– ¿Alguna vez se te ha ocurrido que pudiera hacer algo, digamos, poco ético, para recaudar dinero? -me froté los dedos de los pies mientras hablaba, como para extraer de ellos la respuesta que esperaba.
– ¿Tienes alguna prueba de que haya hecho algo así? -la voz de Max se tornó súbitamente cortante.
– No. Ya te he dicho que lo único que hago es dar palos de ciego. Su nombre es lo único extraño que he descubierto, además de las bobinas de cobre de Paragon Steel, pero ¿qué relación podía haber entre ellas y el presidente de una gran asociación benéfica? ¿Quizá fue así como consiguió la contribución de las grandes compañías? ¿Vendiéndose unos a otros material que no necesitaban, luego cargándolo en camiones a media noche, vendiéndolo clandestinamente y recogiendo los beneficios? Demasiado rebuscado.
– ¿Podría reunir fondos ¿legalmente una organización benéfica? -pregunté.
– Cualquiera que dirija una institución con un capital tan recortado como la mía tiene fantasías -dijo Max-. Pero que puedas llevarlas a cabo sin que te pille Hacienda… Supongo que se podría hacer algo con ciertas mercancías, conseguir que alguien te las done inflando su precio para desgravarlo de sus ingresos, y luego venderlas a bajo precio para poder declarar una pérdida, pero cobrar de todas formas el beneficio. Pero ¿acaso no lo descubriría Hacienda?
Sentí una leve punzada de excitación en el diafragma, esa sacudida que te puede producir una idea candente.
– ¿Podrías averiguar algo por mí? ¿Quién está en la junta directiva de Chicago Settlement?
– No si eso significa que alguno de ellos va a resultar malparado por estar implicado en tus tejemanejes, Victoria -la voz de Max no era precisamente jocosa.
– No creo que siquiera tú puedas resultar malparado. Y espero que yo tampoco. Quiero saber si… veamos: Richard Yarborough, Jason o Peter Felitti, o Ben Loring están en su junta directiva.
Max me repitió los nombres, comprobando su ortografía. Me di cuenta de que no tenía al director general de Paragon Steel, era más probable que fuese él que su administrador el que se sentara en una junta importante. Mi Quién es Quién en el Comercio y la Industria de Chicago estaba en mi oficina, pero mis números atrasados del Wall Street Journal estaban frente a mí, en la mesita baja. Mientras Max profería sonidos de impaciencia porque tenía que asistir a su próxima reunión, hojeé los números atrasados hasta que di con la historia de Paragon Steel.
– Theodore Bancroft. Cualquiera de esos cinco. ¿Puedo llamarte esta noche a tu casa?
– Tú estás lista para lanzarte a la acción, así que todos tenemos que estarlo también ¿no? -gruñó Max-. Estoy a punto de asistir a otra reunión y cuando salga de ahí me iré a casa a relajarme un poco. Me comunicaré contigo dentro de unos días.
Cuando Max colgó seguí frotándome distraídamente los dedos de los pies. Depósito de mercancías. ¿Y por qué no depósito de bonos? ¿Y si Diamond Head estuviese consiguiendo que Chicago Settlement comprara sus bonos por su valor nominal, y luego los vendiera con una fuerte pérdida, pero aun así eso representara dinero que antes no tenían?
Era una bonita idea, límpida. Pero ¿cómo había dado con eso Mitch Kruger? Era algo demasiado sofisticado para él. Aunque quizá no para Eddie Mohr, el antiguo presidente local del sindicato. Era hora de ir a verle y preguntarle.
Me incorporé y volví a ponerme los calcetines, unos finitos rosas con flores a los lados, bonitos de ver pero no lo bastante acolchados para los pies. Volví a ponerme los mocasines y entré en mi dormitorio en busca de la Smith & Wesson. Al pasar por el pasillo me vi en el espejo del cuarto de baño. Mi camisa de seda tenía el mismo aspecto que si hubiera dormido con ella puesta. Me la quité y me refresqué bajo el grifo de la bañera.
