Elizabeth George - El Refugio

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El científico forense Simon Saint James y su esposa, Deborah, viajan hasta la isla de Guernsey para resolver un caso. Una vieja amiga de Deborah, China River, esta acusada del asesinato de Guy Brouard, uno de los habitantes más ricos de la isla, así como su principal benefactor. Tras haber sido víctima de los nazis en su infancia, Brouard aparece muerto justo cuando planeaba la construcción de un museo en honor de la resistencia a la ocupación alemana de la isla. Pocas son las pruebas que parecen apuntar a China, cuya inocencia tratarán de demostrar Simon y su mujer. Pero si China no es la culpable, ¿quién cometió el crimen?

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– No hay nadie más. Y aunque encontrara a alguien pronto, en el billete tiene que poner River y el pasaporte tiene que coincidir con el billete y… Vamos, China. -Parecía un niño pequeño, frustrado porque un plan que le había parecido tan sencillo, tan fácilmente previsto con un viaje a Santa Bárbara, resultaba no serlo. Y eso era típico de Cherokee, tener una idea y estar seguro de que todo el mundo la secundaría.

Sin embargo, China no lo haría. Quería a su hermano. En realidad, pese a que era mayor que ella, China había pasado parte de su adolescencia y la mayor parte de su infancia protegiéndole. Pero a pesar de la devoción que sentía por Cherokee, no iba a facilitarle un plan que podría dar dinero fácil al mismo tiempo que los ponía a los dos en peligro.

– De ningún modo -le dijo-. Olvídalo. Consigue un trabajo. Algún día tendrás que vivir en el mundo real.

– Es lo que intento hacer con esto.

– Entonces, consigue un trabajo normal. Al final tendrás que hacerlo. Podrías empezar ahora.

– Genial. -Cherokee se levantó bruscamente de la silla-. Absolutamente genial, China. Conseguir un trabajo normal. Vivir en el mundo real. Es lo que intento hacer. Tengo una idea para un trabajo y una casa y dinero, todo de golpe, pero al parecer no es lo bastante bueno para ti. Tiene que ser un mundo real y un trabajo que se ajusten a tus condiciones. -Se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas y salió al patio.

China le siguió. En el centro del césped sediento había una pila para pájaros, y Cherokee tiró el agua, cogió un cepillo de alambre que había en la base y atacó con furia el cuenco rugoso, fregando la capa de algas. Se dirigió a la casa, donde había una manguera enrollada, abrió el grifo y la arrastró para rellenar la pila para los pájaros.

– Mira -empezó China.

– Olvídalo -dijo-. Te parece una estupidez. Te parezco estúpido.

– ¿He dicho yo eso?

– No quiero vivir como el resto del mundo, trabajar de ocho a cinco para otro y por un sueldo irrisorio, pero tú no lo apruebas. Tú crees que sólo existe una forma de vivir, y si alguien tiene una idea distinta, es una gilipollez, una estupidez, y es probable que acabe en la cárcel.

– ¿A qué viene todo esto?

– Lo que se supone que tengo que hacer, según tú, es trabajar por cuatro duros, ahorrar esos cuatro duros y reunir lo suficiente para casarme con una hipoteca y tener niños y una mujer que quizá será más esposa y madre de lo que lo fue mamá. Pero ése es tu proyecto de vida, ¿vale? No el mío.

Tiró la manguera al suelo, donde el agua borboteó sobre el césped polvoriento.

– Esto no tiene nada que ver con el proyecto de vida de nadie. Es sentido común. Piensa en lo que me estás proponiendo, por el amor de Dios. Piensa en lo que te han propuesto.

– Dinero -dijo él-. Cinco mil dólares. Cinco mil dólares que necesito, maldita sea.

– ¿Para comprarte un barco que no tienes ni idea de tripular? ¿Para llevar a la gente a pescar sabe Dios dónde? Piensa bien las cosas por una vez, ¿vale? Si no lo del barco, al menos esa idea de hacer de mensajero.

– ¿Yo? -Soltó una carcajada-. ¿Que yo debería pensar bien las cosas? Y tú ¿cuándo cono vas a hacerlo?

– ¿Yo? ¿Qué…?

– Es asombroso, de verdad. Tú puedes decirme cómo tengo que vivir mi vida mientras tú vives una farsa continua y ni siquiera lo sabes. Y aquí estoy yo, dándote una oportunidad decente para dejarla atrás por primera vez en ¿qué? ¿Diez años? ¿Más? Y lo único que…

– ¿Qué? ¿Dejar atrás qué?

– … haces es increparme. Porque no te gusta mi forma de vivir. Y tú eres incapaz de ver que tu forma de vivir es peor.

