La casa estaba protegida por espesas cortinas. Parecía un lugar deshabitado. Tras unos largos minutos, mientras debatía si dar un rodeo por la parte de atrás o si esperar simplemente en el Impala hasta que apareciese alguien, percibí un movimiento en el espeso telón más cercano a la puerta. Alguien me estaba espiando. Procuré dar una impresión de seriedad y sinceridad, esperando que el señor Contreras, que ahora estaba detrás de mí, no pareciera demasiado angustiado para la conversación. Una mujer cincuentona abrió la puerta. Su pelo, de un rubio descolorido, estaba enmarañado en greñas desiguales, como pegado a su cabeza por un peluquero inexperto. Nos observó con unos ojos protuberantes sin brillo.
– Venimos a ver a Eddie Mohr -dije-. ¿Es usted la señora Mohr?
– Soy su hija, la señora Johnson. No se le podrá velar hasta la semana que viene, pero pueden hablar con mi madre si son antiguos amigos suyos.
– ¿No se le podrá velar…? -la mandíbula se me descolgó, inerte-. ¿Está…? ¿No estará muerto, verdad?
– ¿No es por eso por lo que han venido? Me preguntaba cómo se habrían enterado tan rápido. Pensé que este señor sería su padre.
El señor Contreras me asió del brazo, de pronto le flojeaban las piernas.
– Acabo de hablar con él esta mañana, pequeña. Él… nos estaba esperando. Yo… a mí me ha parecido que estaba bien.
Me volví a mirarle, pero nada de lo que se me ocurría era apropiado para ese momento. Con razón estaba tan callado: sabía que yo quería coger desprevenido a Eddie. Probablemente sentía que estaba traicionando al sindicato, pero seguramente también pensaba que me estaba traicionando a mí.
– Lo siento -le dije a la señora Johnson-. Siento irrumpir en un momento así. Debe de haber sido un golpe terrible. No sabía que estuviese enfermo.
– No ha sido su corazón, si es eso lo que está pensando. Le han pegado un tiro. En plena calle Albany. Le han disparado a sangre fría y han huido. Malditos negros. No les basta con destrozar Englewood y matarse entre ellos. Tienen que venir hasta aquí a matar a la gente de McKinley Park. ¿Por qué no pueden quedarse donde están y meterse en sus cosas? -su cara enrojeció de ira, pero los ojos saltones estaban bañados en lágrimas.
– ¿Cuándo ha ocurrido? -conseguí suavizar mi voz, pero clavándome las uñas en la palma de la mano.
– A eso de la una de la tarde. Mi madre me llamó, y por supuesto vine corriendo, aunque tuviera que dejar de cajera a Maggie, cosa que es siempre un error. No es que no sea honrada, pero es que no sabe sumar ni restar. Sencillamente, las escuelas de Chicago ya no hacen su trabajo como en mis tiempos.
Son las pequeñas cosas las que nos preocupan en momentos de gran calamidad. Maggie en la caja… tu mente puede distraerse en torno a esa idea. Tu padre asesinado en plena calle… No, no pienses en ello.
El señor Contreras se agitaba inquieto a mis espaldas, reacio a que yo siguiera fisgoneando como una sádica. Le ignoré y le pregunté a la señora Johnson si alguien había visto a los negros en cuestión.
– Sólo había dos personas en la calle, la señora Yuall y la señora Joyce, que volvían de la tienda. No le prestaron atención al coche. Nadie se espera que asesinen a alguien a plena luz del día en su propio barrio, ¿verdad? Entonces oyeron los disparos y vieron desplomarse a papá. Primero pensaron que había tenido un ataque cardiaco. Sólo después repararon en que habían oído disparos.
Se calló y giró la cabeza, escuchando a alguien que estaba a sus espaldas.
– Ahora mismo voy, mamá. Es uno de los antiguos amigos de papá. Ha llamado esta mañana. ¿Quieres verle?… Discúlpenme un momento -añadió dirigiéndose a nosotros mientras se metía en la casa.
– Esto es terrible, nena, terrible -farfulló ansioso el señor Contreras-. No podemos acosar a esta gente.
Le dirigí una sonrisa forzada.
