– Tim es muy malo. Ha dejado que ese hombre malo se llevara a Ninshubur y ahora está diciendo mal su nombre.
– Tim siente muchísimo no haber cuidado bien a Ninshubur, cariño, pero, antes de que te metas en la cama esta noche, yo voy a intentar llevarte a tu perrito. Voy a salir ahora mismo de mi oficina para ir a buscarlo, ¿de acuerdo?
– De acuerdo, tía Vicory -me contestó con voz de resignación.
Cuando Tim volvió a ponerse al teléfono, me dio las gracias por haber conseguido que la niña dejara de llorar. Empezaba a estar desesperado. Había dado con Agnes en la galería donde tenía una cita y ella ya estaba de camino a casa, pero me dijo que preferiría proteger al primer ministro israelí en Siria a tener que encargarse de otra criatura de cinco años.
Tamborileé con los dedos sobre la mesa de mi despacho. Llamé a Rhea Wiell, que, por fortuna, estaba en aquel momento descansando entre dos pacientes. Cuando le expliqué la situación y le dije que realmente nos haría un gran favor si consiguiera que Paul nos devolviese el perro de peluche aquel mismo día, dijo que lo hablaría con él cuando lo viese el viernes por la mañana.
– Mira, Vic, solamente lo quiere a modo de talismán que le una a esa familia que se niega a reconocer su parentesco. Al comienzo del tratamiento a mí también se me llevaba algunas cosas de mi consulta pensando que yo no me daba cuenta, como una taza de la sala de espera o un pañuelo de cuello. Pero, cuando se empezó a sentir más fuerte, dejó de hacerlo.
– Tú lo conoces mejor que yo, Rhea, pero la pobre Calia es una niña de cinco años. Me parece que hay que anteponer sus necesidades.
¿No podrías llamarlo ahora e insistirle en que lo devolviera? O dame su teléfono y lo llamo yo.
– Espero que no estés inventándote todo esto para conseguir que te dé el teléfono de su casa, Vic. En estas circunstancias dudo de que, precisamente tú, puedas persuadirlo para que se reúna contigo. Tiene cita conmigo por la mañana. Hablaré con él. Ya sé que Don está convencido de que Max Loewenthal no es pariente suyo, pero Max tiene la clave para que Paul pueda contactar con sus parientes europeos. Si pudieras conseguir que Max aceptara verlo…
– Cuando Paul irrumpió en la fiesta del domingo, Max se ofreció a verse con él. Paul no quiere ver a Max, lo que quiere es que Max le acoja como miembro de su familia. Si pudieras conseguir que Paul nos dejara ver los papeles…
– ¡No! -dijo tajantemente-. En cuanto llamaste pensé que te ibas a inventar alguna cosa para sonsacarme algo y ver los papeles, y tenía razón. No voy a violar la intimidad de Paul. Ya sufrió demasiadas violaciones de niño como para que yo le haga eso.
Me colgó.
¿Cómo era posible que no se diera cuenta de que su mejor espécimen debería estar en una habitación aislada en el manicomio de Menard o dondequiera que le administrasen fuertes dosis de antipsicóticos?
Aquel pensamiento, fruto de la rabia, me dio la idea. Busqué el número de teléfono del Comité para la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto que Posner tenía en Touhy. Cuando me contestó una voz de hombre, me tapé la nariz para que mi voz adquiriera un sonido nasal.
– Llamo de la farmacia Casco de River Forest -dije-. Necesito hablar con el señor Paul Radbuka.
– No trabaja aquí -me contestó.
– ¡Vaya por Dios! Es que estoy rellenando su receta para el Haldol, pero no tenemos su dirección. El dejó este número de teléfono. ¿No sabe dónde podría localizarlo? Es que no podemos dispensar recetas de ese tipo de drogas sin poner la dirección.
– Bueno, pues ésta no la puede poner, porque no trabaja aquí.
– Bien, pero ¿no tendría usted alguna manera para que yo pudiese localizarlo? Es que es el único número de teléfono que dejó.
El hombre soltó el auricular sobre la mesa dando un golpe.
