Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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– En estos momentos no está en condiciones de ser trasladada. La cadera no se recupera muy aprisa. A la larga, tendrá que ir a una casa de reposo, sabes, si los tutores pueden encontrarle una que ella pueda pagar, pero para eso aún falta.

Me acompañó por el pasillo hasta el estrecho cubículo de la señora Frizell. La máscara de muerte que era el rostro de la anciana estaba más pronunciada que la vez anterior, sus mejillas tan profundamente hundidas que su cara parecía un emplasto gris plasmado sobre la calavera. Un hilillo de baba le corría desde la comisura derecha. Roncaba ruidosamente al respirar, y se agitaba sin cesar en la cama.

El estómago me dio un vuelco convulsivo. Me alegré de no haber comido nada desde mi sándwich de queso seis horas antes. Me forcé a arrodillarme junto a ella y a tomarle la mano. Sus dedos parecían un manojo de astillas quebradizas.

– ¡Señora Frizell! -la llamé en voz alta-. Soy Vic. Su vecina, Vic. Tengo un perro, ¿recuerda?

Sus agitados movimientos parecieron calmarse ligeramente. Pensé que estaría intentando concentrarse en mi voz. Repetí mi mensaje, haciendo hincapié en «perro». Al oír eso parpadeó levemente y murmuró:

– ¿ Bruce ?

– Sí, Bruce es un perro estupendo, señora Frizell. Conozco a Bruce .

Sus labios resecos se arquearon casi imperceptiblemente hacia arriba.

Bruce -repitió.

Masajeé suavemente sus frágiles dedos entre los míos. Parecía una empresa imposible desplazar su atención de Bruce al tema del banco, pero lo intenté de todas formas. Odiándome por esa mentira, le sugerí que Bruce tenía que comer, y que para eso se necesitaba dinero. Pero no podía reaccionar lo suficiente como para hablar de algo tan complicado como su decisión de cambiar de banco la primavera pasada.

Terminó por decir:

– Dale de comer a Bruce -era un indicio de esperanza respecto a su estado mental, demostraba que relacionaba lo que yo le decía con las neuronas adecuadas, pero no me servía de ayuda para investigar sus finanzas. Le di unas últimas palmaditas en la mano y me levanté. Para mi sorpresa, Carol Alvarado estaba esperando detrás de mí.

Soltamos una exclamación al unísono al vernos. Le pregunté qué hacía en el servicio de ortopedia.

Sonrió levemente.

– Probablemente lo mismo que tú, Vic. Como ayudé a rescatarla me siento responsable de ella. Vengo de vez en cuando a ver cómo sigue.

– ¿Con uniforme y todo? -pregunté-. ¿Vienes derecha de la clínica de Lotty?

– En realidad, he cogido un trabajo en la unidad de traumatología -soltó una risita cohibida-. He estado todo este tiempo en la sala del sida con Guillermo, y, claro está, he charlado con las enfermeras de turno. Siempre están faltos de personal y me pareció una gran oportunidad. Cuando Guillermo vuelve a casa puedo seguir ocupándome de él durante el día.

– ¿Y cuándo duermes? -inquirí-. Parece que vas de Guatemala a Guatepeor.

– Supongo que sí, en cierta forma. Sólo paso las tardes en la clínica de Lotty durante unos días hasta que su nueva enfermera se sienta capaz de encargarse a tiempo completo. Pero… no sé. Aquí se hace un verdadero trabajo de enfermera. No es como en la mayoría de los hospitales, donde lo único que haces es rellenar papeles y hacerles a los médicos el trabajo ingrato. Aquí se trabaja con los pacientes, y puedo ver casos tan distintos. En la de Lotty son principalmente bebés y ancianas, excepto cuando vienes tú a que te remendemos. De todas formas, ahora sólo llevo dos noches, pero me entusiasma.

Comprobó la ropa de cama de la señora Frizell.

– Es bueno que le hayas hecho decir algo más, una palabra nueva. Deberías venir más a menudo: le ayudaría a recuperarse.