– Creo que sería una buena idea averiguar qué estaba haciendo en la calle. Al fin y al cabo, tenía dos coches. ¿Por qué iba a pie, y no en coche? ¿Y por qué le ha llamado para decirle que íbamos a venir?
El señor Contreras enrojeció.
– Era lo justo. No podía permitir que irrumpieras aquí, acusando al sindicato de la muerte de Mitch, sin avisarle…
La señora Johnson volvió a salir y se interrumpió en mitad de la frase.
– Mi madre está acostada. Está con una amiga, pero le gustaría saber si mi padre le dijo algo en particular cuando habló con usted esta mañana. ¿Quieren pasar?
El señor Contreras, más rojo que una remolacha ante la idea de hablar con la señora Mohr estando ella en la cama, trató de excusarse. Le agarré el brazo y le empujé hacia dentro.
En realidad, el escenario del dormitorio era de lo más casto. En lugar de los habituales dormitorios diminutos de los chalets, la señora Mohr ocupaba una suite señorial. Un edredón acolchado cubría la cama. La señora Mohr estaba hundida en una amplia butaca de zaraza, con los pies en una banqueta a juego. Llevaba ropa de calle, con medias y tacones, con el rostro totalmente maquillado, de tal forma que los chorretones formados por las lágrimas y el terror acusaban su edad. La vecina estaba sentada junto a ella en una silla de respaldo recto. Había una jarra con té helado y un vaso junto al codo de la señora Mohr.
Las cortinas, estampadas con el mismo motivo floral, estaban descorridas, y sólo unos visillos de gasa blanca cubrían las ventanas. Una serie de puertas correderas daban a un patio. Más allá pude ver una piscina. Un excelente accesorio para un hogar en el South Side.
– Aquí están tus amigos, Gladys -dijo la vecina, levantándose-. Voy un rato a mi casa, pero te traeré algo de cenar más tarde.
– No tienes por qué hacerlo, Judy -protestó la señora Mohr con un hilo de voz-. Cindy está aquí y puede cuidar de mí.
Cindy, Kerry, Kim, todos esos nombres cursis e infantiles que a los padres les encanta endilgar a sus hijas, y que ya no nos pegan nada cuando somos unas cincuentonas amargadas. Di gracias al recuerdo de mi madre por haber corregido ferozmente a cualquiera que me llamase Vicky.
Cuando Judy salió me acerqué a la señora Mohr.
– Soy V. I. Warshawski, señora Mohr, y él es el señor Contreras, que trabajó con su marido. Siento muchísimo lo de su muerte. Y siento mucho que tengamos que molestarla.
La señora Mohr me miró apáticamente.
– Está bien. No tiene por qué, de verdad. Sólo quería saber de qué han hablado ellos dos esta mañana. Me pareció que después estaba irritado y molesto, y no me gusta nada tener que recordarlo así.
– Me parece que tiene muchas cosas por las que recordarle -dije, indicando la habitación y la piscina allá atrás con un amplio gesto de la mano-. Parece ser que supo perfectamente proveer.
– Eso fue después de jubilarse -explicó la señora Mohr-. Trabajó duro toda su vida y se ganó una buena pensión. Hoy en día los jóvenes se quejan. Es como todos esos negros, que lo único que quieren es que les den algo por nada. No comprenden que hay que trabajar duro, como lo hacíamos Eddie y yo, para conseguir las cosas agradables de la vida.
– Sí, desde luego -asentí con entusiasmo-. Sé que al señor Contreras, aquí presente, que trabajó con Eddie durante… ¿treinta años, fueron?, le encantaría poner una piscina en nuestro jardín trasero, pero nuestra junta de copropietarios no se lo permite.
– Vamos, nena -irrumpió indignado el señor Contreras-, sabes que no quiero hacer nada de eso. Y aunque quisiera, no tengo el dinero para hacerlo.
– ¿No lo tiene? -pregunté en tono de reproche-. Creí que había trabajado duro toda su vida, igual que Eddie Mohr. Sé que dijo que podría permitirse tener un coche si quisiera, aunque no necesariamente un Buick Riviera y un Oldsmobile.
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