Dormí una buena hora. Unas potentes luces me cegaron los ojos, despertándome con una brusquedad que me sobresaltó. Saqué mi pistola y me incorporé, temiendo que mis perseguidores hubiesen dado conmigo. Resultó ser sólo un coche que intentaba aparcar al otro lado de la estrecha calle. Se las había arreglado para quedar atravesado en la calzada. Sus faros enfocaban directamente el asiento trasero.
Sintiéndome algo estúpida, volví a guardar el arma en la sobaquera. Busqué un peine en mi bolso y procuré darle forma a mi pelo lo mejor que pude en la oscuridad. El coche de enfrente seguía con problemas para aparcar cuando bajé del Impala. Para demostrar que Carol estaba equivocada y que era perfectamente capaz de desentenderme de alguien en apuros, les abandoné a su suerte.
El restaurante Dortmunder, uno de los lugares favoritos de Lotty y también mío, sólo estaba a unas cuantas calles. Está en la planta baja del Hotel Chesterton, y ofrece sándwiches y copiosas comidas junto con una excelente carta de vinos. Normalmente me gusta pedir una botella fina, un Saint-Emilion o algo por el estilo, pero ésta era una parada y fonda estrictamente necesaria para volver al trabajo.
Me pasé por el lavabo del hotel a lavarme un poco. Llevaba un vaquero y un corpiño de punto de algodón, no era un atuendo para una cena elegante, pero tampoco había quedado hecho un asco por dormir en el coche. Sólo olía un poquito a maduro.
El personal del Dortmunder me recibió con entusiasmo, preguntando si la doctora vendría también. Cuando les expliqué que la doctora había resultado herida en un accidente de coche días antes, se preocuparon como era de esperar: ¿cómo había sucedido? ¿Cómo estaba ella? La conciencia me cosquilleó cuando les expliqué a grandes rasgos la situación.
Lisa Vetee, la nieta del propietario, me acompañó a una mesa del rincón y me tomó el pedido. Mientras me preparaban un sándwich de su famoso salami húngaro, llamé al señor Contreras. Se alegró de oírme.
– Han venido preguntando por ti hará una hora o así. Le dije que no estabas, pero no me ha gustado su pinta.
Le pregunté al señor Contreras qué pinta tenía el visitante. Su descripción fue esquemática, pero supuse que podía ser el hombre que me había seguido hasta el restaurante de Belmont por la mañana. Si tenía tanta urgencia por verme, nuestra confrontación era sólo cuestión de tiempo. Pero a ser posible prefería ser yo quien eligiera el momento y el lugar.
Me puse a considerar la situación, dándome con los nudillos en los dientes.
– Creo que me voy a mudar durante uno o dos días. Me acercaré de aquí a una hora para recoger unas cuantas cosas. Quiero entrar por la parte de atrás. Le llamaré justo antes de llegar, si me abre usted es posible que no se enteren de que estoy allí.
– Pero ¿adónde puedes ir, pequeña? Sé que sueles irte a casa de la doctora, pero… -se calló con una delicadeza poco habitual.
– Ya, no puedo implicar más a Lotty, aunque ella me dejara. Se me acaba de ocurrir que podía cogerme una habitación en el mismo sitio donde vive Jake Sokolowski.
No le gustó, no por nada en particular, sino porque le desagradaba que me alejara tanto de su órbita. No tanto por querer controlarme, según había entendido últimamente, sino porque necesita tener la seguridad de que puede localizarme. Finalmente aprobó mi plan, a condición de que le llamase «regularmente, pequeña, no sólo una vez a la semana, cuando se te antoje», y no colgó hasta que no se lo prometí.
Mi sándwich y mi café me estaban esperando, pero busqué a Tonia Coriolano en el listín. Mientras se me enfriaba el café, ella se deshizo en excusas, pero no tenía nada libre. Normalmente, para hacerle un favor a la amiga de un inquilino, podía permitirle pasar una noche en el sofá del salón, pero hasta éste estaba ocupado en ese momento.
Lisa me hizo señas con la mano, señalando mi mesa. Asentí con la cabeza. Los momentos desesperados requieren medidas desesperadas. Busqué a la señora Polter y no sé si me alivió o me decepcionó encontrarla en el listín.
