Elizabeth George - Memoria Traidora

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Intrigada por el silencio que se había originado a sus espaldas, lentamente, la mujer comenzó a darse la vuelta. De pronto, una luz brillante cegó sus ojos, dejándola inmóvil, en medio de la calle, como suele sucederle a las presas indefensas. En milésimas de segundo, el estrepitoso rugir de un motor y el chirriar de unos neumáticos le congelaron la sangre y le hicieron ver que no tendría escapatoria. Cuando el coche la derribó, su cuerpo y la misteriosa fotografía que llevaba en sus manos salieron disparados hacia el gélido aire de la noche londinense. Sin duda, se había tratado de un asesinato. Y de una frialdad estremecedora, como pudo constatar poco después la policía, cuando descubrió que el conductor no sólo la había atropellado, sino que había dado marcha atrás para pasar sobre su cuerpo inerte para rematarla.
El problema era que, a partir de ahí, las pistas, más que apuntar hacia un asesino en el presente, parecían perderse en un confuso laberinto de crímenes, mentiras, culpas y castigos que habían rodeado la extraña muerte de una niña, hacía más de dos décadas. Como si se tratara de una máquina del tiempo, el suceso se había encargado de reabrir un lejano misterio que, por errores y debilidades humanas, nunca se había terminado de cerrar. La única verdad, si es que cabía encontrar alguna certeza, tenía que yacer en un antiguo y terrible secreto. Un secreto guardado, oculto y quizá perdido en alguna suerte de su memoria traidora.

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Mientras giraban por Park Lane para recorrer el último tramo que les faltaba desde Gower Street hasta South Kensington, Havers comentó:

– ¿Sabes, inspector? Sólo tenemos dos sospechosos con respecto a lo de esta tarde: Gideon o Robson. Pero si lo hizo uno de los dos, la pregunta ¿Por qué? seguiría sin respuesta.

Si es la palabra clave -respondió Lynley.

Obviamente, Havers captó sus dudas, ya que le preguntó:

– No crees que lo empujara ninguno de los dos, ¿verdad?

– Los asesinos casi siempre eligen los mismos medios -remarcó Lynley.

– Pero un autobús es un vehículo -repuso Havers.

– No obstante, no es un coche y un conductor. Y no es ese coche, el Humber. Ni tampoco es un coche antiguo. Ni ha tenido unas consecuencias tan graves como en los otros casos, teniendo en cuenta lo que le podría haber sucedido.

– Y nadie vio el empujón -dijo Havers pensativa-. Al menos, de momento.

– Me apuesto lo que quieras a que no lo vio nadie, Havers.

– De acuerdo. Así pues, volvamos a Davies. Davies localizando a Kathleen Waddington antes de ir a por Eugenie. Davies dispuesto a librarse de Webberly para que nuestras sospechas recayeran sobre Katja Wolff. Davies lanzándose bajo las ruedas de un autobús porque tiene la sensación de que no nos estamos tomando muy en serio la posibilidad de que Katja Wolff sea sospechosa. De acuerdo. Lo entiendo. Pero la pregunta es: ¿por qué?

– Por Gideon. No puede ser por otra cosa. Porque Eugenie debía de representar algún tipo de amenaza para Gideon, y Davies sólo vive para Gideon. Si, tal y como sugeriste, Barbara, en verdad tenía la intención de convencerle para que dejara de tocar…

– Me gusta la idea, pero ¿a ella qué más le daba? Lo que quiero decir es que parecería más lógico que ella prefiriera que Gideon siguiera tocando, ¿no crees? En el desván tenía todo el historial de la carrera de su hijo. No cabe ninguna duda de que valoraba que siguiera tocando. ¿Por qué estropearlo?

– Quizá no tuviera intención de estropearlo -replicó Lynley-. Pero tal vez lo hubiera estropeado, sin ella saberlo, si se hubiera reunido de nuevo con Gideon.

– Así pues, ¿la mató Davies? ¿Por qué no se limitó a decirle la verdad? ¿Por qué no le dijo simplemente «Un momento, mujer. Si vuelves a ver a Gideon, todo habrá acabado, profesionalmente hablando…»?

– Quizá se lo dijera -apuntó Lynley-. Y tal vez ella le respondiera: «No tengo elección, Richard. Han pasado muchos años y ha llegado el momento…».

– ¿De qué? -preguntó Havers-. ¿De una reunión familiar? ¿De que les diera una explicación de por qué les había abandonado? ¿De que anunciara que iba a liarse con el comandante Wiley? ¿De qué?

– De algo -contestó Lynley-. De algo que quizá nunca averigüemos.

– Y eso nos sirve de gran ayuda -remarcó Havers-. Nos ayuda a inculpar a Richard Davies y a meterle en la cárcel. En el caso de que sea nuestro hombre. Además, no tenemos ninguna prueba. Tiene coartada, inspector. ¿Lo recuerdas?

– Estaba durmiendo. Con Jill Foster. Quien, probablemente, también estaba durmiendo. Por lo tanto, podría haber salido y regresado sin que ella se enterara, Havers. Podría haber usado su coche y después haberlo dejado en el mismo sitio.

