Elizabeth George - El Refugio

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El científico forense Simon Saint James y su esposa, Deborah, viajan hasta la isla de Guernsey para resolver un caso. Una vieja amiga de Deborah, China River, esta acusada del asesinato de Guy Brouard, uno de los habitantes más ricos de la isla, así como su principal benefactor. Tras haber sido víctima de los nazis en su infancia, Brouard aparece muerto justo cuando planeaba la construcción de un museo en honor de la resistencia a la ocupación alemana de la isla. Pocas son las pruebas que parecen apuntar a China, cuya inocencia tratarán de demostrar Simon y su mujer. Pero si China no es la culpable, ¿quién cometió el crimen?

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– ¿Me vend…? -China no pudo acabar la frase.

Cherokee se volvió hacia ella.

– Le gusta follarte, China. Es lo que es. Eso es todo. Fin de la historia.

– No te creo. -Pero tenía la boca seca, más seca de lo que tenía la piel por el calor y el viento procedente del desierto, más seca incluso que la tierra abrasada y agrietada donde las flores se marchitaban y se escondían los gusanos.

Alargó la mano hacia atrás para coger el tirador oxidado de la vieja mosquitera. Entró en la casa. Oyó que su hermano la seguía, arrastrando los pies apesadumbradamente detrás de ella.

– No quería decírtelo -dijo-. Lo siento. Nunca fue mi intención decírtelo.

– Vete -le contestó China-. Largo. Vete.

– Sabes que te estoy diciendo la verdad, ¿no? Lo percibes porque has percibido el resto: que hay algo entre vosotros que no funciona y que hace tiempo que no funciona.

– No sé de qué me hablas -le dijo.

– Sí que lo sabes. Es mejor saber. Ahora ya puedes dejarle. -Se acercó a ella por detrás y le puso la mano en el hombro. Pareció un gesto muy indeciso-. Ven conmigo a Europa, China -le dijo en voz baja-. Será un buen lugar para comenzar a olvidar.

Ella le apartó la mano y se dio la vuelta para mirarle.

– Ni siquiera saldría de esta casa contigo.

5 de diciembre 6:30

Isla de Guernsey, canal de la Mancha

Ruth Brouard se despertó sobresaltada. Pasaba algo raro en la casa. Se quedó tumbada sin moverse y prestó atención a la oscuridad como había aprendido a hacer a lo largo de todos aquellos años, esperando a que el sonido se repitiera para saber si estaba a salvo en su escondite o si tenía que salir huyendo. En ese momento de tensa escucha no podía decir qué era el ruido. Pero no formaba parte de los sonidos nocturnos que estaba acostumbrada a oír -el crujido de la casa, la vibración de una ventana, el ulular del viento, el chillido de una gaviota despertada de su sueño-, así que notó que se le aceleraba el pulso mientras aguzaba el oído y obligaba a sus ojos a discriminar entre los objetos de la habitación, examinándolos todos, comparando su posición en la penumbra con la que tenían de día, cuando ni los fantasmas ni los intrusos osarían alterar la paz de la vieja mansión en la que vivía.

No escuchó nada más, conque atribuyó su repentino despertar a un sueño que no podía recordar. Atribuyó los nervios crispados a la imaginación. A eso y a la medicación que tomaba, el calmante más fuerte que podía darle el médico y que no era la morfina que necesitaba su cuerpo.

Gruñó en la cama al notar un brote de dolor que nació en los hombros y bajó por los brazos. Los médicos, pensó, eran guerreros modernos. Estaban entrenados para luchar contra el enemigo hasta que el último corpúsculo pasara a mejor vida. Estaban programados para hacerlo, y les estaba agradecida por ello. Pero había veces en las que el paciente sabía más que los médicos, y Ruth comprendía que ésta era una de esas veces. Seis meses, pensó. Dentro de dos semanas cumpliría sesenta y seis años, pero no viviría para llegar a los sesenta y siete. El mal había conseguido pasar de los pechos a los huesos, después de darle una tregua de veinte años durante la cual se había vuelto optimista.

Estaba tumbada boca arriba y cambió de posición colocándose de lado, y sus ojos se posaron en los números rojos digitales del despertador de su mesita de noche. Era más tarde de lo que pensaba. La época del año la había engañado por completo. Por la oscuridad, había supuesto que serían las dos o las tres de la madrugada, pero eran las seis y media; habitualmente se levantaba al cabo de una hora.