Llevaba dos semanas sin hacer ninguna colada. Era difícil encontrar una camisa limpia que pareciese lo bastante respetable como para ir de interrogatorio con ella. Finalmente tuve que sacar de una bolsa de la lavandería un corpiño negro de vestir. Lo único que esperaba era que la funda sobaquera no rompiera el delicado tejido, no pensaba salir del barrio sin mi pistola. Una chaqueta negra de pata de gallo casi completaba mi atuendo, y casi cubría el arma. Me estaba un poco ajustada para poderla ocultar por completo.
El señor Contreras había estado tan mudo detrás de su puerta que llamé abajo antes de salir, para asegurarme de que estuviese allí. Contestó a la sexta señal, con la voz de quien está a punto de enfrentarse a un pelotón de ejecución, pero determinado a acompañarme. Cuando llegué abajo pasó varios minutos acariciando a Peppy y a sus retoños, como si fuese su último adiós.
– Tengo que irme -dije suavemente-. De verdad, no tiene por qué venir.
– No, no. He dicho que iría e iré -por fin se separó de los perros y me siguió por el pasillo-. Si no te importa que te lo diga, pequeña, es bastante obvio que llevas un arma. Espero que no estés planeando matar a Eddie.
– Sólo si él dispara primero -abrí el Impala y le sujeté la puerta.
– Si ve que llevas una pistola, y sólo un idiota podría no verlo, no creo que le den muchas ganas de hablar. Aunque no creo que de todas formas tenga mucho que decir.
– ¡Ah! -giré el Impala por Belmont, hacia la avenida Kennedy-. ¿Y qué le hace pensar eso?
No dijo nada. Al mirarle vi asomar un rubor rojo oscuro bajo su piel curtida; volvió la cara para mirar por la ventanilla de su lado.
– ¿Por qué le molesta tanto que vaya a verle?
No contestó, y siguió mirando por la ventanilla. Llevábamos veinte minutos en la avenida Kennedy, sorteando lentamente las salidas al Loop, cuando de repente estalló.
– Es que no me parece justo. Primero va Mitch y le matan, y ahora la tomas con el delegado de mi sindicato. Me siento como si estuviera traicionando al sindicato, como te lo digo.
– Ya veo -dejé pasar a un tráiler antes de intentar cambiar de carril para coger la salida a Stevenson-. Yo no quiero acusar de nada a Eddie Mohr. Pero no consigo que su antiguo jefe hable conmigo. Si no puedo hablar pronto con alguien relacionado con Diamond Head, tendré que parar mi investigación. No puedo coger el caso por ningún otro lado.
– Ya lo sé, niña, ya lo sé -murmuró, sombrío-. Entiendo todo eso. Pero sigue sin gustarme.
Ninguno de nosotros volvió a hablar hasta que salimos de Stevenson por Kedzie. Estábamos en una zona donde los almacenes y las fábricas alternaban con calles residenciales. En esa parte la calle Kedzie ostentaba unos enormes baches debido a los rugientes tráilers. Seguimos rumbo al sur, rebotando entre dos veloces monstruos de dieciséis toneladas. Mantuve el Impala a cerca de ochenta, apretando los dientes con cada sacudida y esperando que ninguno tuviera que parar en seco.
El señor Contreras se distrajo de sus preocupaciones para guiarme hasta la casa de Eddie Mohr en la calle Albany, junto a la Cuarenta. Conseguí coger la salida sin estamparme contra nadie. De repente nos encontramos en un oasis de chalets con jardines bien cuidados, uno de esos remansos de pulcritud que le dan a la ciudad un aire de pueblecito acogedor.
En barrios como ése se entra a los garajes por los callejones que conducen a la parte posterior de las casas. Yo me paré frente a la casa, preguntándome si el Oldsmobile que había sido utilizado en el ataque a Lotty estaría otra vez allí fuera. Me apetecía echarle un vistazo antes de irnos. Un impecable Riviera estaba estacionado frente a la casa: presumiblemente era el coche de la señora Mohr. Aparqué el Impala detrás de él.
El señor Contreras se tomó su tiempo para bajar del coche. Observé sus penosos movimientos durante un minuto, y luego me volví y caminé rápidamente hasta la puerta principal. Toqué el timbre sin esperar a que me alcanzara: no quería convertir aquello en una vigilia de toda la noche mientras él decidía si se estaba comportando o no como un esquirol por llevarme a ver a ese tipo.
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