Sara Paretsky - Sin previo Aviso

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Para la detective privada V. I. Warshawski, «Vic», esta nueva aventura comienza durante una conferencia en Chicago, donde manifestantes furiosos están reclamando la devolución de los bienes que les arrebataron en tiempos de la Alemania nazi. De repente, un hombre perturbado se levanta para narrar la historia de su infancia, desgarrada por el Holocausto… Un relato que tendrá consecuencias devastadoras para Lotty Herschel, la íntima amiga y mentora de V. I. Lotty tenía tan sólo nueve años cuando emigró de Austria a Inglaterra, junto con un grupo de niños rescatados del terror nazi, justo antes de que la guerra comenzara.
Ahora, inesperadamente, alguien del ayer ha regresado. Con la ayuda de las terapias de regresión psicológica a las que se está sometiendo, Paul Radbuka ha desenterrado su verdadera identidad. Pero ¿es realmente quien dice ser? ¿O es un impostor que ha usurpado una historia ajena? Y si es así, ¿por qué Lotty está tan aterrorizada? Desesperada por ayudar a su amiga, Vic indaga en el pasado de Radbuka. Y a medida que la oscuridad se cierne sobre Lotty, V. I. lucha para decidir en quién confiar cuando los recuerdos de una guerra distorsionan la memoria, mientras se acerca poco a poco a un sobrecogedor descubrimiento de la verdad.

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No esperó a que le contestase, sino que se dio la vuelta y entró en la casa. Yo regresé al centro conduciendo con suma prudencia.

Sofíe Radbuka. «Es probable que no hubiera podido salvarle la vida», me había dicho Lotty. ¿Era una prima que había muerto en la cámara de gas y cuyo lugar en el tren a Londres había ocupado Lotty? Puedo imaginarme cómo le atormentaría la culpa si hubiese sido así: sobrevivir a expensas de alguien. Y eso explicaría su comentario sobre la autotortura que les había hecho a Max y a Cari antes de irse.

Iba por la carretera zizagueante que pasa junto al Cementerio del Calvario, cuyos mausoleos separan Evanston de Chicago, cuando me llamó Don Strzepek.

– Vic, ¿dónde estás?

– Entre los muertos -contesté con tono sombrío-. ¿Qué pasa?

– Vic, tienes que venirte hasta aquí. Tu amiga la doctora Herschel está armando un escándalo realmente vergonzoso.

– ¿Dónde es «aquí»?

– ¿Qué quieres decir con «dónde es…»? ¡Ah! Te estoy llamando desde casa de Rhea. Ella acaba de marcharse al hospital.

– ¿La doctora Herschel le ha pegado una paliza? -intenté que el ansia no se reflejara en mi voz.

– Por favor, Vic, esto es realmente serio. No te lo tomes a broma y presta atención. ¿Sabías que hoy le han disparado a Paul Radbuka? Rhea se enteró a mitad de la tarde y está muy afectada. En cuanto a la doctora…

– ¿Lo han matado? -lo interrumpí.

– Ha tenido una suerte increíble. Alguien entró en su casa y le disparó al corazón, pero el médico le dijo a Rhea que habían usado una pistola con un calibre tan pequeño que la bala se ha alojado en el corazón sin llegar a matarlo. Yo no lo he entendido bien, pero parece que a veces ocurre. Aunque parezca increíble, se espera que se recupere totalmente. De todos modos, la doctora Herschel consiguió hacerse con unos papeles de Paul… -se detuvo en seco, al caer en la cuenta-. ¿Sabes tú algo de eso?

– ¿Los cuadernos de contabilidad de su padre? Sí, estuvimos mirándolos en casa de Max Loewenthal. Sabía que la doctora Herschel se los había llevado consigo.

– ¿Y cómo llegaron a manos de Loewenthal?

Me detuve en una parada de autobús de Sheridan Road para poder concentrarme en la conversación.

– Tal vez Paul se los llevara para que Max pudiese entender por qué él insistía en que estaban emparentados.

Oí cómo encendía un cigarrillo, la forma rápida en que aspiraba el humo.

– Según Rhea, Paul los guardaba bajo llave. Eso no quiere decir que ella haya estado en su casa, cuidado, pero él le describió su escondite. Le llevó los libros a Rhea para enseñárselos pero no hubo manera de que se los dejase ni siquiera durante un día, y eso que confía totalmente en ella. Dudo de que se los haya prestado a Loewenthal.

Un autobús se detuvo junto a mí. Uno de los pasajeros que bajaba me golpeó el capó del coche furioso.

– ¿Por qué no me cuentas qué pasó? -le pregunté-. ¿Dónde le ha sucedido? ¿Es que algún paciente del Beth Israel se hartó de las manifestaciones de Posner y abrió fuego?

– No, fue en su casa. Ahora está bastante atontado por la anestesia, pero lo que le ha dicho a la policía y a Rhea es que una mujer llamó a su puerta y dijo que quería hablar con él sobre su padre. Su padre adoptivo.

