Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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– Éste parece el mismo tipo de papel y la misma caligrafía que tenía el pedazo de hoja que encontré en el maletín del agente de seguros que mataron en el South Side y por eso he supuesto que están relacionados con los seguros. En esa agencia hubo un agente hace mucho tiempo que se llamaba Rick Hoffman y sospecho que pueda ser el padre, adoptivo o lo que sea, de Paul. ¿Rick podría ser un diminutivo de Ulrich?

– Podría -dijo Max, sonriendo con ironía-. Si quería encajar en Estados Unidos tenía escoger un nombre que resultase fácil de pronunciar, en lugar de algo difícil como Ulrich.

– Si era vendedor de seguros, tenía incluso más razones para intentar encajar lo mejor posible.

– Ah, sí, yo estoy convencido de que éste es un registro de seguros -Cari estaba mirando una de las páginas llena de nombres y fechas que tenían una marca al lado, igual que el fragmento que yo había hallado en la oficina de Fepple-. ¿Tu familia no contrató un seguro de este tipo, Loewenthal? Recuerdo que el agente llegaba al gueto todos los viernes en su bicicleta, mi padre y los demás hombres le pagaban sus veinte o treinta coronas y el agente hacía una marca en su libro para registrar el pago. ¿No te acuerdas de eso? Ah, bueno, es que tú y Lotty venís de la alta burguesía. Los pagos semanales eran para la gente de bajos ingresos. Ese sistema a mi padre le parecía humillante. Eso de no poder permitirse ir a una oficina y pagar su dinero en un mostrador, como cualquier hombre importante. Así que solía mandarme a mí con las monedas bien envueltas en un cucurucho de papel de periódico. Empezó a pasar las páginas llenas de aquella escritura minúscula y rebuscada.

– Mi padre contrató su póliza a través de una compañía italiana. En 1959 se me ocurrió cobrar el seguro de vida. No porque fuese mucho dinero, pero ¿por qué se lo iba a quedar la compañía? Tuve muchísimos follones. Pero los de la compañía no daban su brazo a torcer: sin certificado de defunción y sin el número de póliza no había nada que hacer -torció la boca con un gesto de resentimiento-. Contraté a una persona, entonces podía hacerlo, que revisó todos los archivos de la compañía hasta encontrar el número de la póliza, pero ni siquiera así me pagaron. Porque me fue imposible presentarles un certificado de defunción. Son unos ladrones de mucho cuidado, metidos en sus rascacielos de cristal con sus pajaritas y sus fracs. Yo insistí en que el conjunto Cellini tuviera una política inflexible que impidiese aceptar ningún patrocinio de las compañías aseguradoras. La gerencia está furiosa con esa decisión, pero yo pienso que el dinero que invierten las aseguradoras para figurar en los carteles y programas de un concierto bien pudieran ser las monedas de mi padre envueltas en un cucurucho de papel de periódico. Pues en mi cartel y en mi programa no van a figurar.

Max asintió con la cabeza en señal de apoyo.

– Supongo que no hay dinero que no esté manchado con la sangre de alguien -murmuró Lotty.

– O sea, ¿que crees que esos números responden a ventas de pólizas de seguros? -pregunté después de hacer una pausa respetuosa-. ¿Y las cruces? ¿Eso significa que la persona ha muerto? Tal vez hizo una marca junto a aquellas muertes que pudo confirmar -mi teléfono móvil empezó a sonar dentro de mi bolso, que estaba en el suelo. Era Rhonda Fepple, que hablaba con esa voz adormilada y carente de fuerza de quien acaba de perder a un ser querido. Quería saber si habían detenido a alguien, porque la policía no le decía nada.

Me fui con el teléfono a la cocina y le conté cómo iba la investigación, si es que podía llamarse así, antes de preguntarle si Rick Hoffman había sido alemán.

– ¿Alemán? -repitió, como si yo le hubiese preguntado si venía de Marte-. No me acuerdo. Ahora que lo dice, creo que era extranjero. Me acuerdo que el señor Fepple tuvo que firmarle unos formularios a modo de aval cuando el señor Hoffman estaba tramitando la ciudadanía.

