Cuando conseguí desplazar el rodete, ya estaba sudando copiosamente. Aquella cerradura sólo se podía abrir con llave, daba igual si era desde dentro o desde fuera. Metí un trozo de papel para impedir que el resbalón se volviese a encajar.
Las parcelas de la calle Roslyn eran estrechas, apenas algo más anchas que las propias casas, pero tenían bastante profundidad y carecían de los callejones de servicio y de los garajes que suele haber en la mayoría de las calles de esta ciudad. Una valla de madera de unos dos metros y medio de altura, bastante deteriorada, separaba el jardín de la calle posterior.
El padre de Paul debió de amasar una fortuna con su trabajo para que su hijo pudiera permitirse vivir en aquella casa y en aquella calle pero, ya fuese por la depresión o por la falta de dinero, Paul no la mantenía en buen estado. El jardín era una maraña de arbustos sin podar y de hierbajos que llegaban a la altura de las rodillas. Mientras me abría paso a través de todo aquello para dirigirme a la puerta de la cocina, varios gatos me maullaron y se alejaron de mí. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal.
La cerradura de aquella puerta parecía idéntica a la del portón de entrada, así que utilicé la misma combinación de ganzúas y conseguí abrirla en menos de un minuto. Antes de entrar, saqué un par de guantes de goma. Así no me olvidaría de hacerlo más tarde. Agarré un trapo que estaba encima del fregadero y limpié el picaporte de la puerta.
Los armarios y los electrodomésticos de la cocina no se habían cambiado desde hacía por lo menos treinta años. Los pilotos de la vieja cocina de gas metálica emitían un brillo azulado en medio de la tenue luz ambiental; el esmalte de los bordes de la puerta del horno se había ido levantando y se veía el color gris del metal. Los armarios seguían siendo de aquellos de conglomerado oscuro y grueso que eran tan comunes en mi infancia.
Paul había desayunado allí aquella mañana: la leche que se había dejado en el cuenco de los cereales, sobre la mesa, había empezado a cuajarse. La cocina estaba abarrotada de periódicos antiguos y de viejas cartas y un calendario de 1993 aún seguía colgado cerca de la despensa. Pero la cocina no estaba sucia. Parecía que Paul se ocupaba, más o menos, de lavar los platos, cosa que la mayoría de las veces no puede decirse de mí.
Fui por un pasillo hasta un comedor con una mesa de madera noble a la que podrían sentarse dieciséis personas. En el aparador había una vajilla de porcelana, con un delicado dibujo en azul sobre un fondo de color crema. Parecía contener suficientes piezas como para servir una cena de cinco platos a dieciséis personas, sin tener que pararse a fregar, pero el polvo acumulado dejaba a las claras que nada semejante había ocurrido en los últimos tiempos.
Todas las habitaciones de la planta baja eran similares. Todas tenían muebles imponentes, de madera tallada, pero estaban cubiertos de polvo. Por todas partes había montones irregulares de papeles. En el salón encontré un ejemplar del Süddeutsche Zeitung de 1989.
En una pared, junto a la chimenea, había una fotografía de un hombre y un niño delante de una cabaña con un lago al fondo. El niño, probablemente Paul, tendría unos diez u once años y el hombre que estaba a su lado, probablemente Ulrich, era fornido y calvo y sonreía aunque tenía un aire severo. Paul miraba con ansiedad a su padre, que miraba directamente a la cámara. No era de esas fotografías que uno ve e inmediatamente piensa «¡Huy! Estos están emparentados, ya sea por lazos de sangre o de cariño».
Un cuarto de estar que había junto al salón tenía todo el aire de ser la habitación que Ulrich utilizaba como despacho. En un principio, posiblemente, la había decorado para que pareciese la biblioteca de la casa rural inglesa típica de las películas de época, con una mesa de despacho con la tapa de cuero, un sillón de orejas, también de cuero, y estantes para libros también forrados en cuero. Estaban las obras completas de Shakespeare, las de Dickens, las de Thackeray y las de Trollope en inglés y las de Goethe y Schiller, en alemán. Alguna mano furiosa había arrojado los libros por todas partes; las páginas estaban arrugadas y los lomos, rotos. Era un enloquecido despliegue destructivo.