Contestó después de nueve señales.
– ¿Sí? ¿Qué quiere?
– Una habitación, señora Polter. Soy V. I. Warshawski, la detective que ha estado por allí estos días. Necesito un sitio para dormir por unas cuantas noches.
Soltó una áspera carcajada.
– Sólo hombres en mi casa, cielo. Excepto yo, claro, pero yo puedo cuidarme sola.
– Yo también puedo cuidarme sola, señora Polter. Llevaré mis propias toallas. Será por tres noches como mucho. Y créame, ninguno de sus huéspedes me molestará.
– Sí, pero y qué me dices de… bah, qué coño. Me has pagado la habitación del viejo y nunca la utilizó. Creo que puedes dormir aquí si quieres. Pero no más de dos noches, ¿me oyes? Yo tengo que cuidar de mi reputación.
– Sí señora -me apresuré a acatar-. Iré a eso de las diez y media para dejar mis cosas y que me dé la llave.
– ¿Las diez y media? ¿Qué crees que es esto? ¿El Ritz? Yo cierro… -volvió a interrumpirse-. Bueno, ¿qué más da? De todas formas, yo estoy en pie hasta la una de la madrugada, mirando la caja boba. Vente para acá.
Cuando volví a mi mesa, Lisa me sirvió otro café caliente. Por algo una es clienta habitual.
Seguí a la señora Polter por la estrecha y oscura escalera, tropezándome en el linóleo roto. Considerando el olor que recordaba, me había llevado mis propias sábanas, así como toallas, pero el recuerdo se quedaba corto ante la realidad de la grasa y el sudor rancio. Un motel barato hubiera estado diez veces más limpio y habría tenido más intimidad.
La señora Polter iba rozando con los brazos el hueco de la escalera. Se detenía con frecuencia para recuperar el aliento. Después de chocar con su mole en el primer descanso, me mantuve a tres buenos pasos detrás de ella.
– Bueno, cielo, aquí está. Ya te he dicho, nada de cocinar en las habitaciones: la instalación eléctrica no está hecha para eso. Tampoco se fuma en los cuartos. Ni radio ni tele fuerte. De todo eso, nada. Puedes servirte tú misma un desayuno entre las siete y las doce. Encontrarás fácilmente la cocina, está en la planta baja, al final del pasillo. Procura no acaparar el cuarto de baño por la mañana, los tíos tienen que afeitarse antes de ir a trabajar. Hay una llave de la puerta de entrada; si la pierdes, tendrás que pagar una cerradura nueva.
Asentí solemnemente e hice ostentosamente el gesto de atármela a una de las trabillas de mi cinturón. Había tenido que batallar para conseguir que me dejara una llave. Cuando le di a elegir entre eso y el despertarla en plena noche, empezó a pedirme que me fuera a otro lado. A mitad de la discusión se había interrumpido, echándome una mirada feroz, y bruscamente había cedido en lo de la llave. Era la tercera vez que se echaba atrás en una objeción importante a mi presencia. Estaba allí en contra del buen juicio de las dos, lo cual nos proporcionaba desde luego un terreno común para conversar.
Encendió la bombilla desnuda de cuarenta vatios con evidente desgana. Para ahorrar electricidad, se movía el mayor tiempo posible en la oscuridad. Se quedó en el paso de la puerta, echándole el ojo a mi maleta, que tenía una cerradura con combinación.
– ¿Quiere que le diga la combinación? -pregunté ingeniosamente-. ¿O prefiere descubrirla por sí misma?
Al oír eso murmuró algo misterioso entre dientes y apartó su bulto de la entrada. Cuando oí su paso lento escaleras abajo, abrí la cerradura e inspeccioné el contenido. A excepción de los cargadores de repuesto de mi pistola, no había nada allí que ella no pudiese ver, nada que revelase mi dirección ni mis ingresos. Mis mudas de ropa interior eran de sobrio algodón blanco, no había traído las más preciadas de seda. También había llevado un bote de limpiador para el baño y un trapo para fregar el lavabo mínimamente para soportar lavarme allí los dientes. Que se lo tomara como quisiera.
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