En la habitación contigua a la suya, oyó un ruido. Pero esta vez no era un sonido fuera de lugar, nacido de un sueño o de su imaginación. Era el movimiento de la madera sobre la madera al abrirse y cerrarse la puerta de un armario y también un cajón de la cómoda. Algo chocó contra el suelo, y Ruth imaginó las deportivas de su hermano cayendo accidentalmente de sus manos con las prisas por calzárselas.

Ya se habría puesto el bañador -ese triángulo insignificante de licra azul celeste que a ella le parecía del todo inadecuado para un hombre de su edad- y ahora ya se habría enfundado el chándal. El único preparativo que faltaba en la habitación eran las deportivas que se pondría para caminar hasta la bahía y que estaría calzándose en ese momento. Ruth lo sabía por el crujido de la mecedora.

Sonrió mientras oía los movimientos de su hermano. Guy era tan predecible como las estaciones. La noche anterior había dicho que por la mañana iría a nadar, así que a nadar iba, como todos los días: atravesaría los jardines para acceder al sendero y, luego, bajaría deprisa a la playa para calentar, solo en la carretera estrecha con curvas pronunciadas que esculpía un túnel serpenteante debajo de los árboles. Era la capacidad de su hermano de ceñirse a sus planes y llevarlos a cabo con éxito lo que Ruth más admiraba de él.

Oyó que la puerta del cuarto de Guy se cerraba. Sabía exactamente qué sucedería ahora: en la oscuridad, su hermano caminaría a tientas hasta el armario de la caldera y cogería una toalla. Esta acción duraría diez segundos, tras lo cual emplearía cinco minutos en localizar las gafas de natación, que el día anterior por la mañana habría guardado en el cajón de los cuchillos o dejado en el revistero de su estudio o metido sin pensar en ese aparador que había en un rincón del salón del desayuno. Con las gafas en su poder, iría a la cocina a prepararse un té y, con él en la mano -porque siempre se lo llevaba para tomárselo después, era su recompensa humeante de té verde y ginkgo por haber logrado meterse, una vez más, en un agua demasiado fría para los mortales corrientes-, saldría de la casa y cruzaría el césped hacia los castaños, detrás de los cuales se encontraba el sendero y, detrás, el muro que definía el límite de su propiedad. Ruth sonrió ante lo previsible que era su hermano. No sólo era lo que más le gustaba de él; también era lo que desde hacía tiempo había conferido una seguridad a su vida que no le correspondía.

Vio cómo cambiaban los números del despertador digital a medida que pasaban los minutos y su hermano llevaba a cabo sus preparativos. Ahora estaría en el armario de la caldera, ahora bajando las escaleras, ahora buscando impaciente esas gafas y maldiciendo los lapsos de memoria cada vez más frecuentes a medida que se acercaba a los setenta. Ahora estaría en la cocina, quizá incluso comiendo a hurtadillas un tentempié antes de ir a nadar.

En el momento en que, según su ritual matutino, Guy salía de la casa, Ruth se levantó de la cama y se echó la bata por encima de los hombros. Se acercó a la ventana descalza y descorrió las pesadas cortinas. Contó hacia atrás a partir de veinte, y cuando llegó al cinco, ahí estaba él, saliendo de la casa, fiable como las horas del día, como el viento de diciembre y la sal que traía consigo del canal de la Mancha.

Llevaba puesto lo de siempre: un gorro rojo de punto calado sobre la frente para taparse las orejas y el cabello grueso y canoso; el chándal de la Marina manchado en los codos, los puños y los muslos con la pintura blanca que había utilizado el verano pasado para el pabellón acristalado; y las deportivas sin calcetines. Aunque no podía verlo, simplemente conocía a su hermano y su forma de vestir. Llevaba su té y una toalla colgada alrededor del cuello. Las gafas, supuso, estarían en un bolsillo.

– Disfruta del baño -dijo contra el cristal helado de la ventana. Y añadió lo que él siempre le decía, lo que su madre había gritado hacía tiempo mientras el pesquero se alejaba del muelle, separándolos de su hogar en la negra noche-: Au revoir et adieu, mes chéris.

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