– Volvemos al coche.

– Es lo único que tenemos.

– De acuerdo. Bien. Los del departamento no suelen equivocarse con esas cosas, inspector. Pero el hecho de que tenga acceso al coche no creo que pueda considerarse como una prueba.

– El acceso solo, no -asintió Lynley-. Pero no sólo cuento con eso.

GIDEON

20 de noviembre

Vi a papá antes de que alzara la vista y me viera. Avanzaba por la acera de Chalcot Square, y por su actitud pude adivinar que estaba meditando sobre algo. Sentí cierta preocupación, pero no me alarmé.

Entonces sucedió algo extraño. Raphael apareció por el extremo más alejado del jardín del centro de la plaza. Debió de llamar a mi padre, porque éste se detuvo un instante, se dio la vuelta y le esperó a unas casas más allá de la mía propia. Mientras les observaba desde la ventana de la sala de música, intercambiaron unas cuantas palabras, aunque en realidad sólo habló papá. Mientras lo hacía, Raphael se echó hacia atrás, y el rostro se le hundió del modo que suele hundirse cuando un hombre acaba de recibir un puñetazo en el estómago. Papá siguió hablando. Raphael se giró hacia el jardín. Papá observó a Raphael mientras éste cruzaba las verjas en las que había dos bancos de madera, uno frente al otro. Se sentó. No, se dejó caer, y todo su cuerpo cayó formando una masa que tan sólo constaba de huesos y piel, la reacción en persona.

Debería habérmelo imaginado, pero no fue así.

Papá siguió andando, y en ese instante levantó la mirada y se percató de que le estaba mirando desde la ventana. Alzó una mano, pero no esperó a que le respondiera. Un momento después, desapareció de mi vista, y oí el ruido de la llave en la cerradura de mi puerta principal. Cuando entró en la sala de música, se quitó el abrigo y lo dejó a propósito sobre el respaldo de una silla.

– ¿Qué está haciendo Raphael? -le pregunté-. ¿Ha sucedido algo?

Me miró, y por la expresión de su rostro supe que sentía un gran dolor. Después dijo:

– Tengo noticias. Noticias muy malas.

– ¿Qué? -Sentí cómo el miedo me golpeaba la piel.

– No hay ninguna forma fácil de contártelo -añadió.

– Entonces cuéntamelo sin más.

– Tu madre está muerta, hijo.

– Pero me dijiste que te había estado llamando para preguntarte sobre lo que había pasado en Wigmore Hall. No es posible que…

– La asesinaron ayer por la noche, Gideon. La atropelló un coche en West Hampstead. La policía me ha llamado esta mañana. -Se aclaró la voz y se estrujó las sienes, como si al hacerlo pudiera reprimir su emoción-. Me pidieron que intentara identificar el cadáver. Miré. No lo sabía seguro. Han pasado años desde que la viera… -Hizo un gesto vano-. Lo siento mucho, hijo.

– Pero no es posible que… Si no la reconociste, quizá no sea…

– La mujer llevaba la identificación de tu madre: el carnet de conducir, las tarjetas de crédito y el talonario. ¿Qué posibilidades hay de que otra persona hubiera tenido todo eso?

– Así pues, ¿has dicho que era ella? ¿Me has afirmado que era mi madre?

– Te he dicho que no lo sabía, que no estaba seguro. Les di el nombre del dentista… del hombre que solía visitarla cuando todavía estábamos juntos. Podrán comprobarlo de esa forma. Y por las huellas dactilares, supongo.

– ¿La telefoneaste? -le pregunté-. ¿Sabía que yo quería…? ¿Estaba dispuesta a…?

Pero qué sentido tenía preguntárselo, saberlo. ¿Qué importaba si estaba muerta?

– Le dejé un mensaje en el contestador, hijo. Pero aún no me había respondido.

– Entonces, se acabó.

Papá había mantenido la cabeza baja, pero en aquel instante la levantó y me preguntó:

– ¿Qué es lo que se ha acabado?

– Nadie podrá decírmelo.

– Ya te lo he dicho yo.

– No.

– Gideon, por el amor de Dios…

– Me has contado lo que crees que no me hará sentir culpable. Pero dirías cualquier cosa para conseguir que volviera a tocar el violín.

– Gideon, por favor.

– No. -Todo se estaba volviendo mucho más claro. Era como si el sobresalto de enterarme de su muerte hubiera disipado de repente la niebla de mi mente-. No tiene ningún sentido que Katja Wolff hubiera estado de acuerdo con tu plan. Que hubiera estado dispuesta a renunciar a tantos años de su vida… ¿para qué, papá?, ¿por mí?, ¿por ti? Yo no tenía ninguna importancia para ella, y tú tampoco. ¿No es eso verdad? No eras su amante. No eras el padre de su hijo. Era Raphael, ¿no? En consecuencia, no tiene ningún sentido que estuviera de acuerdo. Seguro que la engañaste. ¿Qué hiciste? ¿Falsificar las pruebas? ¿Tergiversar los hechos?

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