Elizabeth George - El Refugio

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El científico forense Simon Saint James y su esposa, Deborah, viajan hasta la isla de Guernsey para resolver un caso. Una vieja amiga de Deborah, China River, esta acusada del asesinato de Guy Brouard, uno de los habitantes más ricos de la isla, así como su principal benefactor. Tras haber sido víctima de los nazis en su infancia, Brouard aparece muerto justo cuando planeaba la construcción de un museo en honor de la resistencia a la ocupación alemana de la isla. Pocas son las pruebas que parecen apuntar a China, cuya inocencia tratarán de demostrar Simon y su mujer. Pero si China no es la culpable, ¿quién cometió el crimen?

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Su Pellegrino, al parecer. El agua que China estaba deseando beberse.

El hombre se dio la vuelta perezosamente y la miró de reojo, aupándose sobre los codos sucios.

– Tu seguridad es un asco, China -dijo, y bebió un trago largo de la botella.

China miró el porche y vio que la puerta mosquitera estaba abierta y la puerta de entrada, de par en par.

– Maldita sea -gritó ella-. ¿Has vuelto a colarte en mi casa?

Su hermano se incorporó y puso la mano a modo de visera sobre los ojos.

– ¿Por qué demonios vas vestida así? Estamos a treinta y dos putos grados y parece que estés en Aspen en enero.

– Y tú parece que estés esperando a que te detengan por exhibicionismo. Por favor, Cherokee, ten un poco de cabeza. En este barrio hay niñas pequeñas. Si pasa alguna por aquí delante y te ve así, a los quince minutos tenemos un coche patrulla en la puerta. -Ella frunció el ceño -. ¿Te has puesto protección?

– No has contestado a mi pregunta -señaló él-. ¿Por qué llevas ropa de cuero? ¿Rebeldía retrasada? -Sonrió-. Si mamá viera esos pantalones, le daría un verdadero…

– La llevo porque me gusta -le interrumpió ella-. Es cómoda. -”Y puedo permitírmela”, pensó. Lo cual era más de la mitad del motivo: tener algo fastuoso e inútil en el sur de California porque quería tenerlo, después de pasar la infancia y la adolescencia revolviendo en los estantes de Goodwill en busca de ropa que a la vez le quedara bien, no fuera del todo horrible y, por el bien de las creencias de su madre, no tuviera ni un milímetro de piel animal.

– Sí, claro. -Su hermano se puso de pie con dificultad cuando pasó a su lado y entró en el porche-. Ropa de cuero en pleno Santa Ana. Comodísimo. Tiene sentido.

– Ésa es mi última botella de Pellegrino. -China dejó las fundas de las cámaras en el suelo justo al cruzar la puerta-. Llevo pensando en bebérmela todo el camino.

– ¿De dónde vienes? -Cuando China se lo dijo, él se rio-. Vaya, ya lo pillo. Haciendo unas fotos para un arquitecto. ¿Forrado y sin nada que hacer? Eso espero. ¿Disponible también? Genial. Bueno, déjame ver qué tal te queda, entonces. -Se llevó la botella de agua a la boca y la examinó mientras bebía. Cuando se sació, le pasó la botella y dijo-: Acábatela. Llevas el pelo horrible. ¿Por qué no dejas de teñírtelo? No es bueno. Y sin duda no es bueno para el nivel freático, con tantas sustancias químicas por el desagüe.

– Como si a ti te importara el nivel freático.

– Tengo mis principios.

– Entre los que no está, obviamente, esperar a que la gente llegue a casa antes de saquearla.

– Tienes suerte de que haya sido yo -dijo él-. Es una estupidez considerable irse y dejar las ventanas abiertas. Las mosquiteras que tienes son una mierda. No me ha hecho falta más que una navaja.

China vio el modo de acceso de su hermano a su casa, puesto que, como era típico de Cherokee, no había hecho nada por ocultar cómo había logrado entrar. Una de las dos ventanas del salón no tenía la vieja mosquitera, que a Cherokee le había resultado bastante fácil quitar porque sólo se sujetaba en su lugar gracias a unos corchetes en el alféizar. Al menos su hermano había tenido la sensatez de entrar por una ventana que no daba a la calle y no quedaba a la vista de los vecinos, cualquiera de los cuales habría llamado encantado a la policía.

China pasó a la cocina, con la botella de Pellegrino en la mano. Echó lo que quedaba del agua mineral en un vaso con una rodaja de lima. La removió, se la bebió y dejó el vaso en la pila, insatisfecha y enfadada.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó a su hermano-. ¿Cómo has venido? ¿Has arreglado el coche?

