A mí me parecía bastante burdo, pero la señora Tertz se sintió aliviada pensando que «las chicas» sólo queríamos ayudarnos mutuamente. Diciéndome que sólo tardaría un minuto, desapareció en la cargada atmósfera de su casa.
Me acerqué a la puerta del porche y eché un vistazo al jardín. O ella o su marido compartían la manía del barrio por la jardinería: el diminuto cuadrado de césped estaba bordeado a un lado de macizos de flores sin un solo hierbajo, y al otro de hortalizas. A mi padre también le gustaba la jardinería, pero yo no había heredado ningún entusiasmo por cavar la tierra.
La señora Tertz volvió al cabo de unos diez minutos, con la cara encendida y sus bucles grises convertidos en apretados tirabuzones por la humedad. Me alargó un folleto.
– He intentado llamar a Chrissie para asegurarme de que no le importaría que te lo enseñara, pero no he podido comunicarme con ella. Así que espero estar haciendo lo correcto.
La aprensión me anudó la garganta. Lo único que me faltaba, que se presentara Chrissie en ese momento. Aunque ya le había enseñado mis cartas a Vinnie Buttone. ¿Qué más daba que la señora Tertz llamara a Chrissie?
Cogí el folleto de la reticente mano de la señora Tertz y examiné sus cuatro páginas. No quería que me lo llevara, ni siquiera por esa tarde, así que lo estudié detenidamente mientras ella resollaba junto a mí.
La primera página en letras saltonas preguntaba:
¿CREE QUE SU DINERO TRABAJA COMO ES DEBIDO PARA USTED?
La parte interior señalaba los males de la gente que vivía con un ingreso fijo.
«¿Tiene sus ahorros en certificados de depósito? Quizá su banquero o su agente de bolsa le haya dicho cuál es la mejor inversión para su dinero, ahora que usted ha alcanzado la edad de la jubilación. Sin riesgos, le habrán dicho probablemente. Pero sin rédito tampoco. Su banquero puede pensar que por estar jubilado usted no merece realizar las mismas inversiones que la gente joven. Pero esos certificados de depósito que le vendió no van a subir lo suficientemente rápido como para cubrir unos costosos gastos médicos si los necesita. Ni para permitirle esas vacaciones soñadas si lo desea. Lo que usted necesita es un dinero libre de riesgos que le proporcione una renta importante.»
La fotografía de una anciana en la abandonada cama de un hogar para la Tercera Edad miraba severamente desde el panel izquierdo, mientras en el derecho una pareja de edad con palos de golf contemplaba extasiada el océano.
«Tan seguro como los fondos federales garantizados», rezaba el panfleto. «El U. S. Metropolitan puede ofrecerle una inversión con el diecisiete por ciento de interés, y olvídese de sus preocupaciones.»
– «Tan seguro como los fondos federales garantizados» -repetí en voz alta-. Un bono no garantizado que no está rentando ni pizca y que se está vendiendo a diecinueve dólares por cada cien.
La amargura de mi voz asombró a la señora Tertz, que me arrebató el folleto.
– Si esto te va a enfurecer, no puedo dejar que lo mires; no sería justo para con Chrissie.
Intenté sonreír, pero sentí cómo se me torcía la boca.
– Puede que Chrissie tuviera las mejores intenciones, pero no ha sido muy honesta con la señora Frizell. Espero sinceramente que en este barrio no sean muchos los que le hayan comprado acciones a ella o a Vinnie. De lo contrario, ellos dos van a ser dueños de toda la calle dentro de poco.
Se mordió los labios, incómoda, pero me dijo que creía que era hora de que me marchara. Mientras me acompañaba rápidamente hasta la puerta principal, la oí lamentarse entre dientes del error que acababa de cometer. Creo que se refería más bien al de haberme dejado entrar en su casa que al de haber comprado bonos basura. Al menos así lo esperaba yo.
Cuando salí, el calor había aflojado un poco, pero mi blusa aún tuvo tiempo de humedecerse en el cuello y las sisas durante el corto camino hasta mi casa. El cebo perfecto para una anciana solitaria que está a la que salta: tu banquero te engaña sólo porque eres vieja. Y tu nueva inversión es tan segura como los fondos federales garantizados.
