Elizabeth George - Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla.
El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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– Podría haberse librado del bebé. Habría sido muy fácil.

– Nada -repuse-es así de fácil, Raphael. Excepto mentir. Y eso sí que era fácil para todos nosotros, ¿no crees?

– Para tu madre, no -replicó Raphael-. Por eso se marchó.

Entonces se me acercó de nuevo. Me volvió a colocar la mano sobre el hombro, tenso, tal y como había hecho antes.

– Te habría dicho la verdad, Gideon. En eso debes creer a tu padre. Tu madre te habría dicho la verdad.

21 de noviembre, 1.30

Así pues, eso es lo único que me queda, doctora Rose: una certeza. Si hubiera vivido, si hubiéramos podido vernos, me lo habría contado todo.

Me habría hecho revivir mi propia historia, y me habría corregido allí donde mis impresiones hubieran sido falsas y mis recuerdos incompletos.

Me habría explicado los detalles que recuerdo. Habría rellenado los huecos.

Pero está muerta y, en consecuencia, no puede hacer nada.

Y yo me he quedado tan sólo con lo que recuerdo.

Capítulo 27

– Gideon, ¿qué estás haciendo aquí? -le preguntó Richard a su hijo.

– ¿Qué te ha pasado? -le preguntó Gideon a su vez.

– Alguien ha intentado matarle -explicó Jill-. Cree que ha sido Katja Wolff. Tiene miedo de que después vaya a por ti.

Gideon la miró, y después miró a su padre. Parecía, si acaso, desmesuradamente confundido. No parecía conmocionado, concluyó Jill, ni horrorizado de que Richard hubiera estado a punto de morir esa misma tarde, sino sólo confundido.

– ¿Qué motivo podría tener Katja para hacer una cosa así? -le preguntó-. No le serviría de nada para conseguir lo que quiere.

– Gideon… -espetó Richard con firmeza.

– Richard piensa que también va a ir a por ti -añadió Jill-. Piensa que ella es la que le empujó bajo las ruedas del autobús. Podría haber muerto.

– ¿Es eso lo que te ha contado?

– ¡Santo Cielo! ¡Eso es lo que sucedió! -respondió Richard-. ¿Qué haces aquí? ¿Cuánto tiempo hace que has llegado?

Al principio, no respondió. Pareció limitarse a hacer un catálogo mental de las heridas de su padre, ya que sus ojos se dirigieron a la pierna de Richard, después al brazo, y al final de nuevo al rostro.

– Gideon -repitió Richard-. Acabo de preguntarte cuánto tiempo…

– El suficiente para encontrar esto. -Gideon señaló la tarjeta que sostenía, Jill miró a Richard. Vio cómo entrecerraba los ojos.

– También me has mentido sobre esto -declaró Gideon.

Richard, que no apartaba los ojos de la tarjeta, le preguntó:

– ¿Sobre qué te he mentido?

– Sobre mi hermana. No murió cuando era un bebé ni cuando era pequeña. -Su mano arrugó el sobre y éste cayó al suelo.

Jill observó la fotografía que tenía entre las manos y replicó:

– Pero, Gideon, sabes perfectamente que tu hermana…

– Has estado husmeando entre mis cosas -le interrumpió Richard.

– Quería encontrar la dirección de Katja, ya que me imaginaba que la tenías escondida por alguna parte, ¿no es verdad? Pero lo que encontré…

– ¡Gideon! -Jill le mostró la fotografía que Richard guardaba para su hijo-. Lo que dices no tiene sentido. Tu hermana fue…

– Lo que encontré -Gideon prosiguió con tenacidad a medida que sacudía la tarjeta ante su padre-es esto, y ahora sé perfectamente lo que eres: un mentiroso que no podría dejar de mentir, papá, si su vida dependiera de decir la verdad, si la vida de todo el mundo dependiera de ello.

– ¡Gideon! -Jill estaba horrorizada, no por las palabras en sí, sino por el tono glacial en que las pronunciaba. Su horror alejó por un instante sus pensamientos sobre la discusión que acababa de tener con Richard. Intentó pensar que Gideon no estaba diciendo la verdad, como mínimo por lo que respectaba a su vida: al no mencionarle la enfermedad de Sonia, Richard le había mentido en realidad, aunque sólo fuera por omisión. Pero en vez de pensar en eso, se explayó en la inmoderación de lo que Gideon le estaba diciendo a su padre-. ¡No hace ni tres horas que tu padre ha estado a punto de morir!

