Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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– Hubiera querido no encontrar la foto de Mitch. La de Eddie con Hector Beauregard. Y al mismo tiempo me gustaría saber a quién ha llamado esta mañana. Quizá Conrad pueda averiguar algo más que nosotros, aunque no es muy probable, dado que Cindy y Gladys lo consideran algo así como un simio inferior apenas dotado de palabra.

– Conrad, ¿eh? Estás empezando a hacer mucha amistad con un poli si ya le llamas por su nombre de pila.

Noté que me ruborizaba.

– Vayamos a ver si Barney nos cuenta algo.

Durante el corto trayecto hasta la taberna le sugerí una estrategia al señor Contreras. Aceptó inmediatamente, ansioso por compensar como pudiera su catastrófica llamada telefónica.

Barney's era un local pequeño, con una sala para el billar y otra para el bar. Había un puñado de viejos sentados en las dos rayadas mesas del bar. Algunos tenían copas, pero la mayoría parecía estar allí sólo por la compañía. Cuando repararon en que había extraños entre ellos, dejaron de hablar y se nos quedaron mirando abiertamente.

Un hombre macizo de poco más de setenta años se levantó de una de las mesas y se acercó a la barra.

– ¿Puedo ayudaros, amigos?

Nos acercamos a él, el señor Contreras dispuesto a tomar la iniciativa. Pidió una cerveza y tomó un sorbo, luego ofreció un comentario sobre el tiempo, que Barney recibió en silencio. El señor Contreras observó la sala, estudiando a los hombres uno por uno, mientras ellos permanecían glaciales, dirigiéndome alguna que otra mirada francamente hostil. Era un bar de hombres, y por mucho que hicieran las feministas con locales del centro como el de Berghoff, el de Barney no se iba a dejar contaminar.

Finalmente, el señor Contreras soltó un pequeño gruñido de reconocimiento y se volvió hacia Barney.

– Soy Sal Contreras. Eddie Mohr y yo trabajamos juntos en Diamond Head durante más de treinta y cinco años.

Barney se retrajo ligeramente, pero el señor Contreras señaló una de las mesas y preguntó:

– ¿No es cierto, Greg?

Un hombre con una enorme panza debida a la cerveza sacudió lentamente la cabeza.

– Puede, pero… bueno, aquí no hay muy buena luz Alúmbralo un poco, Barney.

El dueño se inclinó detrás de la barra hacia un interruptor y encendió una bombilla del techo. Greg observó a mi vecino durante un largo minuto, dubitativo. De pronto una amplia sonrisa iluminó su rostro.

– Es cierto, Sal. No te había visto desde que te jubilaste. Todos nos hemos puesto viejos, aunque tú tienes buena pinta. Te has mudado a la zona norte, según creo.

Los demás hombres empezaron a moverse en sus asientos, terminándose las copas y murmurando entre ellos. Al fin y al cabo, éramos de los suyos. No tenían por qué cerrar filas.

– Sí -dijo el señor Contreras-. Después de que Clara muriera no me sentía capaz de quedarme en mi antiguo barrio. Me conseguí un buen pisito allá en Racine.

– ¿Es tu hija? Se ha puesto muy guapa. Pero creía que tu chica era mayor.

– No. Ésta es mi vecina, Vic Warshawski. Me ha acompañado con el coche a visitar a Eddie esta tarde, para no tener que coger el tren de cercanías. Entonces nos hemos enterado de que estaba muerto. Supongo que también os habréis enterado.

– Ajá -intervino Barney, ansioso por recobrar el control de su bar-. No hacía ni cinco minutos que había estado aquí. Y le dispararon mientras volvía a casa. La mujer de éste, de Clarence, ha visto morir a Eddie. Cuando los maderos y tal han terminado de hablar con ella, ha venido a por él.

Un calvo sentado junto a Greg asintió vigorosamente con la cabeza. Era el señor Yuall o el señor Joyce. En cuanto reconfortó a su mujer después de la conmoción, se había apresurado a volver al bar de Barney para compartirlo con sus amigos.

– La señora Mohr me ha dicho que había venido aquí a ver a alguien -aventuré, esperando que nuestra buena fe estuviese ya firmemente establecida como para poder hablar.

