Al bajar por Lake View Street hacia mi coche, me sumé al gentío de papanatas que miraba cómo se abrían paso los polis para entrar en casa de Radbuka. Me dije a mí misma que yo podría haberles enseñado cómo hacerlo de un modo menos chapucero. Y, también, que debían haber dejado a alguien vigilando los laterales de la casa, por si alguna persona intentaba escaparse por detrás. Desde luego, aquéllos no eran los mejores elementos de la fuerza pública de Chicago.
Sentí una especie de humedad en el pecho. Al bajar la mirada vi que Ninshubur había empapado el trozo de sábana y me había manchado la blusa. Me había deshecho del mono ensangrentado para evitar llamar la atención, y ahora parecía la protagonista de una operación quirúrgica a corazón abierto. Me alejé de allí cruzando los brazos sobre el pecho húmedo y notando cómo Ninshubur pringaba de sangre el archivador.
Doblada como si tuviese un terrible dolor de estómago, recorrí a toda prisa las tres manzanas que quedaban hasta llegar a mi coche. Me quité los zapatos. Estaban cubiertos de sangre y no quería manchar el coche. La verdad es que eran los mismos que llevaba cuando pisé los restos de Howard Fepple el lunes anterior, los de suela de goma de crepé. Quizás hubiera llegado el momento de despedirme de ellos. Saqué una bolsa de papel marrón de un cubo de la basura que había cerca y los metí. No llevaba otro par en el maletero pero podía ir a casa a cambiarme. En el maletero, en cambio, encontré una toalla vieja y una camiseta más bien apestosa que había dejado allí después de un partido de softball el verano anterior. Me puse la camiseta por encima de la blusa. Ya dentro del coche, me saqué al perro fiel, lo envolví en la toalla y lo coloqué en el asiento de al lado. Sus ojos de vidrio marrón me miraban torvos.
– Sigues siendo un héroe, pero un héroe que necesita urgentemente un baño. Y yo necesito llamar a Tim para contarle lo de Radbuka.
Sólo hacía dos días que Morrell se había ido y yo ya estaba hablando con animales de peluche. Aquello no era una buena señal. De vuelta en la avenida Racine subí las escaleras corriendo en calcetines y con Ninshubur fuertemente agarrado en una mano.
– Para ti, amigo mío, agua oxigenada -le dije mientras buscaba la botella bajo la pila y le echaba una generosa cantidad por la cabeza. Le enjaboné alrededor de los ojos, agarré un cepillo, le froté cabeza y pecho, y le pregunté bajito:
– ¿Podrán estas patitas volver a estar suaves?
Le dejé a remojo en un balde de agua fría mientras me iba al cuarto de baño a abrir los grifos de la bañera. Como Ninshubur, el perro fiel, yo también estaba cubierta de sangre. Decidí que llevaría la blusa -una que adoraba, de algodón muy suave y de color dorado oscuro, que es mi favorito- al tinte, pero el sujetador -el de color rosa y gris plateado que le gustaba tanto a Morrell- lo metí en una bolsa de plástico para tirarlo a la basura. Ni siquiera podía soportar la idea de que la sangre de Paul me tocara los pechos, aunque se pudiesen quitar aquellas manchas marrones del encaje.
Mientras se llenaba la bañera llamé a Tim Streeter, que estaba en casa de Max, para decirle que ya tenía al perro fiel y que, definitivamente, Paul ya no podría molestar a Calia y a Agnes en los días que quedaban hasta el sábado, en que tomarían el avión.
– Tengo al perrito en remojo en un cubo con agua oxigenada. Lo meteré en la secadora hasta que vaya a salir de casa y espero que tenga un aspecto bastante presentable para que Calia no se ponga a alucinar cuando se lo devuelva.
Tim resopló con alivio.
– Pero ¿quién le ha disparado a Radbuka?
– Una mujer. Paul ha dicho que se llama Use. El apellido no lo he entendido bien, pero me sonó a algo así como Bullfin. No sé, estoy totalmente despistada. Por cierto, la policía no sabe que estuve allí y me gustaría que continuara sin percatarse.