Lo interrumpí.

– Don, ¿sabe quién lo disparó? ¿Puede describir a esa persona? ¿Está seguro de que es una mujer?

No contestó de inmediato. Parecía molesto.

– La verdad es que él…, o sea, bueno, está un poco confuso. La anestesia le está produciendo algunas alucinaciones y dice que fue alguien llamado Use Wólfin, la Loba de las SS. Pero ahora eso no tiene importancia. Lo que importa es que la doctora Herschel llamó a Rhea y le dijo que tenía que hablar con ella, que Paul era un desequilibrado peligroso si de verdad creía que aquellos papeles probaban que él era un Radbuka, y que de dónde se había sacado la idea de que Sofie Radbuka era su madre. Por supuesto que Rhea se negó a recibirla. Así que la doctora Herschel le dijo que iba a ir al Misericordioso Amor de María para hablar con Paul en persona.

»¿Te lo puedes creer? -continuó diciendo con el tono de voz una octava más alto por la indignación-. El tipo tiene suerte de estar vivo. Acaba de salir del quirófano. ¡Demonios! Ella es cirujana, lo debería saber. Rhea ha salido para allá para intentar detenerla, pero tú eres amiga de toda la vida de la doctora Herschel, ella te hará caso. Vete a detenerla, Warshawski.

– Me hace mucha gracia que me pidas algo así, Don. Llevo una semana pidiéndole a Rhea que use su influencia con Paul Hoffman, que supongo que es su verdadero nombre, y ella ha estado evitándome como si yo tuviese una enfermedad contagiosa. Así que ¿por qué habría de ayudarla yo ahora?

– Compórtate como un adulto, Vic. No estamos jugando. Si no quieres evitar que la doctora Herschel haga el ridículo, por lo menos deberías evitar que haga algún daño serio a Paul.

Un policía me hizo una señal con los faros. Arranqué el Mustang, doblé la esquina y aparqué junto a una pizzería Giordano, donde había un grupo de adolescentes fumando y bebiendo cerveza. Una mujer de pelo negro y corto pasó caminando con un yorkshire, que se abalanzó furioso sobre los bebedores de cerveza. Observé cómo cruzaban Sheridan Road antes de retomar la conversación.

– Te veré en el hospital. Lo que vaya a decirle a Lotty dependerá de lo que esté haciendo cuando lleguemos. Pero a ti te van a encantar los cuadernos de Ulrich Hoffman. Están realmente en clave y, si es verdad que Rhea los descifró, no sé qué hace perdiendo el tiempo con la psicología. Debería trabajar para la CÍA.

Capítulo 43

La manera de tratar a los pacientes

Texto. El hospital del Misericordioso Amor de María se encontraba al borde de Lincoln Park, donde es tan difícil aparcar que he visto a gente llegar a las manos para conseguirlo. Para poder tener el privilegio de presenciar el encuentro entre Lotty y Rhea tuve que pagar quince dólares en el aparcamiento del hospital.

Llegué al vestíbulo al mismo tiempo que Don Strzepek. Todavía estaba molesto conmigo por el comentario socarrón que le había soltado antes de colgar el teléfono. En la recepción nos dijeron que ya habían acabado las horas de visita, pero cuando me identifiqué como la hermana de Paul, que acababa de llegar de Kansas City, me dijeron que podía subir a la quinta planta, al ala de postoperatorios. Don me fulminó con la mirada, se tragó las ganas de desmentirme y acabó diciendo que era mi marido.

– Bravo -dije, aplaudiéndole, mientras subíamos en el ascensor-. Se lo han creído porque era evidente que teníamos un pequeño altercado marital.

Sonrió a regañadientes.

– No sé cómo Morrell te aguanta… Habíame de los diarios de Hoffman.

Saqué una de las fotocopias de mi maletín. Le echó una ojeada mientras íbamos por el pasillo hacia la habitación de Paul. La puerta estaba cerrada; una enfermera que estaba fuera dijo que acababa de

entrar una doctora a verle pero, dado que yo era su hermana, suponía que no habría ningún inconveniente en dejarnos pasar.

Cuando abrimos la puerta, oímos decir a Rhea:

– Paul, sí no quieres, no tienes por qué hablar con la doctora Herschel. Necesitas descansar y hacer todo lo posible para ponerte bien. Ya tendrás tiempo de sobra para hablar más adelante.

Se había situado a modo de guardiana entre la cama y la puerta, pero Lotty había dado la vuelta para ir hasta el otro lado, abriéndose paso entre las diferentes bolsas de plástico que colgaban por encima de él. A pesar de sus rizos canosos, Paul parecía un niño, con aquella carita que apenas le asomaba por encima de la sábana. Sus mejillas sonrosadas estaban pálidas, pero sonreía levemente, encantado de ver a Rhea. Cuando Don se colocó junto a ella, la sonrisa desapareció. Don también lo notó y se apartó un poco.

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