– ¿Estás segura? -le preguntó Gideon-. Si me ha mentido sobre Virginia, ¿quién sabe sobre qué más puede estar dispuesto a mentir?

– ¿Virginia? -preguntó Jill-. ¿Quién…?

– Hablaremos de esto más tarde -le indicó Richard a su hijo.

– No -respondió Gideon-. Vamos a hablar de Virginia ahora mismo.

– ¿Quién es Virginia? -preguntó Jill.

– Veo que tú tampoco lo sabes.

Jill se volvió hacia su prometido y le preguntó:

– Richard, ¿de qué va todo esto?

– Ya te lo diré yo -dijo Gideon, y empezó a leer el contenido de la carta en voz alta. Su voz emanaba la fuerza de la indignación, a pesar de que le tembló dos veces. Una vez cuando leyó las palabras «nuestra hija», y una segunda vez cuando llegó a lo de «vivió treinta y dos años».

Por su parte, Jill oyó cómo el eco de otras dos frases resonaba por toda la habitación: «Desafió los pronósticos médicos» fue una, y la otra constaba de las cinco primeras palabras de la última frase: «A pesar de sus problemas». Sintió que una oleada de malestar la invadía y que un frío terrible le iba avanzando hacia los huesos.

– ¿Quién es? -le preguntó a gritos-. Richard, ¿quién es?

– Un bicho raro -contestó Gideon-. ¿No es verdad, papá? Virginia Davies era otro bicho raro.

– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Jill, a pesar de que ya lo sabía y de que no podía soportarlo. Deseaba que Richard respondiera a su pregunta, pero éste permanecía callado como el granito, con los hombros inclinados, con la espalda encorvada y con los ojos clavados en su hijo-. ¡Di algo! -le imploró.

– Se está pensando la respuesta adecuada para ti -le informó Gideon-. Se está preguntando qué excusa puede tener para haberme dicho que mi hermana mayor murió de pequeña. Había algo en ella que no acababa de estar bien, ¿te das cuenta? Supongo que hacer ver que estaba muerta era mucho más fácil que aceptar que no era perfecta.

Por fin, Richard habló:

– No sabes de lo que estás hablando.

No obstante, Jill ya había perdido el control sobre sus pensamientos: otra hija con síndrome de Down, le gritaban las voces desde dentro del cráneo, un segundo caso de síndrome de Down, un segundo caso de síndrome de Down o algo mucho peor, algo que ni siquiera se esforzó en decirle y durante todo ese tiempo su querida Catherine corría el riesgo de algo que sólo Dios sabía, algo que las pruebas prenatales no habían identificado y él permanecía allí, permanecía allí, y miraba a su hijo y se negaba a hablar de… Se dio cuenta de que la fotografía que sostenía se le caía de las manos, se le volvía pesada, que se estaba convirtiendo en una carga que apenas podía soportar. Se le resbaló entre los dedos y gritó:

– ¡Contéstame, Richard!

Richard y su hijo se movieron a la vez en el instante en que la fotografía caía estrepitosamente sobre el desnudo suelo de madera; Jill pasó por encima de la fotografía, la rodeó, sintiendo que no podría aguantar su imposible peso ni un minuto más. Por lo tanto, se dirigió a trompicones hacia el sofá, donde se convirtió en una espectadora muda de lo que sucedió a continuación.

Con impaciencia, Richard se agachó para coger la fotografía, pero se lo impidió la escayola de la pierna. Gideon la cogió primero. La agarró, gritando: «¿Algo más, papá?», y después se la quedó mirando a medida que los dedos se le quedaban blancos sobre el marco de madera.

– ¿De dónde ha salido esto? -le preguntó con brusquedad mientras alzaba los ojos hacia su padre.

– Debes calmarte, Gideon -le sugirió Richard, a pesar de que sonaba desesperado; Jill les observaba y veía cómo iba creciendo la tensión: la de Richard cual látigo entre las manos, la de Gideon enroscada y lista para saltar de golpe.

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