La misma mano violenta la había emprendido con la mesa de despacho: los cajones estaban abiertos y había papeles esparcidos por el suelo. ¿Habría sido Paul quien lo habría hecho, aporreando las pertenencias de su padre muerto como un ataque a su persona? ¿O habría estado allí alguien fisgando antes que yo? ¿Buscando qué? ¿A quién, aparte de a mí, le podían interesar los papeles que relacionaban a Ulrich con los Einsatzgruppen} ¿O tendría Ulrich otros secretos?
En aquel momento no tenía tiempo suficiente para mirar en los libros y papeles, sobre todo porque no sabía qué era lo que tenía que buscar. Más tarde, si conseguía que Paul se ausentara de su casa el tiempo suficiente, les pediría a Mary Louise y a los hermanos Streeter que echaran una ojeada.
La bici de montaña de color plateado de Radbuka estaba en el vestíbulo principal, un espacio revestido de azulejos. O sea que había vuelto a casa después de haber raptado a Ninshubur. Tal vez las intensas emociones de la mañana le habían dejado exhausto y se había metido en la cama con el perrito de peluche azul.
Subí a la segunda planta por una escalera de madera tallada y empecé por mirar en las habitaciones que quedaban en el extremo del pasillo donde daba la escalera. En la mayor de ellas, estaba el típico juego de gruesos cepillos de plata con las iniciales grabadas con muchas florituras: una U y una H o una K -debió de ser de Ulrich-. La cama y el armario eran unos muebles enormes de madera tallada y podían tener trescientos años de antigüedad. ¿Se habría traído Ulrich desde Alemania todos aquellos muebles tan historiados de algún provechoso saqueo efectuado durante la guerra? ¿O los habría comprado como demostración palpable del éxito que había alcanzado en el Nuevo Mundo?
El olor a humedad y a cerrado me hizo dudar de que Paul hubiera cambiado las sábanas alguna vez desde la muerte de su padre, hacía seis o siete años. Me puse a revolver en el armario y en los cajones del tocador pensando que tal vez Ulrich se hubiese dejado algo en los bolsillos o bajo su austero pijama. Empecé a desanimarme: seguro que ni un año les bastaría a siete doncellas con siete escobones para limpiar y organizar de arriba abajo una vieja casa como aquélla, llena de cosas acumuladas durante tres décadas sin orden ni concierto.
Crucé el pasillo con el ánimo por los suelos. Por fortuna, aquella habitación y la siguiente estaban vacías. Ni siquiera tenían camas: los Ulrich no recibían invitados. El dormitorio de Paul era el último de la izquierda, la única habitación de la casa con muebles nuevos. Paul -tal vez para diferenciarse de su padre- se había esforzado en decorarlo con los muebles más rectilíneos y sencillos del diseño danés actual. Lo miré todo con sumo cuidado, pero no vi a Ninshubur. ¿Habría vuelto a salir, para ir a ver a Rhea, y se habría llevado el perrito de peluche como trofeo?
Un cuarto de baño separaba su dormitorio de una habitación con forma hexagonal que daba al descuidado jardín trasero. Pesados cortinajes de color bronce apagado impedían que entrase la luz del exterior. Encendí la lámpara del techo y me encontré con una visión extraordinaria.
Sobre una de las paredes se hallaba pegado un enorme mapa de Europa. Tenía clavadas banderitas rojas. Cuando me acerqué lo suficiente para leer lo que estaba rotulado vi que servían para marcar los campos de concentración de la época nazi, desde los más grandes, como Treblinka y Auschwitz, hasta otros, como Sobibor y Neuengamme, de los que nunca había oído hablar. Otro mapa más pequeño, que estaba al lado de aquél, mostraba los recorridos de los Einsatzgruppen por la Europa del Este, y los Einsatzgruppen B estaban marcados con un círculo y subrayados en rojo.
Читать дальше