Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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– De Mitch Kruger, señor Felitti. ¿Le suena ese nombre?

Me clavó agresivamente la vista.

– ¿Debería sonarme?

– No sé. Usted no hace más que decirme que no participa mucho en el aspecto administrativo de aquello. Pero, en cuanto al personal, ¿no es ése su punto fuerte? ¿Les da órdenes de contratar detectives? ¿De golpear a las doctoras? ¿De tirar a los ancianos al canal? -supongo que ya estaba demasiado cansada para las sutilezas.

– Pero bueno, ¿quién es usted? -inquirió-. Usted no es de Chicago Life , está claro que no.

– ¿Qué me dice de la agresión a la doctora Herschel? ¿Lo organizó Chamfers? ¿Lo sabía usted de antemano?

– Nunca he oído hablar de esa doctora como se llame, y empiezo a convencerme de que a usted tampoco la conozco de nada. ¿Cómo se llama?

– V. I. Warshawski. ¿Le suena eso?

Se le encendió la cara.

– Yo creí que eras Maggie, la chica de la revista. Iba a venir esta tarde. Está más claro que el agua que jamás te hubiera dejado entrar si hubiera sabido quién eras.

– Es útil, señor Felitti, que usted sepa quién soy. Porque eso significa que Chamfers le ha hablado de mí. Y eso significa a su vez que usted está un poquito implicado en lo que hace su compañía. Lo único que quiero es hablar con Chamfers respecto a Mitch Kruger. Ya que usted es el director, podría facilitármelo bastante.

– Pero yo no quiero facilitarte nada. Lárgate de mi casa, antes de que llame a la policía para que te eche.

Por lo menos había dejado de reírse, lo cual era un enorme descanso. Me terminé el whisky.

– Ya me voy -dije, levantándome-. ¡Ah!, había una última pregunta. Respecto al Metropolitan Bank. ¿Qué fue lo que le ofrecieron a una anciana para impulsarla a cancelar su cuenta en el banco del barrio y trasladarla al Metropolitan? Los chicos de ese banco tienen fama de no pagar intereses por las cuentas, pero algo le habrán tenido que decir.

– Estás desvariando. No voy a llamar a la policía, voy a llamar a los loqueros de Elgin para que vengan con una camisa de fuerza. Yo no sé nada del Metropolitan y no sé para qué te has metido en mi casa a curiosear.

– Usted es uno de los directores, señor Felitti -le reproché-. Estoy segura de que su compañía de seguros preferiría creer que usted sabe a qué se dedica el banco. Ya sabe, para pedir responsabilidades a los directores y encargados.

El púrpura de su cara se hizo menos violento.

– No estás hablando con la persona adecuada. No soy lo bastante listo como para idear campañas de marketing bancario. Pregúntale a quien quieras. Pero no en mis propiedades.

No creí que pudiera progresar algo permaneciendo allí. Posé mi vaso vacío sobre el escritorio.

– Pero sí sabe quién soy -repetí-. Y eso significa que Chamfers estaba lo bastante preocupado como para llamarle. Y también significa que mis sospechas de que Mitch Kruger sabía algo respecto a Diamond Head son correctas. Al menos ahora sé dónde concentrar mis energías. Gracias por el whisky, señor Felitti.

– Yo no sé quién eres, jamás había oído tu nombre -dijo en un último intento por darme el pego-. Lo único que sé es que se suponía que eras una chica llamada Maggie, y que tu nombre no es Maggie.

– Buena jugada, señor Felitti. Pero, ambos sabemos que está mintiendo.

Cuando me dirigía lentamente hacia el pasillo pasando por delante de él, sonó el timbre. Una mujer joven y menuda con una espesa y ensortijada melena negra esperaba en el umbral.

– ¿Es Maggie, de Chicago Life ? -pregunté.

– Sí -contestó, sonriente-. ¿Está el señor Felitti? Creo que me está esperando.

– Precisamente detrás de mí -extraje una tarjeta del bolsillo lateral de mi bolso y se la tendí-. Soy detective privado. Si le dice algo interesante respecto a Diamond Head, llámeme. Y cuidado con sus carcajadas, son mortales.

