que se había ido extendiendo a sus pies cuando Barbara se arrodilló junto a ella al pie de las escaleras. Pero eso era todo lo que era capaz de decir, porque el dolor se estaba apoderando de ella, o, como mínimo, eso era lo que le parecía a Barbara a medida que oía cómo Jill gritaba y cómo el enfermero observaba las constantes vitales mientras decía:
– Conecta la sirena, Cliff.
Era una explicación más que suficiente del estado en que se encontraba Jill.
– ¿El bebé? -le preguntó Barbara al enfermero en voz baja.
Le lanzó una mirada, no pronunció palabra, y después miró el gota a gota que había colocado junto a la paciente.
A pesar de la sirena, a Barbara se le hizo interminable el trayecto hasta el hospital más cercano que tuviera sala de emergencias. Pero cuando llegaron, la respuesta fue inmediata y gratificante. Los enfermeros llevaron a la paciente al edificio a toda prisa. Una vez dentro, la fue a buscar una multitud de personal, que se la llevó de inmediato, solicitando equipo, pidiendo que llamaran al departamento de obstetricia y reclamando fármacos oscuros y procedimientos misteriosos con nombres que camuflaban los propósitos.
– ¿Saldrá con vida? -le preguntaba Barbara a cualquier persona que se dignara a escucharla-. Va de parto, ¿verdad? ¿Se encuentra bien? ¿Y el bebé?
– Los bebés no deberían nacer en estas circunstancias -fue la única respuesta que fue capaz de obtener.
Permaneció en urgencias, recorriendo la sala de espera de un lado a otro hasta que se la llevaron a toda velocidad a la sala de operaciones. «Ya lo ha pasado bastante mal», fue la explicación que le dieron y «¿Es de la familia?», la razón por la que no le dijeron nada más. Barbara no sabía por qué sentía que para ella era importante saber que la mujer se iba a poner bien. Lo atribuyó a una extraña hermandad que en ese instante sentía hacia Jill Foster. Después de todo, no habían pasado tantos meses desde que ella misma fuera llevada a toda prisa en una ambulancia después de su encuentro con un asesino.
No se creía que Richard Davies no hubiera empujado a Jill Davies escaleras abajo. Pero eso era algo que tenía que ser solucionado más tarde, una vez que el período de recuperación le hubiera dado tiempo a Jill de ponerse al corriente de las otras maldades que había perpetrado su prometido. Una hora más tarde, le informaron de que se recuperaría. Había dado a luz a una niña: sana, a pesar de la precipitada entrada que había hecho en este mundo.
En ese momento, Barbara pensó que podía marcharse, y cuando empezaba a hacerlo -de hecho, ya se encontraba delante del hospital intentando averiguar qué autobuses, si es que había alguno, pasaban por Fulham Palace Road-, se dio cuenta de que estaba delante de Charing Cross Hospital, el mismo hospital en el que estaba ingresado el comisario jefe Webberly. Entró de nuevo.
En la planta undécima, le preguntó a una enfermera que había junto a la Unidad de Cuidados Intensivos. «Crítico y estacionario» fueron las palabras que la enfermera utilizó para describir el estado del comisario jefe, de lo que Barbara dedujo que aún estaba en coma, que todavía estaba conectado al sistema de respiración artificial, y que aún estaba en peligro de sufrir más complicaciones; en consecuencia, rezar por su recuperación le parecía tan arriesgado como contemplar la posibilidad de su muerte. Las personas que habían sido atropelladas y que habían sufrido lesiones cerebrales solían superar la crisis radicalmente cambiados. Barbara no sabía si deseaba un cambio de esa índole para su superior. No quería que muriese. Ni siquiera se atrevía a pensar en ello. Pero tampoco se lo podía imaginar sufriendo meses o años de terrible convalecencia.
– ¿Está su familia con él? -le preguntó a la enfermera-. Soy una de las agentes que está investigando lo que sucedió. Les traigo noticias. Si quieren escucharlas, claro está.
La enfermera miró a Barbara de arriba abajo. Barbara soltó un suspiro y le mostró la identificación. La enfermera la miró de soslayo y le dijo:
– Si es así, espere un momento.
Barbara se quedó a la espera de ver lo que sucedía a continuación.
Havers se imaginó que saldría a recibirla el subjefe de policía Hillier, pero en su lugar apareció la hija de Webberly. Miranda parecía exhausta, pero le sonrió y exclamó:
– ¡Hola, Barbara! ¡Qué bien que hayas venido! ¡No puede ser que aún estés de servicio a estas horas!
– Hemos arrestado a alguien -respondió-. ¿Se lo dirás a tu padre? Bien, ya sé que no puede oírte ni nada… Aun así, ya sabes…
– Sí que puede oírme -replicó Miranda.
Barbara, esperanzada, le preguntó:
– ¿Ya ha salido del coma?
– No, no es eso. Pero los médicos me han dicho que la gente que está en coma puede oír lo que se dice a su alrededor. Y estoy segura de que estará encantado de saber que han arrestado al que lo atropelló, ¿no cree?
– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó Barbara-. Se lo he preguntado a una enfermera, pero no me ha dicho gran cosa. Sólo que todavía no se había producido ningún cambio.
Miranda sonrió, pero le pareció una respuesta que fue generada para aliviar la preocupación de Barbara, no un reflejo de lo que la chica sentía en realidad.
– No, de hecho, no ha habido ningún cambio. Pero tampoco ha sufrido otro ataque al corazón, lo que todo el mundo considera una buena señal. Hasta ahora, ha estado estable, y nosotros… bien, nosotros tenemos esperanza. Sí. Nos sentimos bastante optimistas.
Sus ojos estaban demasiado brillantes, demasiado asustados. Barbara deseaba decirle a Miranda que no tenía ninguna necesidad de fingir ante ella, pero comprendió que ese intento de optimismo era más para sí misma que para los demás.
– Entonces yo también tendré esperanza. Todos nosotros la tendremos. ¿Necesitas algo?
– ¡Oh, no! Al menos, creo que no. Vine desde Cambridge a toda prisa y me dejé un trabajo que tengo que entregar. Pero es para la semana que viene y supongo que para entonces… Bien, quizá…
– Sí, quizá.
Unos pasos procedentes del pasillo les desviaron la atención. Se dieron la vuelta y vieron que se acercaba el subjefe de policía Hillier con su mujer. Entre ambos se hallaba Frances Webberly
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