– ¿Esa chatarra? -Cherokee cruzó el linóleo hasta la nevera, la abrió y echó un vistazo a las bolsas de plástico de fruta y verduras que había dentro. Sacó un pimiento rojo, que llevó a la pila y lavó meticulosamente antes de coger un cuchillo de un cajón y cortar el pimiento por la mitad. Limpió las dos partes y le dio una a China-. Tengo algunos asuntos entre manos, así que no voy a necesitar ningún coche.

China no picó el anzuelo que encerraba ese comentario final. Sabía cómo lanzaba el cebo su hermano. Dejó su mitad del pimiento rojo en la mesa de la cocina, entró en su dormitorio y se cambió de ropa. Con este tiempo, vestir ropa de cuero era como llevar una sauna a cuestas. Le quedaba de miedo, pero era un horno.

– Todo el mundo necesita coche. Espero que no hayas venido con la idea de que te preste el mío -gritó-. Pero si estás aquí por eso, ya te digo ahora que no. Pídeselo a mamá. Coge el suyo. Supongo que aún lo tiene.

– ¿Vas a venir por Acción de Gracias? -le replicó Cherokee.

– ¿Quién quiere saberlo?

– Adivina.

– ¿De repente no le funciona el teléfono?

– Le dije que venía a verte. Me pidió que te lo preguntara. ¿Vendrás o qué?

– Hablaré con Matt. -Colgó los pantalones de cuero en el armario, hizo lo mismo con el chaleco y echó la blusa de seda en el cesto de la ropa sucia. Se puso un vestido hawaiano amplio y cogió las sandalias del estante. Volvió con su hermano.

– ¿Y dónde está Matt? -Cherokee se había terminado su mitad del pimiento y había comenzado con la de ella.

China se lo quitó de la mano y le dio un mordisco. La carne estaba fría y dulce, un modesto calmante para el calor y la sed.

– Fuera -le dijo-. Cherokee, ¿puedes vestirte, por favor?

– ¿Por qué? -Le lanzó una mirada lasciva y sacudió la pelvis hacia ella-. ¿Te estoy excitando?

– No eres mi tipo.

– Fuera, ¿dónde?

– En Nueva York. Por negocios. ¿Vas a vestirte?

Cherokee se encogió de hombros y se fue. Un momento después, China oyó el portazo de la mosquitera cuando su hermano salió a recoger el resto de su ropa. Encontró una botella de agua Calistoga en el armario de los productos de limpieza que olía a humedad y que ella utilizaba de despensa. Al menos era algo con gas, pensó. Cogió hielo y se sirvió un vaso.

– No me has preguntado.

China se dio la vuelta. Cherokee estaba vestido, como le había pedido. Llevaba una camiseta encogida de tantos lavados y vaqueros de talle bajo. Rozaban el linóleo y, mientras miraba a su hermano de arriba abajo, China pensó, no por primera vez, en lo desfasado que estaba. Con esos rizos rojizos demasiado largos, la vestimenta desaliñada, los pies descalzos y su conducta, parecía un refugiado del verano del amor. Lo cual sin duda llenaría de orgullo a su madre, recibiría la aprobación del padre de él y provocaría las risas del padre de ella. Pero a China… En fin, a ella le molestaba. A pesar de su edad y su físico tonificado, Cherokee seguía pareciendo demasiado vulnerable para andar por ahí solo.

– Digo que no me has preguntado.

– ¿Qué?

– Qué tengo entre manos. Por qué no voy a necesitar coche nunca más. He venido haciendo dedo, por cierto. Pero ahora el autoestop es una mierda. No llegué hasta ayer a la hora de comer.

– Razón por la cual necesitas un coche.

– Para lo que tengo en mente no.

– Ya te lo he dicho. No voy a prestarte mi coche. Lo necesito para trabajar. ¿Y por qué no estás en clase? ¿Has vuelto a faltar?

– Lo he dejado. Necesito más tiempo libre para los trabajos. Ha despegado a lo grande. Hazme caso, hoy en día el número de universitarios sin conciencia es alucinante. Si quisiera labrarme una carrera con esto, seguramente podría jubilarme a los cuarenta.

China puso los ojos en blanco. “Los trabajos” eran trabajos trimestrales, exámenes que se hacían en casa, alguna que otra tesina y, hasta la fecha, dos tesis doctorales. Cherokee los redactaba para universitarios que tenían el dinero para pagarle y a quienes les daba pereza hacerlos ellos mismos. Aquello planteaba la pregunta de por qué Cherokee -que nunca había sacado menos de un ocho en algo que hubiera escrito cobrando- no conseguía seguir en la facultad. Había entrado y salido de la Universidad de California tantas veces que la institución prácticamente tenía una puerta giratoria con su nombre arriba. Pero Cherokee tenía una explicación simplista para los excesivos borrones de su carrera universitaria: “Si el sistema de la Universidad de California me pagara por mis trabajos lo que los estudiantes me pagan por los suyos, haría los trabajos”.

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