– Me duele. ¿Quién… es… usted?
– Soy amiga de Rhea, Paul, ¿no se acuerda? -le dije con el tono más tranquilizador posible-. Se va usted a poner bien. ¿Sabe quién le ha disparado?
– Use-dijo respirando roncamente-. Use… Bullfin. Dígaselo… a Rhea. Los de las SS… saben dónde…
– ¿Bullfin? -pregunté dudando.
– No -contestó y trató de corregirme con tono débil e impaciente. Yo seguí sin poder entender con claridad el apellido. Los enfermeros empezaron a recorrer el pasillo. Cada segundo era importante. Fui con ellos hasta donde comenzaba la escalera y cuando empezaron a bajar, Paul se giró en la camilla, intentando fijar en mí su vidriosa mirada.
– ¿Rhea?
– Le aseguro que le contaré lo que ha pasado. Ella le cuidará -le dije a modo de consuelo. Era lo mínimo que podía ofrecerle.
Paul Radbuka y la cámara de los secretos
Radbuka volvió a perder el conocimiento tan pronto como oyó aquellas palabras tranquilizadoras. Los enfermeros me dijeron que me quedase en la casa hasta que llegara la policía, porque querrían hacerme algunas preguntas. Les sonreí, les dije que sí, que por supuesto, y eché doble vuelta a la llave en cuanto salieron por la puerta principal. La poli podía llegar en cualquier momento y yo me quedaría atrapada. Pero, por si el cielo me concedía unos minutos, regresé corriendo a la habitación hexagonal.
Me volví a poner los guantes y después me quedé mirando con un sentimiento de impotencia el revoltijo que había sobre el suelo y los cajones con papeles a medio sacar de sus carpetas. ¿Qué iba a poder encontrar en dos minutos?
Noté que sobre el escritorio había otro mapa de Europa más pequeño, con una ruta dibujada con un rotulador negro grueso. Partía de Praga, donde Paul había escrito Terezin con mano temblorosa, pasaba luego por Auschwitz y seguía, a continuación, hasta la costa sudeste de Inglaterra, para acabar finalmente en forma de flecha señalando hacia América. Berlín, Viena y Lodz estaban marcadas con un círculo y tenían un signo de interrogación al lado. Supuse que había marcado sus posibles lugares de nacimiento y que había reconstruido la ruta efectuada a través de la Europa en guerra hasta Inglaterra y los Estados Unidos. ¿Y qué, y qué?
Vamos, no pierdas tiempo, chica, me dije. Miré la llave que había caído al retirar el edredón para que los enfermeros lo pudiesen mover. Era una llave antigua con dientes cuadrados que podía encajar en cualquier tipo de cerradura antigua. No en la de un archivador, sino en la de alguna habitación, un armario o algo en el sótano. ¿Y si fuera del tercer piso, en el que no había mirado? No iba a tener tiempo.
Aquella habitación era su santuario. ¿Habría algo allí que quien había entrado no hubiese encontrado? No era la llave del escritorio, para eso era demasiado grande. No había ningún armario a la vista, pero esas viejas casas siempre tenían armarios en los dormitorios. Retiré los cortinajes y aparecieron ante mi vista unas grandes ventanas en las tres paredes que formaban una especie de torreón. Las cortinas no sólo cubrían el espacio de las ventanas, sino también toda una pared de la habitación. Fui por detrás de ellas y di con la puerta de un vestidor. La llave entró perfectamente.
Cuando tiré del cable para encender la luz del techo, apenas pude dar crédito a lo que estaba viendo. Era un espacio profundo y estrecho con una altura de unos tres metros, tan alto como el mismo dormitorio. La pared de la izquierda estaba por completo cubierta de fotografías, algunas de ellas enmarcadas y otras pegadas con cinta adhesiva, que llegaban más arriba de mi cabeza.
Muchas eran del mismo hombre de la fotografía del salón, el que yo había supuesto que sería Ulrich y estaban terriblemente pintarrajeadas. Esvásticas rojas y negras le cubrían los ojos y la boca. Sobre algunas Paul había escrito frases como No puedes ver nada porque te he tapado los ojos, ¿qué te parece cuando te lo hacen a ti? Llora todo lo que quieras, Schwul, que no vas a salir de ahí. ¿Qué tal te sienta estar encerrado ahí solo? ¿Quieres comer? Pídemelo de rodillas.
