Lo único raro que he encontrado es Colby, el primo de Sommers, hijo de su otro tío, quien, para empezar, dijo que tú podrías haber robado el dinero del seguro. Es del sector extremista de los OJO de Durham y últimamente se le ha visto manejando dinero a espuertas, lo cual ha sorprendido a todo el mundo, porque nunca tuvo un centavo.
«No puede tratarse del primer dinero del seguro de vida -garabateé en la hoja- porque se cobró hace casi diez años. No sé si tendrá importancia o no, pero métele el diente al asunto mañana por la mañana y mira a ver si encuentras a alguien que sepa de dónde lo puede haber sacado».
Cuando estaba dejando de nuevo el informe en la mesa de Mary Louise, Amy Blount tocó a la puerta. Se había puesto el atuendo de ir al trabajo, el traje de chaqueta de tweed con una blusa azul muy formal y llevaba los tirabuzones rastas retirados de la cara y recogidos atrás. Con aquel atuendo sus modales se habían vuelto más cautelosos, pero sujetó los dos libros de contabilidad de Ulrich y los estuvo mirando cuidadosamente, comparándolos con el trozo que yo había encontrado en la oficina de Fepple.
Levantó la mirada con una sonrisa compungida que le daba un aire más asequible.
– Tenía la esperanza de dar con la solución como por arte de magia y dejarla muda de la impresión, pero no puedo. Si no me hubiese dicho que lo había encontrado en la casa de un alemán, yo habría supuesto que se trataba de algo relacionado con una organización judía. Todos los nombres parecen judíos, por lo menos los del documento que encontró en la Agencia de Seguros Midway. Alguien estaba controlando a esa gente, haciendo una marca cuando morían; solamente Th. Sommers sigue vivo.
– ¿Cree usted que Sommers es un apellido judío? -me había dejado perpleja, porque yo sólo había asociado ese apellido con mi cliente.
– En este contexto, sí. Después de todo, está junto al de Brodsky y al de Herstein.
Volví a mirar el documento. ¿Podría ser un Aaron Sommers totalmente diferente? ¿Sería ésa la razón por la que la póliza se había pagado ya, porque el padre de Fepple o el otro agente habían confundido al tío de mi cliente con otra persona que tenía el mismo nombre? Pero, si se trataba de una simple confusión, ¿por qué se había tomado alguien las molestias de robar todos los papeles relacionados con la familia Sommers?
– Perdone -le dije al darme cuenta de que, sumida en mis pensamientos, no había oído lo que estaba diciendo-. ¿Me decía algo de las fechas?
– Sí. ¿Qué serán? ¿Registros de asistencia?, ¿registros de pago? Desde luego no hay que ser Sherlock Holmes para ver que los ha escrito una persona europea. Y usted sabe que ese hombre era alemán. Más allá de eso yo no puedo ayudarla. No he encontrado nada similar en los archivos que he estado estudiando pero, claro, Ajax tiene archivos de la compañía y no fichas de clientes.
Como no parecía tener prisa por marcharse, le pregunté si había vuelto a oír si Bertrand Rossy había denunciado que alguien estuviese pasando información de Ajax al concejal Durham. Se puso a juguetear con un anillo con una gran turquesa que llevaba en el dedo anular, girándolo y mirándolo bajo la luz.
– Fue algo muy raro -me dijo-. Supongo que, en realidad, ésa es la causa por la que quise venir por aquí, para preguntarle su opinión o para intercambiar opiniones profesionales. Esperaba poder decirle algo concreto sobre el documento, de modo que usted pudiera luego darme su opinión sobre cierta conversación.
– Usted lo ha intentado. Yo lo intentaré también -le contesté, intrigada.
– No me resulta fácil contárselo y necesito que me prometa que lo mantendrá como un asunto confidencial, quiero decir que no actuará en consecuencia.
Fruncí el ceño.
– Sin saber de qué se trata… No puedo prometérselo, si me hace cómplice de un crimen o si es una información que podría ayudar a librar a mi cliente de una potencial acusación de asesinato.