Me froté la nuca. Eso me sonaba a una de esas buenas acciones que alegran a los angelitos del cielo, pero que al autor le resultan una carga.

– Sí, podría intentar venir más.

Le expliqué la información que estaba buscando y por qué.

– Supongo que no se te ocurrirá ninguna forma de hacerla hablar de su banco.

Carol echó un precavido vistazo por el pasillo para asegurarse de que nadie podía oír.

– Podría, Vic. No te ilusiones demasiado, pero podría ocurrírseme algo. Ahora tengo que volver a traumatología. ¿Te acompaño hasta la escalera?

Una vez más los ascensores estaban fuera de servicio. Se parecía demasiado a mi propia oficina como para quejarme. Mientras bajábamos le pregunté a Carol si tenía algún plan concreto en mente.

– Me gustaría averiguar lo de su dinero mientras aún le queda algo.

– ¿Qué? ¿Crees que esos vecinos vuestros la están esquilmando? ¿Tienes alguna prueba? ¿O es que simplemente no te caen bien? -su tono de voz era irónico.

Se me había olvidado que Carol me había visto echando pullas a Todd Pichea y a Vinnie. Me puse roja y balbuceé un poco al intentar explicarme.

– Quizá esté montando una vendetta . Es por lo de los perros, a mí me pareció que los Pichea se apresuraron a conseguir los derechos de tutela sólo por deshacerse de los perros para preservar el valor de su propiedad. Quizá lo hicieron por puro altruismo. Pero sigo sin entender por qué forzaron así las cosas, ni por qué hicieron matar a los perros cuando ella no llevaba ni veinticuatro horas fuera de su casa.

La inseguridad me quebró la voz. Debería estar gastando mi energía en Jason Felitti y Diamond Head; al parecer había dado con algo candente allí. Debería dejar de dar la lata en el barrio y dejar que Todd y Chrissie se lo montaran como quisieran. Al fin y al cabo, la señora Frizell no era el sujeto más encantador con quien perder el tiempo. Pero, por muchas reconvenciones que me hiciera a mí misma, no dejaba de remorderme la conciencia cuando pensaba que podía haber hecho algo más por proteger a la pobre mujer, y que ahora debería estar cuidando de ella.

Carol me apretó el brazo.

– Eres demasiado exagerada, Vic. Te lo tomas todo muy a la tremenda. El mundo no va a dejar de girar si tú no rescatas a cualquier animalito herido que te encuentres.

Le sonreí.

– Tú eres precisamente la más indicada para sermonearme, Carol, después de trocar la agitación de Lotty por el tranquilo chollo de la unidad de traumatología del condado de Cook.

Se rió con un destello de su blanca dentadura bajo la tenue luz de la escalera.

– Y, dicho esto, más vale que me vaya ya. Cuando venía estaba tranquilo, pero ahora que se pone el sol empezará la gente a llegar en tropel.

Nos abrazamos y salimos en direcciones opuestas. Había aparcado el Impala en esa calle, a unas cuantas manzanas del hospital. Lo que tiene de bueno llevar un coche viejo con la carrocería oxidada es que no te preocupa demasiado que te lo vayan a mangar. Al arrancar el motor oí unas sirenas a lo lejos. Las ambulancias que traían su primer cargamento de la noche.

Era hora de cenar y dormir, pero no me apetecía irme derecha a casa. Supuse que aún podía llegar libremente una vez más a mi casa antes de que los chicos del Subaru se percataran de mis idas y venidas. No quería desperdiciar esa oportunidad en la cena.

Aparqué el coche en una calle lateral cerca de Belmont y Sheridan y me pasé al asiento de atrás para descansar un poco. Mi visita nocturna a la oficina de Jonas Carver en el Loop me había tenido agotada y malhumorada todo el día. Y a eso le había añadido mis incursiones por las afueras del norte y del oeste. Sin mencionar mi precipitada huida de un violento musculitos.

Otra cosa buena que tenía el Impala, pensé mientras buscaba una posición cómoda, era que en mi Trans Am no hubiera cogido mi metro setenta y dos en el minúsculo asiento trasero.

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