– ¿Qué sabes tú de mi forma de vivir? -China notó su propia ira. Detestaba el modo que tenía su hermano de dar la vuelta a las conversaciones. Si querías hablar con él sobre las decisiones que había tomado o que quería tomar, siempre volvía la atención sobre ti. Y esa atención se convertía siempre en un ataque del que sólo los hábiles podían salir ilesos-. Hace meses que no te veo. Apareces aquí, te cuelas en mi casa, me dices que necesitas mi ayuda para un negocio turbio, y cuando no colaboro como tú esperas, de repente todo es culpa mía. Pero no voy a entrar en ese juego.

– Claro. Tú prefieres entrar en el juego de Matt.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó China. Pero al oír mencionar a Matt, no pudo evitarlo: sintió que el dedo esquelético del miedo le tocaba la columna.

– Dios santo, China. Crees que soy estúpido. Pero ¿cuándo vas a darte cuenta?

– ¿Darme cuenta de qué? ¿De qué estás hablando?

– De toda esta historia con Matt. Vivir para Matt. Ahorrar tu dinero “para mí y Matt y el futuro”. Es ridículo. No. Es de lo más patético. Estás aquí delante creyendo saberlo todo y ni siquiera te has dado cuenta… -Se contuvo. Pareció como si de repente recordara dónde estaba, con quién estaba y lo que había sucedido antes de que ambos se encontraran donde se encontraban ahora. Se agachó, cogió la manguera, la llevó hacia la casa y cerró el grifo. Volvió a enrollar la manguera en el suelo con demasiada precisión.

China se quedó mirándole. Era como si de repente toda su vida -su pasado y su futuro- quedara arrasada por el fuego. Sabiéndolo y no sabiéndolo a la vez.

– ¿Qué sabes sobre Matt? -le preguntó a su hermano.

Parte de la respuesta ya la conocía. Porque los tres habían sido adolescentes en el mismo barrio cochambroso de una ciudad llamada Orange donde Matt era un surfista; Cherokee, su acólito, y China, una sombra proyectada por los dos. Pero parte de la respuesta no la había sabido nunca porque estaba oculta en las horas y los días en que los dos chicos iban solos a coger olas en Huntington Beach.

– Olvídalo. -Cherokee pasó por delante de ella y entró en la casa.

China le siguió, pero su hermano no se detuvo en la cocina ni en el salón, sino que siguió caminando, abrió la puerta mosquitera y salió al porche combado. Allí se paró, mirando con los ojos entrecerrados la calle seca y luminosa donde el sol se reflejaba en los coches aparcados y una ráfaga de viento hacía rodar las hojas secas sobre el pavimento.

– Será mejor que me digas qué estás insinuando -dijo China-. Has empezado algo. Ya puedes acabarlo.

– Olvídalo -dijo él.

– Has dicho “patético”. Has dicho “ridículo”. Has dicho “juego”.

– Ha sido sin querer -dijo él-. Estaba cabreado.

– Hablas con Matt, ¿no? Aún debes de verle cuando va a visitar a sus padres. ¿Qué sabes, Cherokee? ¿Está…? -China no sabía si podría decirlo, tan reacia era en realidad a saber. Pero estaban las largas ausencias, los viajes a Nueva York, la cancelación de sus planes juntos. Estaba el hecho de que Matt viviera en Los Ángeles cuando no estaba de viaje y todas las veces que estaba en casa pero, aun así, tenía demasiado trabajo para pasar el fin de semana con ella. Se había dicho a sí misma que todo eso no significaba nada, si lo ponía en la balanza con la que valoraba todos los años que llevaban juntos. Pero sus dudas habían aumentado y ahora las tenía delante, pidiéndole que las aceptara o las borrara de su mente-. ¿Tiene Matt otra mujer? -le preguntó a su hermano.

Cherokee suspiró y negó con la cabeza. Pero no pareció tanto una respuesta a su pregunta como una reacción por la pregunta en sí.

– Cincuenta pavos y una tabla de surf -le dijo a su hermana-. Es lo que le pedí. Di una buena garantía al producto: “Sólo sé bueno con ella, colaborará contigo”, le dije. Así que pagó gustoso.

China escuchó las palabras, pero por un momento su mente se negó a asimilarlas. Entonces recordó esa tabla de surf, años atrás: Cherokee llegó a casa gritando que Matt se la había regalado. Y recordó lo que vino después: diecisiete años, nunca había salido con nadie ni mucho menos la habían besado o tocado o el resto, y Matthew Whitecomb -alto y tímido, bueno con la tabla de surf, pero un desastre con las chicas- fue a casa y le preguntó tartamudeando y muerto de vergüenza si quería salir con él, excepto que no era vergüenza, ¿no?, esa primera vez, sino la ilusión nerviosa de recoger lo que había comprado a su hermano.

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