Quedarse con la última palabra proporciona cierta satisfacción emocional, pero no hace avanzar una investigación. Conduje al azar por Naperville, buscando un lugar donde tomarme un refresco antes de regresar a Chicago. No vi nada que se pareciera a una cafetería. Terminé por bajarme en el parque que bordea el río. Dejé atrás grupos de mujeres con niños pequeños, adolescentes haciéndose arrumacos, y un surtido de trabajadores volviendo a sus casas, hasta que encontré un solitario puente rústico.

Asomándome por la barandilla de madera para contemplar el río Du Page, traté de interpretar mi conversación con Felitti procurando no hacerme demasiadas ilusiones. Estaba convencida de lo último que le había dicho: él sabía realmente quién era yo. Chamfers se lo había comunicado. Eso significaba que tenía que concentrarme efectivamente en Diamond Head.

En cambio, sí me creía lo que había dicho del Metropolitan. No era él la persona indicada para preguntarle sobre proyectos de marketing. Por su forma de decirlo, intuí que era con su hermano Peter con quien debería hablar: «Yo no soy lo bastante listo, pregúntale a cualquier otro». Aunque su tono no fuese especialmente amargo, era la expresión de alguien acostumbrado a que le señalen su propia estupidez. Al fin y al cabo, era a Peter a quien la familia había confiado los negocios. A Jason nunca le habían invitado a participar.

Tenía que haber investigado a Peter al mismo tiempo que a Jason. No sabía mucho de él, pero estaba dispuesta a apostar que estaba en el consejo de administración del Metropolitan.

Parada y fonda

Salí de la avenida Stevenson por Damen y me dirigí al hospital del condado. Me dolían todos los huesos de agotamiento. Salvé la distancia del coche al edificio, y luego la de los interminables corredores, por pura fuerza de voluntad. Aunque eran más de las siete, Nelle McDowell aún estaba en la sala de enfermeras.

– ¿Cuándo libras? -le pregunté.

Torció el gesto.

– Estamos tan escasos de personal aquí que podría hacer una semana de ciento sesenta horas y seguiríamos desbordados. ¿Has venido a ver a la anciana? Me alegro de que algunos de los vecinos os preocupéis y sigáis en contacto. Me he enterado de que tiene un hijo en California y ni siquiera se ha molestado en mandarle una tarjeta.

– ¿Sigue sin hablar?

McDowell sacudió la cabeza con pesar.

– Sigue llamando a ese perro, Bruce , creo. No sé hasta qué punto entiende lo que se le dice, pero hemos dado órdenes estrictas al personal de todos los turnos de que no le digan nada de eso.

– ¿Han estado por aquí Todd o Chrissie Pichea? Son la pareja que se han hecho nombrar tutores -temía que su crueldad intrínseca les impulsara a contarle la mala noticia a la señora Frizell con la esperanza de que eso acelerara su muerte.

– ¿Esa parejita pija? Vinieron anoche, bastante tarde, puede que a las diez. Yo ya me había marchado, pero la enfermera de noche, Sandra Milo, me lo contó. Al parecer buscaban desesperadamente sus documentos financieros. El título de propiedad de su casa o algo así. Supongo que pensaban que lo necesitaban como garantía para sus gastos médicos o algo así, pero fueron demasiado bruscos con ella en el estado en que está, le sacudían el hombro, querían incorporarla y obligarla a hablarles. Sandra los echó sin miramientos. Aparte de ellos no ha venido más que una vecina. No sabría decirte su nombre.

– Hellstrom -le facilité mecánicamente-. Marjorie Hellstrom.

Así que Todd y Chrissie no tenían sus documentos cruciales. Yo había supuesto que estarían enterrados en la capa jurásica del viejo escritorio, pero los Pichea podían haber registrado la casa a su antojo. Si no habían encontrado la escritura, ¿dónde podía estar?

– ¿Cuánto tiempo vais a tener aquí a la señora Frizell? -pregunté finalmente.

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