– León, ¿rellenó algún formulario de inscripción ese tal Radbuka cuando vino el martes? Vamos a empezar a recibir llamadas para él y yo, sin ir más lejos, no tengo la menor intención de hacer de su contestador automático.
Oí voces hablando al fondo. Sobre todo se quejaban de Radbuka y se preguntaban por qué les habría cargado el rabino Joseph con una persona tan difícil. Oí que León, el secuaz que Posner se había llevado de acompañante el día anterior, cuando estuvimos hablando fuera del hospital, les reprendía por cuestionar las decisiones del rabino, antes de atender él en persona el teléfono.
– ¿Quién es?
– Llamo de la farmacia Casco de River Forest. Tenemos una receta de Haldol para el señor Paul Radbuka y hay que rellenar todos los datos, así que necesitamos su dirección. Es un antipsicótico muy fuerte y no podemos dispensarlo sin localizarlo -dije todo aquello con una voz cantarína pero nasal, como si me hubiesen enseñado a recitar de un tirón aquella letanía burocrática.
– Ya, ya, muy bien, pero ¿podría usted poner una nota en su ficha para no utilizar este número? Esto es una oficina a la que viene a veces a hacer trabajos de voluntariado, pero no podemos ocuparnos de tomar mensajes para él. Le doy la dirección de su casa.
El corazón me latía tan deprisa como si estuviera oyendo un mensaje de mi amado. Escribí la dirección y el número y se lo volví a leer, olvidándome de poner voz nasal por la emoción, pero a esas alturas, ¿qué más daba? Ya tenía lo que quería. Y no había tenido que romperle la mandíbula de un puñetazo a Rhea Wiell para conseguirlo.
La casa del sufrimiento
Roslyn era una calle minúscula que no llegaba a comprender una manzana de casas y que daba al Lincoln Park. La casa de Radbuka se encontraba en la parte sur, cerca ya del parque. Era de granito antiguo y su fachada, como la mayoría de las casas de aquella manzana tan selecta, daba directamente sobre la acera. Tenía ganas de tirar abajo la puerta, entrar embistiendo y enfrentarme a Radbuka por la fuerza, pero me contuve e hice una inspección de reconocimiento lo más discreta posible. Como estaba tan cerca de Lincoln Park, no cesaban de pasar a mi lado personas haciendo footing, gente paseando perros y otros que hacían algún tipo de ejercicio, a pesar de que aún era un poco pronto para que la gente hubiera vuelto del trabajo a sus casas.
La puerta delantera era de madera maciza, con una mirilla que permitía que Radbuka estudiara detenidamente a quien fuese a visitarlo. Colocándome fuera del ángulo de visión, estuve tocando el timbre con fuerza, durante cuatro o cinco minutos. Como nadie acudió a abrir, no pude resistirme a la idea de entrar para ver si lograba dar con los documentos que probaban que su auténtico apellido era Radbuka. Tanteé la puerta principal para ver si estaba abierta -habría sido ridículo arriesgarme a que me vieran forzándola si había algún sistema fácil para entrar- pero el picaporte de bronce no giraba.
No quería estar allí de pie con mis ganzúas, a plena vista de las innumerables personas que pasaban haciendo footing, así que tendría que entrar por la puerta de atrás. Había aparcado a tres manzanas de St. James Place. Volví al coche y saqué un mono de trabajo de color azul marino de una bolsa que llevaba en el maletero. En el bolsillo de la izquierda llevaba una inscripción que decía «Servicio de alumbrado público». Un cinturón lleno de herramientas completaba mi sencillo atuendo de camuflaje. Me fui con todo aquello al aseo del invernadero y salí un minuto después con el pelo cubierto con un pañuelo azul y el aspecto de cualquier integrante de una empresa de mantenimiento, al que ningún yuppy prestaría atención.
De vuelta frente a la casa de Radbuka, volví a tocar el timbre y, a continuación, me dirigí por un caminito estrecho de losetas de piedra por el costado de la casa hacia la parte de atrás. A mitad de recorrido tenía un portón de tres metros de altura con una cerradura en el centro. El cerrojo no era de resbalón y era bastante complicado. Me agaché con mis ganzúas intentando no mirar a los viandantes y con la esperanza de que ellos hiciesen lo mismo conmigo.
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