– Eso es lo que dijo Eddie -confirmó Barney-. Estaba esperando verse con alguien aquí para almorzar. Esperó una hora y finalmente decidió que ya estaba bien. Se comió una hamburguesa solo y se fue para su casa.

– ¿Dejó algún recado, por si el hombre que estaba esperando aparecía finalmente? -pregunté.

– Sí, Barney -intervino Greg-. ¿Te acuerdas? Dijo que era uno de esos jefazos, un falso, y que estaba harto de esperar a los falsos de los jefes, así que si aparecía el tipo que le dijeras que le llamara cuando de verdad quisiera verle.

– Es verdad. Con eso de que se lo han cargado de esa forma, se me había olvidado -Barney se rascó el escaso pelo gris-. Pero ¿qué nombre dijo?

Esperé mientras hacía memoria.

– ¿Milt Chamfers? ¿O Ben Loring? -aventuré finalmente.

Barney agitó lentamente la cabeza.

– Creo que era uno de ellos. Chamfers. Creo que ése es el nombre.

Greg estuvo de acuerdo en que Chamfers era el nombre que había dicho Eddie, pero a él no le sonaba de nada. Al parecer había dejado Diamond Head antes de que entraran los nuevos propietarios. No, Eddie nunca había mencionado a Milt Chamfers antes, ni a él ni a ninguno de ellos.

– Vaya un bonito añadido que le ha puesto Eddie a su casa -terció el señor Contreras, recordando el guión que intentábamos seguir-. Ojalá yo me pudiera pagar una piscina y un Buick, y todo eso. Estuve en Diamond Head treinta y ocho años, sin contar la guerra, pero desde luego ni de broma conseguí una jubilación así.

Hubo un murmullo de aprobación alrededor de las mesas, pero Clarence explicó que Eddie había cobrado una pasta. No, que él supiera, Eddie no tenía parientes ricos. Debió de ser algún primo lejano que regresó a Alemania y se acordó de sus parientes pobres de América.

– Antes era al revés -dijo amargamente uno de los otros-. No solían ser los americanos los primos pobres de los demás.

La conversación giró en torno a las habituales quejas de los incapaces, sobre los negros, las lesbianas, los nipones y todos esos que estaban trayendo la ruina al país. El señor Contreras se tomó una copa y una cerveza para mostrarse sociable. Nos fuimos aprovechando una ola de recién llegados impacientes por comentar la muerte de Eddie. De todas formas prefería salir antes de que apareciera Conrad Rawlings. Suponiendo que la señora Mohr le comunicara la noticia de que Eddie había estado allí justo antes de su muerte.

Cuando volvimos a salir me quedé inmóvil en la acera durante un minuto.

– ¿Qué ocurre, pequeña?

– ¿Qué fue exactamente lo que le dijo a Eddie cuando le llamó?

El viejo se volvió de un carmesí oscuro.

– Le dije que lo sentía. Ya sé que parece como si yo lo hubiese mandado a la muerte. No puedes estar tan preocupada como yo, pequeña, así que dame…

– No es eso lo que quiero decir. Después de hablar con usted se alteró lo bastante como para llamar, al parecer, a Milt Chamfers, que quedó en encontrarse con él, sólo como pretexto para hacerle salir a la calle y que pudieran pegarle un tiro. ¿Qué le dijo usted?

El señor Contreras se rascó la cabeza.

– Le dije quién eras tú, quiero decir, que eras detective. Y que esa foto suya con Mitch, la de la obra benéfica, te había alborotado mucho. Y que íbamos a ir a preguntarle de dónde había sacado tanto dinero para apoyar a una gran asociación benéfica de la ciudad, cuando yo sabía de oídas que era un Caballero de Colón. Y que sólo quería darle tiempo para que se lo pensara antes. Hubiese preferido…

Vi acercarse un taxi, cosa rara en ese sector de Kedzie, y agarré el brazo del señor Contreras para acercarle al bordillo.

– ¡Eh, niña! ¿Qué haces?

– Suba… Ya hablaremos cuando estemos en otro sitio menos expuesto.

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