– ¿Y el hijo se llamaba Paul?

– ¿Paul? Creo que sí. Puede ser, Paul Hoffman. Sí, eso es. ¿Por qué? ¿Fue Paul el que se presentó en la oficina y mató a mi hijo? ¿Estaba celoso porque Howie había heredado la agencia?

¿Paul HoffmanRadbuka podría ser un asesino? Era una persona tan inestable, pero ¿un asesino? Bueno, podía haber creído que Howard Fepple formaba parte de una conspiración de los Einsatzgruppen. Si se enteró de que Fepple tenía uno de los antiguos cuadernos de contabilidad de Ulrich podía haberse vuelto lo suficientemente loco como para pensar que debía acabar con Fepple. Parecía absurdo, pero todo lo relacionado con Paul RadbukaHoffman desafiaba la lógica.

– Si su hijo hubiese visto a Paul Hoffman recientemente, ¿se lo habría mencionado?

– Puede que no, si tenía en mente algún plan secreto… -dijo con desgana-. Le gustaba tener secretos, le hacían sentirse importante.

Aquello parecía un epitafio demasiado triste. Más por mí, por quedarme tranquila, que por ella, le pregunté si tenía alguien con quien hablar, alguien que le ayudase en aquellos momentos, una hermana o, tal vez, un pastor de la iglesia.

– Todo me parece tan irreal desde que murió Howie que nada me afecta. Incluso ni siquiera me ha importado que entraran en mi casa y me robasen.

– ¿Y cuándo fue eso? -pregunté. A pesar de que el tono de su voz era tan apático que bien podía estar leyendo la lista de la compra del supermercado, aquella información me había sobresaltado.

– Creo que fue al otro día de…, de que lo encontraran. Sí, porque ayer no fue. ¿Qué día sería entonces?

– El martes. ¿Se llevaron algo?

– Aquí no hay nada que robar, en realidad, pero se llevaron el ordenador de mi hijo. Supongo que las pandillas del centro vienen hasta aquí a robar cosas para venderlas y comprar droga. La policía no ha hecho nada. Tampoco me importa mucho, la verdad. Ahora nada me importa. Yo tampoco iba a usar el ordenador, eso seguro…

Capítulo 42

La tormenta perfecta de Lotty

Miré por la ventana de la cocina hacia el jardín, ya a oscuras. La misma persona que había disparado a Paul tenía que haber sido la que había entrado en casa de Rhonda Fepple. Ellos -¿o debería decir ella, Use Wólfin?- había o habían matado a Fepple. Y no le mataron por el expediente de Sommers, sino por otra razón muy diferente: para conseguir el fragmento de página de los cuadernos de contabilidad de Ulrich Hoffman que yo había encontrado en el portafolios de Fepple y, después, habían ido como locos por todo Chicago buscando el resto de los libros.

Howard Fepple, encandilado con el paso que iba a dar y que habría de convertirle en un hombre rico, había ido a extorsionar justo a quien habría de ser su asesino. Negué con la cabeza, sin poder creérmelo. Fepple no sabía nada de los cuadernos de Hoffman. Estaba entusiasmado con algo que vio en la póliza de Sommers. Estaba encantado, le había dicho a su madre que le iba a comprar un Mercedes, había descubierto cómo Rick Hoffman había hecho su dinero con aquella lista de clientes de mierda. Su entusiasmo no tenía nada que ver con los cuadernos de contabilidad.

Oí voces airadas a mis espaldas, un portazo en la puerta principal y el ruido de un motor al arrancar.

¿Podía ser algo tan sencillo? ¿Podía haber sido Paul HoffmanRadbuka el que había matado a Fepple? Tal vez estuviese lo suficientemente perturbado como para imaginar que Fepple formaba parte del Einsatzgruppe de su padre. Pero, entonces, ¿quién le había disparado a Paul? No lograba que las cosas encajaran. Una cobaya sobre una ruedecita, girando y girando. ¿Qué sería lo que había descubierto Fepple y que yo no captaba? ¿O qué papel había visto y se había llevado su asesino? Los papeles secretos de Paul, que yo pensaba que lo aclararían todo, sólo habían servido para dejarme aún más confusa.

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