Eran palabras llenas de veneno, pero expresadas de forma muy pueril; frases de un niño que se siente impotente frente al omnímodo poder de un adulto. En la entrevista que Paul había concedido a la cadena Global TV había dicho que su padre solía pegarle y encerrarlo. ¿Serían aquellas frases escritas sobre las fotografías las que su padre le decía cuando lo encerraba? Daba igual quién fuese Paul, hijo de Ulrich o sobreviviente de Terezin, si le habían tenido allí encerrado escuchando palabras que le martirizaban, no era nada extraño que fuese tan inestable emocionalmente.
No estaba claro si aquel espacio servía para castigar a Ulrich o para que Paul lo utilizara como refugio pues, intercaladas entre las fotografías de Ulrich pintarrajeado, había fotos de Rhea. Algunas estaban sacadas de revistas y periódicos, pero parecía como si las hubiese llevado a que le hiciesen copias, pues había varias fotografías en papel satinado, colocadas en marcos, que eran iguales a las de los recortes. Alrededor estaban las cosas que se había llevado de la consulta de Rhea: el pañuelo de cuello, un guante e, incluso, unas toallitas de papel con olor a lavanda. La taza que se había traído de la sala de espera estaba allí, con una rosa marchita.
También había colgado diversos objetos relacionados con Max. Se me encogió el estómago al ver la cantidad de información que había reunido sobre la familia Loewenthal en una sola semana. Había varias fotografías del Cellini Ensemble, en las que había hecho un círculo alrededor de la cara de Michael. Había programas de los conciertos que habían interpretado en Chicago, fotocopias de artículos de prensa sobre el hospital Beth Israel, con las palabras pronunciadas por Max subrayadas en rojo. Pensé que, tal vez, Paul se estaba dirigiendo hacia allí para colgar también a Ninshubur, cuando el asaltante le disparó.
La simple idea de que existiera un sitio como aquél me parecía tan horrible que tenía ganas de salir corriendo. Sentí un escalofrío, pero me forcé a seguir mirando.
Entre las fotografías de Rhea había una, en un marco de plata, de una mujer que no sabía quién podía ser. Era de mediana edad e iba vestida con tonos sombríos. Tenía unos ojos grandes y oscuros, unas cejas pobladas y una sonrisa como de resignación nostálgica en la boca. Un cartelito pegado al marco decía Mi salvadora en Inglaterra, aunque no pudo salvarme lo suficiente.
Frente a la pared en la que estaban las fotografías había una camita plegable, estantes con comida enlatada, un bidón de agua de cuarenta litros y varias linternas. Y bajo el catre había un archivador de acordeón atado con una cintita negra. Pegada en la tapa tenía una fotografía de Ulrich, toda pintarrajeada y en la que había garabateado una afirmación triunfal: Te he descubierto, Einsatzgruppenführer Hoffman.
Débilmente, desde fuera de aquel espacio, me llegó el insistente sonido del timbre. Me espabiló y me sacó de entre los terroríficos símbolos de la obsesión de Paul. Arranqué la fotografía de su salvadora inglesa de la pared, la metí en la carpeta de acordeón y me la metí por dentro de la blusa al lado del perrito ensangrentado. Bajé las escaleras de dos en dos, salí por el pasillo a la carrera y pegué un salto desde la puerta de la cocina.
Caí sobre los hierbajos sin cortar y me quedé tumbada, agradeciendo a mi mono ensangrentado su protección. La carpeta me apretaba los pechos de un modo muy molesto. Avancé lentamente, gateando por un lateral, y vi la parte trasera de un coche de la policía, pero no había nadie vigilando los lados de la casa: esperaban encontrar a la amable amiga de la familia dentro. Tumbada en el suelo, me puse a buscar el arbusto al que había tirado las ganzúas. Cuando las recuperé, me fui arrastrando a hurtadillas hasta la valla que había en la parte posterior, donde me quité el mono manchado de sangre y el pañuelo y me metí las ganzúas en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Encontré los tablones entre los que había desaparecido el gato, los levanté un poco y me largué de allí.
Читать дальше