Al pasar delante de la puerta de Vinnie, me dieron ganas de tirarla de una patada, de violar su casa como él había expoliado la de la señora Frizell. Había entrado varias veces el año anterior; sabía que estaba llena de valiosas obras de arte moderno. Una inversión casi tan buena como los certificados federales garantizados. Idear alguna forma de sustituir esos chismes, pensé, llena de excitación al imaginarme destrozándolo todo. Lo que sí hice fue darle una violenta patada a la puerta que dejó una marca en la hoja. Simplemente eso ya le pondría frenético: él mismo la había lijado y pintado de un blanco cáscara de huevo. Los demás nos conformábamos con el barniz oscuro que ya tenían las puertas del edificio.
Una vez arriba descorrí los cerrojos, olvidando mi nueva alarma electrónica hasta que un agudo pitido me interrumpió mientras me tomaba un vaso de agua. Volví corriendo al vestíbulo y pulsé los números que desconectaban el sistema. Esperaba haber sido lo bastante rápida como para evitar una visita de la policía.
Regresé a la cocina y me llené otro vaso del grifo. Lo bebí más despacio, llevándomelo al cuarto de estar para llamar a Max. Me quité los zapatos y los calcetines y me masajeé los dedos de los pies. Los mocasines no constituían suficiente sujeción; me dolían los pies de tanto andar con ellos.
Sentándome sobre mis piernas dobladas, me arrellané en el sillón con los ojos cerrados. Necesitaba relajarme antes de llamar a Max. Sacarme de la cabeza la imagen de la señora Frizell revolviéndose inquieta en su cama de hospital, dejar que mi irritación con Vinnie y Chrissie se desprendiera de mis hombros y de mis dedos. Nunca se me había dado muy bien ese tipo de ejercicio; al cabo de unos infructuosos minutos, me enderecé y marqué el número de Max.
Acababa de salir de una reunión y estaba a punto de entrar en otra, pero consintió hablar unos minutos conmigo. Intercambié cautelosamente unos saludos con él, por si estuviese otra vez enfadado conmigo por lo de Lotty.
– Lotty sigue sin querer hablar conmigo. ¿Cómo está?
– Está mejorando. Su fractura empieza a cicatrizar y ya no se le aprecian las magulladuras -su tono de voz era evasivo.
– Ya sé que ha vuelto al trabajo, pero sigo echándola de menos cuando llamo a la clínica.
– Ya conoces a Lotty. Cuando está asustada se irrita… consigo misma, por su debilidad. Y cuando está irritada se lanza a la acción con verdadero frenesí. Siempre ha sido su mejor protección.
Le hice una mueca al teléfono: ésa también era mi coraza.
– Me he enterado de que ha contratado a una nueva enfermera. Quizá eso le alivie parte de la tensión.
– Nos ha robado a una de nuestras mejores enfermeras de pediatría -replicó Max-. Debería renegar de ella por esto, pero parece que le ha subido los ánimos.
Todo el mundo tiene problemas cuando interfiere su vida profesional con la personal, no sólo las detectives y los polis. La idea me tranquilizó.
– Yo también he andado por ahí debatiéndome en mi propio frenesí, intentando descubrir qué es lo que les preocupa hasta el punto de atizarle una paliza a Lotty. Y parece como si todo lo que hago se redujera a patalear y a levantar polvo sin llegar a ningún lado.
– Lo siento, Victoria. Me gustaría ayudarte, pero lo tuyo se sale del ámbito de mis capacidades.
– Pues estás de suerte, Max. He llamado específicamente por lo de tus capacidades. ¿Sabes algo de Hector Beauregard, de Chicago Settlement?
– No-o-o -Max pronunció lentamente la palabra-. De hecho era mi mujer la que trabajaba con el grupo. Desde que murió yo he seguido aportándoles ayuda financiera, pero no he jugado ningún papel activo. Hector es el director ejecutivo, es todo lo que sé de él. Los dos pertenecemos a un grupo de directores de organizaciones no lucrativas, y lo veo de vez en cuando allí. Al parecer ha engrosado bastante las arcas de Chicago Settlement, consiguiendo importantes donaciones de sociedades, le he envidiado un poco sus proezas para recaudar fondos, para ser sincero.
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