– Yo nunca te he oído decir que supieras dónde vivía ese tipo -dijo Tim-. Se le cayó el perrito en la calle cuando iba pedaleando en la bici, ¿no?
Me reí.
– Algo así. Bueno, me voy a dar un buen baño. Iré dentro de un par de horas. Quiero enseñarle a Max una foto y alguna otra cosa. ¿Qué tal la niña?
Se había quedado dormida viendo Arthur en la televisión y Agnes, que había cancelado la cita con los de la galería, estaba acurrucada en el sofá, al lado de su hija. Tim estaba junto a la puerta del cuarto de jugar, desde donde podía verlas.
– Y Michael está viniendo para Chicago porque Agnes le llamó después del último incidente y quiere estar con ellas hasta que se vayan a Inglaterra el sábado. En estos momentos está volando. Creo que aterriza en O'Hare dentro de una hora, más o menos.
– Aun así, creo que deberías quedarte ahí, aunque lo más probable es que no exista ya ningún riesgo para Calia -le dije-. Pero por si ese fanático de primera que es Posner decide tomar el relevo de su discípulo caído en combate.
Coincidió conmigo, pero añadió que cuidar niños era un trabajo más duro que hacer mudanzas.
– Prefiero cargar un piano hasta un tercer piso. Por lo menos, cuando lo colocas, sabes dónde está y has terminado tu jornada laboral.
Transferí mi línea telefónica al servicio de contestador mientras me enjabonaba una y otra vez obsesivamente. Me froté el pecho con la esponja como si la sangre se me hubiese filtrado por los poros. Me di champú en el pelo varias veces hasta sentirme lo suficientemente limpia como para salir de la bañera.
Envuelta en un albornoz, volví al salón. Al llegar a mi apartamento, como iba a toda prisa, había dejado el archivador sobre la banqueta del piano. Durante un buen rato me quedé mirando el rostro pintarrajeado de Ulrich, que había adquirido un aspecto aún más repugnante por la sangre que había impregnado el papel.
Llevaba queriendo ver aquellos papeles desde el domingo anterior, cuando Paul se había presentado en casa de Max y, ahora que los tenía al alcance de la mano, casi no me atrevía a leerlos. Eran como el regalo sorpresa de mi cumpleaños cuando era niña: a veces algo maravilloso, como el año en que me regalaron los patines; a veces una desilusión, como el año en que me moría de ganas de tener una bicicleta y me regalaron un vestido para ir a los conciertos. Pensé que no podría soportar abrir el archivador y encontrarme con, bueno, otro vestido.
Al final acabé desatando la cinta negra. Dos libros encuadernados en piel cayeron al suelo. En las tapas de ambos, grabado en unas letras doradas algo deslucidas, ponía Ulrich Hoffman. Ésa era la razón por la que Rhea había puesto aquella sonrisa: Ulrich era su nombre de pila. Podía haber llamado a todos y cada uno de los que se apellidaban Ulrich en Chicago y jamás habría dado con el padre de Paul.
Uno de los libros tenía un marcapáginas de cinta negra. Dejé el otro a un lado y abrí aquél por la marca. Tanto el papel como la letra se parecían mucho al trozo que había encontrado en la oficina de Fepple. «De una persona muy sibarita -me había dicho la experta de los Laboratorios Cheviot-, de las que usan un papel caro para sus asuntos contables». ¿Sería un matón de andar por casa, que sólo reinaba sobre el diminuto imperio de su hijo? ¿O un miembro oculto de las SS?
En la página que estaba marcada había una lista de unos veinte o treinta nombres. A pesar de la dificultad para entender la letra, uno de los nombres, a mitad de página, me llamó la atención:
Al lado, apretando tan fuerte que había traspasado el papel, Paul había escrito en rojo Sofie Radbuka, mi madre, que lloró por mí, que murió por mí y que reza por mí en el cielo.
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