– Ah, ya, a su señor Sommers, o sea, al señor Sommers que no es judío. No. No es ese tipo de información. Es… Es un asunto político. Podría ser políticamente perjudicial y muy embarazoso para mí que se supiera que he sido yo quien ha filtrado esa información.
– Si se trata de eso, puedo prometerle sin reservas que mantendré en secreto su confidencia -le aseguré con seriedad.
– Está relacionado con el señor Durham -me dijo, con la vista fija en el anillo-. Lo cierto es que sí me pidió que le facilitara documentos de los archivos de Ajax. Él sabía que yo estaba trabajando en la historia de la compañía, bueno, lo sabía todo el mundo. El señor Janoff, ya sabe, el presidente de Ajax, tuvo la gentileza de presentarme a mucha gente el día que se celebró la fiesta de su ciento cincuenta aniversario, aunque me trató con esa condescendencia…, bueno, ya sabe cómo son, «aquí tenemos a la jovencita que ha escrito nuestra historia». Si yo fuese blanca o si fuese un hombre, ¿me habría presentado como «la jovencita»? Pero, en cualquier caso, conocí al alcalde, e incluso al gobernador y a algunos de los concejales y, entre ellos, al señor Durham. Al día siguiente a la fiesta él, o sea el señor Durham, me llamó. Quería que le facilitara todo lo que hubiera encontrado en los archivos que sirviera para apoyar su reivindicación. Yo le dije que no era competencia mía facilitárselo y que, aunque lo hubiera sido, no era partidaria de seguir una política de victimización -levantó la mirada fugazmente-. No se lo tomó a mal, sino que…, bueno, no sé si usted lo ha conocido en persona, pero puede ser encantador y conmigo lo fue. Me sentí… aliviada de que no empezara a soltarme el sermón de que era una traidora a mi raza o algo de ese tipo, porque hay veces en que la gente se comporta así cuando no vas con ellos hombro con hombro. Él me dijo que dejaría la puerta abierta para que lo discutiéramos más adelante.
– ¿Y?, ¿qué? -le pregunté para pincharla cuando se calló.
– Pues que me ha llamado esta mañana y me ha dicho que consideraría un gran favor que yo olvidara que me había pedido ese material. Me dijo que aquélla no solía ser su línea de comportamiento y que se sentía avergonzado de que yo pudiera pensar que era un hombre sin sentido de la ética.
Volvió la cara para el otro lado.
– Ahora que estoy aquí, me parece… Bueno, usted ya sabe que alguien ha robado todas las notas de mis investigaciones.
– Y a usted le preocupa que él pueda haber tramado ese robo y que ahora la llame para pedirle que se olvide del asunto porque ya tiene lo que quería.
Asintió abatida e incapaz de mirarme.
– Cuando me llamó esta mañana, me dio rabia y pensé: «Te crees que soy una ingenua», aunque, claro, no se lo dije.
– ¿Quiere mi opinión profesional? Sólo con esa pequeña información, yo estaría de acuerdo con usted. Ve un cuenco de leche vacío y a un gato relamiéndose los bigotes. No hay que ser Marie Curie para saber que dos y dos son cuatro. Pero aquí hay algo más.
Me puse a contarle que Rossy y Durham habían estado charlando durante la manifestación del martes por la tarde y que Durham había ido a casa de Rossy una hora después.
– Pensé que Ajax podía estar intentando sobornar a Durham, pero ahora, con lo que me ha dicho, me pregunto si no sería Durham el que estaba intentando chantajear a Rossy. ¿Había algo en los datos que usted manejó por lo que Edelweiss pudiera tener que ceder al chantaje y pagar para que eso no se revelara?
– Yo no vi nada que pareciese ser secreto. Ninguna ficha sobre el Holocausto, por ejemplo, ni siquiera algo que les implícase seríamente con la esclavitud. Pero había cientos de páginas de archivos, que fotocopié pensando que podrían servirme para otro proyecto futuro, por ejemplo. Tendría que poder verlos de nuevo. Y, por supuesto, no puedo -giró la cabeza para que no viera que se le saltaban las lágrimas por la frustración.
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